Servir a Cristo con diligencia
Carta del Maestro de la orden con motivo de los 550 años de la canonización de San Vicente Ferrer
El lema que se halla a la cabecera de esta Carta lo utilizaba con frecuencia en sus sermones San Vicente Ferrer, canonizado el 29 de junio de 1455 por el Papa valenciano Calixto III. El 550 Aniversario de esta efemérides ofrece buena oportunidad para dirigir la mirada al gran Predicador itinerante por extensas regiones de Europa. De hecho predicó, no sólo en su España natal, sino por Francia, Italia, Suiza, Flandes y Bélgica.
Vivió en una sociedad que bien puede denominarse de transición, tiempo en que nuevas corrientes culturales pugnaban por abrirse paso entre las antiguas que correspondían al mundo medieval. La realidad social se veía afectada entonces por tantas pruebas: guerras entre las nuevas naciones y territorios, mortandades ocasionadas por las pestes, crisis en la industria y el comercio, decadencia cultural, carestías que incidían en zonas muy amplias.
El mapa de las calamidades se incrementaba, y no en pequeño grado, por la situación de la Iglesia en época todavía de Cristiandad: nuevas opiniones eclesiológicas que se referían no sólo al sistema de gobierno, sino también a la pertenencia al Cuerpo místico de Cristo; influía en la Iglesia sobre todo la división ocasionada por la duda acerca del Papa indiscutido a quien debía prestarse obediencia, duda que desembocó en el largo Cisma de Occidente. En este contexto, en esta encrucijada de la historia europea de finales del siglo XIV y comienzos del XV, se desenvolvió la vida de San Vicente Ferrer, figura de perenne actualidad.
Valencia, su tierra natal, lo recuerda con gran afecto y veneración, y lo mismo cabe decir de Vannes, en la Bretaña francesa, donde falleció el 5 de abril de 1419. Pero son muchos los países que guardan su memoria, especialmente porque su predicación se grabó en ellos de manera indeleble. Otros lo recuerdan porque su testimonio de vida, pensamiento y acción protectora no ha dejado de brillar. Bien puede decirse — parafraseando a Santa Catalina de Siena cuando se refiere a Santo Domingo— que San Vicente Ferrer «predica aún y predicará siempre». En todos los continentes es perceptible un eco de su memoria: tiene una Vice Provincia dedicada en América Central, una Facultad Pontificia de Teología en que está implicada la Orden, son muchas las iglesias que lo presentan como titular, y lo mismo cabe decir de centros educativos; altares, imágenes y pinturas se hallan por el mundo entero, a veces en los numerosos lugares donde predicó. Hay países en que sus devotos concurren con asiduidad y de manera periódica a implorar su ayuda para superar necesidades espirituales y temporales.
Puede afirmarse que la celebración del Vº Centenario de la Canonización en 1955 ofreció ocasión y señaló un punto de partida en cuanto se refiere al conocimiento y aprecio por San Vicente; desde entonces ha ido en aumento el interés por el mismo. Se distinguieron en aquellas circunstancias el Arzobispo de Valencia, D. Marcelino Olaechea y el Maestro de la Orden, Fr. Michael Browne. El primero, en una memorable Carta Pastoral, deseaba que obtuviera el lugar que en rigor mereció en la historia de Europa, y que se pusieran las bases «para que la Santa Madre Iglesia lo declarara un día, a ruegos del pueblo cristiano, Doctor de la Paz». (BOAV 60 nn. 2629-2630 (1955) 156- 157).
El más tarde Cardenal Browne se dirigió también en 1955 a toda la Orden, y resaltaba la libertad de San Vicente al predicar, claridad al proponer la verdad, compasión frente a las necesidades de su tiempo. Su vida constituía todo un ejemplo y presentaba un reto a la época actual, y especialmente a sus hermanos los frailes Predicadores, llamados a profundizar en la dignidad de su ministerio, y a ejercitarlo con la asiduidad y características que San Vicente supo imprimir al suyo. (AOP 63 (1955) 172-179).
En 1955, además, se dignó el Santo Padre Pío XII enviar una Carta al mencionado Arzobispo de Valencia. Recordaba en ella la vida y mensaje de nuestro Santo, enviado especial del Señor para, en su nombre y por medio de la predicación evangélica, poner remedio a muchos males que afectaban a la Iglesia. San Vicente, manifestaba el Papa, realizó en sí mismo lo que para otros proponía como programa, en el prólogo al Tratado de la vida espiritual: «Quienquiera que desee ser útil a su prójimo y edificarlo con palabras, procure primero poseer en él mismo lo que ha de enseñar a los demás, pues de lo contrario no será de gran provecho. Su palabra será ineficaz si los hombres no descubren que encarna en sí mismo cuanto enseña, y aun mucho más». (AAS 47 (1955) 491-494).
Nuestra Orden hizo suyo un anhelo intensificado a raíz de las celebraciones del Vº Centenario de la Canonización, y así en el Capítulo General de Caleruega (1958) se formuló una encomienda para que se trabajara en orden a conseguir el título de «Doctor de la Iglesia» para San Vicente (Acta Cap. Gen. 1958, n. 154, p. 73). La Provincia de Aragón se comprometió a trabajar en el mismo sentido en su Capítulo Provincial celebrado un año más tarde. A partir de este momento las peticiones hechas por muy diferentes y numerosas entidades se han multiplicado hasta el día de hoy.
A las diversas súplicas se han añadido esfuerzos de gran importancia, tareas que, por otra parte, se hacían necesarias. Se han celebrado Congresos, y se han incrementado los estudios. En la actualidad se cuenta con nuevas ediciones de sus escritos, tanto filosóficos, como eclesiológicos, de teología espiritual, o referentes al epistolario conservado. El avance mayor, sin embargo, se ha hecho en cuanto se refiere a sus Sermones. San Vicente fue ante todo un predicador que ejercitó su ministerio a lo largo de muchos años. Su predicación dejó huella indeleble, de manera especial, en las copias manuscritas que realizaban a raíz de la misma, copias que después se multiplicaban y llevaban por diferentes partes del mundo. Muchos predicadores las utilizaban en sus predicaciones y, cuando llegó la imprenta, se editaron repetidamente; así pudieron consultarlas personas tan autorizadas como Fr. Luis de Granada, San Juan de Ávila, San Luis Bertrán, San Vicente de Paúl, San Alfonso María de Ligorio, o San Luis María Grignion de Montfort, por mencionar algunos nombres. En los últimos años se han publicado muchos de sus sermones, bien en la lengua nativa en que solía predicar, también en latín y en versión española. Parte muy especial han tenido y tienen las Asociaciones Vicentinas y el Ayuntamiento de la ciudad de Valencia, que, como lo han venido haciendo en varias oportunidades, siguen apoyando en el momento presente para que pronto se edite por primera vez un sermonario manuscrito de gran valor custodiado con diligencia en nuestro convento de San Domenico de Perugia.
Interesa en esta oportunidad recoger lo que puede ser su mensaje para nuestro tiempo. San Vicente fue un fraile dominico disponible para la misión que la Orden le encomendaba y en la que le apoyaba. No se amedrentó ante la extensión del campo que tenía que evangelizar, ni se echó atrás por las dificultades que presentaba un mundo cada vez más fragmentado en naciones, con diferentes sensibilidades y diversas lenguas. Captó con nitidez que el Señor le pedía realizar una siembra de la doctrina evangélica donde la semilla apenas crecía, sencillamente por falta de obreros diligentes y preparados; se trataba en muchos casos de llevar a cabo una obra de «nueva evangelización» por las tierras de Europa, o de establecer contactos con grupos religiosos distanciados del mundo católico. Es importante repasar sus actitudes y considerar las obras que ponían de manifiesto su mundo interior, su celo apostólico.
El Proceso de canonización, con las diferentes fases que tuvo en la investigación, desvela algunas constantes que aparecían en su vida y que podrían recordarse con provecho en la actualidad: su predicación brotaba del contacto íntimo con Cristo que alcanzaba su punto álgido en la Eucaristía, la celebraba diariamente con especial solemnidad; la Palabra de Dios alimentaba su oración y centraba su estudio, también cotidiano, de día y de noche; poseía una conciencia muy viva de su condición de «enviado» que le llenaba de fuerza extraordinaria, aun en el tiempo de su debilidad física y ancianidad; se advertía en él un esfuerzo para conseguir que la riqueza de la doctrina con que Dios le regalaba llegara a todos sin distinción, a niños, jóvenes y adultos; poseía y cultivaba una capacidad de integración de muy numerosas personas en el trabajo apostólico; estaba abierto a todo tipo de pueblos y grupos religiosos; presentaba de modo sistemático y ordenado el contenido de la revelación por medio de una teología sólida e inteligible a todos; iluminaba desde la fe las realidades concretas que afectaban a la vida de los grupos y personas de su tiempo; trabajaba con todas sus fuerzas para conseguir que la unidad y la paz reinaran en las conciencias y en la sociedad.
A partir de las declaraciones de los muchos testigos que ofrecieron su apreciación ante tribunal la figura de San Vicente destaca, no precisamente, como «predicador apocalíptico y tremendista», o como «taumaturgo que obraba extraños milagros», sino como apóstol entregado a su misión al estilo de San Pablo, con sublime destreza para exponer el evangelio a las masas que se congregaban para encontrar respuesta a sus inquietudes más profundas; lo hacía con verdadera pedagogía que ahuyentaba el tedio o cansancio y despertaba interés en grado creciente, aunque los sermones duraran a veces dos o tres horas; predicaba con dulzura, con elegancia y de modo inteligible, consiguiendo suscitar compasión y solidaridad de unos para con otros; poseía un raro género de humildad que consistía en saber dudar y en consultar a los demás. Fruto de su predicación fue un verdadero cambio de comportamientos en extensos territorios de Europa, cambio que aseguraban que fue duradero. No habían conocido hasta entonces tan notable predicador y formador en la fe católica, exclamaban.
Aunque son muchos los años que nos separan de este seguidor del camino iniciado por Santo Domingo, es indudable que continúa como interlocutor válido por sus gestos y doctrina y, desde luego, es un estímulo para sus hermanos frente a los grandes desafíos que presenta nuestro mundo al comienzo de un tercer milenio. No es sólo Europa quien reclama hoy que el «trigo almacenado en los graneros» —para utilizar una expresión de Honorio III, que le ofreció quizás Santo Domingo—, se siembre con generosidad, es todo un inmenso mundo, jamás tan poblado, y, desde luego, con hambre del mismo pan con que San Vicente Ferrer lograba saciar a las multitudes. Las constantes a que nos referíamos y que hicieron su vida «provechosa para sí y útil para los demás», como escribía el Beato Jordán de Sajonia al recordar a las hermanas de Prouilhe, constituyen todavía hoy fundamento y quehacer, tal como lo recuerda nuestra Constitución fundamental.
Una hermosa figura la de San Vicente Ferrer, oportunamente recordada en los comienzos del pontificado del Papa Benedicto XVI, que en diferentes momentos ha mostrado su preocupación por ofrecer al mundo de manera nueva la luz de Cristo, que no sustrae nada al hombre, sino que se lo entrega todo. Empeño misionero que elogió recientemente en nuestra hermana la Beata Ascensión Nicol, al recibir a los peregrinos que acudieron a Roma para su beatificación; después del envío de los Apóstoles el día de Pentecostés —decía—, «otros han acogido el mandato misionero poniendo sus energías al servicio del Evangelio. Entre éstos la Madre Ascensión que se dejó inflamar también por el fuego de Pentecostés y se comprometió a difundirlo en el mundo».
De nuevo quiero expresar mi deseo y disponibilidad para apoyar cuantos pasos conduzcan a que la Familia Dominicana pueda ofrecer a la Iglesia un nuevo Doctor de la misma en la persona de San Vicente Ferrer.