"Venid y comed". En la mesa con Santo Domingo.
Carta de Pascua 2021 del Prior Provincial de la Provincia de Hispania, fray Jesús Díaz Sariego O.P.
Jesús les dice: «Venid y comed». Después de haber comido,
dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»
Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». (Jn 21, 12.15)
Queridos hermanos:
En el Año Jubilar dominicano hemos celebrado el Triduo Pascual. Invitados a la mesa con santo Domingo queremos profundizar en el valor de la fraternidad. Ésta, como veremos, adquiere en la Pascua de Jesús la connotación de la amistad.
«Venid y comed»
El Resucitado acompaña los pasos de nuestra vida. Su presencia la reconocemos en no pocas personas, en sus gestos y compromisos. No hemos dejado de hablar sobre él cuando predicamos su mensaje. Ahora nos invita, de nuevo, a participar en su mesa para vivir la Pascua como él la vivió: entregando su vida por amor. Porque éste es el mensaje más importante de la Pascua: ofrecer la propia vida a los demás por amor. Para ello necesitamos el alimento del pan y el alimento de la Palabra.
«El pan que alimenta». El lema jubilar, En la mesa con santo Domingo, resulta muy expresivo para vivir la experiencia pascual. Inspirado en el icono de la “Mascarella”, la representación más antigua de Domingo pintada poco después de su muerte, se pretende conmemorar el valor de la fraternidad. Ésta conlleva comunión y solidaridad. Viene definida como el afecto amistoso entre hermanas y hermanos. La fraternidad se construye, por extensión, en relaciones de amistad. Desde esta perspectiva se nos invita a vivir la Pascua en el Año Jubilar, porque el pan de la amistad nos alimenta.
El icono, en palabras del Cardenal de Bolonia Mateo Zuppi, debe ser un ‘motivo de gratitud, de contemplación y de cambio’. Si lo contemplamos observamos que los frailes están sentados a la mesa bien abastecida de pan. Aparecen de dos en dos, para reflejar la fraternidad y la misión. Porque la comunidad no es un grupo de autoayuda, ni cada uno está en ella para sí mismo, sino para vivir y comunicar el Evangelio. Predicar juntos, aunque no seamos idénticos. los frailes de la representación están figurados con trazos diversos, como para indicar la personalidad de cada uno y la variedad de sus orígenes. La comunión no borra nunca lo propio de cada cual. Hemos sido llamados a ser hermanos. El camino de la fraternidad amistosa requiere ser vivido en comunión.
La imagen de santo Domingo debe llevarnos a tener muy presentes, en la alegría pascual, a los que están sentados a la mesa; pero también a los ausentes. Cómo no, a los que no tienen mesa, ni pan, ni una casa donde cobijarse. Debemos tener aún más presentes a los que no tienen compañía con la que compartir su mesa. La dureza de la soledad es uno de los mayores sufrimientos de nuestro tiempo y la celebración de la Pascua no puede ignorarlo. Muchos no tienen pan que los alimente.
«El alimento de la Palabra desde la Escritura». La Pascua también nos evoca otro alimento: «la Palabra en la Escritura», ‘pues hasta entonces no habían comprendido que, según la Escritura, Jesús debía resucitar de entre los muertos’ (Jn 20, 9).
Me llama la atención, a este respecto, la relevancia que está adquiriendo hoy la escritura, el pensamiento escrito a lo largo de la historia. Hay un anhelo contemporáneo de volver a los grandes libros del pensamiento. Prueba de ello, lo podéis comprobar, son las nuevas publicaciones de autores relevantes y sus reencuentros con los libros que han marcado su vida. Me ha hecho mucho bien la lectura de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Una lectura densa, pero cargada de aprecio por lo humano. Irene Vallejo hace honor a los que consideran que la ‘literatura sirve para curar las heridas de la vida’. Esto que indico no es baladí. Los predicadores del Evangelio debemos ser sagaces para descubrir dónde y cómo se fragua el pensamiento colectivo, los valores que se potencian o se reclaman, los anhelos que se respiran o se buscan… Será también un óptimo servicio a todos aquellos -muchos- que no tienen acceso a los libros, ni a la cultura del momento, ni al pensamiento. Nuestro acceso a ellos y su mejor acompañamiento en la dignidad que se les niega ha de hacerse también desde la ‘escritura’ y, cómo no, desde la ‘Escritura’.
A la Escritura acudo una vez más para compartir con vosotros la reflexión pascual que me suscita la lectura de los dos últimos capítulos del Evangelio de Juan. Pretendo buscar en ellos valores de amistad. Me refiero a los capítulos 20 y 21. El capítulo 20 se centra en la dura experiencia del sepulcro vacío y en el pánico de los discípulos, encerrados en una casa, por miedo a los judíos. En el capítulo 21, a modo de epílogo, se narran dos escenas superpuestas y que tienen lugar a orillas del lago de Tiberíades: la pesca abundante en medio de la noche y el diálogo intenso que Jesús tiene con Pedro, poniendo a prueba su fidelidad en el amor de amistad. Ambos capítulos recogen, en Escritura, una aventura comunitaria protagonizada por María Magdalena y demás testigos de la Pascua del Señor.
El encuentro del Resucitado con los discípulos
En el encuentro del Resucitado con los discípulos podemos identificar tres momentos importantes: «La herida de la decepción», para indicar el dolor y el desencanto que produce la muerte de alguien querido; «el miedo a reconocernos en la verdad de lo que somos», para reflejar aquello que nos limita e impide avanzar; «la confesión: ‘hemos visto al Señor’», para mostrar el reconocimiento de Jesús como Dios.
«La herida de la decepción», presente en los relatos pascuales, pone de manifiesto la dificultad de los amigos de Jesús a la hora de tener que asimilar en poco tiempo los acontecimientos vividos en Jerusalén. El prendimiento, juicio y posterior condena del Maestro a la muerte en cruz configuran un cúmulo de sentimientos y sensaciones nada fáciles de asimilar; sobre todo en aquellos que más habían estado en contacto con él durante su vida pública. Las expectativas que habían puesto se han visto truncadas con una muerte violenta. No estaban preparados para asimilar tal derrota.
Esta experiencia de fracaso ha sido tan profunda que el propio Tomás, para volver a creer en el Maestro, necesita comprobar en el cuerpo de Jesús las heridas de la cruz. A ello hay que añadir la experiencia de constatar que el sepulcro está vacío. El llanto de María Magdalena expresa la herida de dicha constatación. Quiere acompañarle incluso durante la muerte, pero ‘el cuerpo no está’ y vive el desconcierto de no saber dónde lo han puesto. ‘No saber’ dónde se encuentra al que realmente se ama conlleva un sufrimiento mayor.
¿Qué nos puede estar ocurriendo a nosotros ahora? Nuestra disposición a la entrega se ha visto un tanto herida. Llevamos más de un año padeciendo la pandemia que nos asola y esto nos ha trastocado. He percibido en algunos momentos confusión, decepción y hasta una cierta pérdida de orientación y sentido en los compromisos diarios que hasta ahora habíamos adquirido. Hemos pensado, quizás, que nada ni nadie podrá cambiar nuestros planes. Pero, algo nos ha cambiado. Cada uno deberá hacer su propia reflexión personal al respecto con la férrea voluntad de superar lo que nos hiere, buscando el alimento del pan en su compartir fraterno y de la Palabra, al expresarse ésta en Escritura.
Cuando alguien o la realidad misma nos decepciona, se nos vienen abajo las ilusiones y expectativas que habíamos depositado en otros o en la realidad misma que nos circunda. Algunas veces nos decepcionamos de nosotros mismos, por no haber sido capaces de sobreponernos a lo que nos abruma o no haber logrado del todo reconocer fallos y errores. La decepción es una mezcla de estupefacción, rabia o sorpresa. Algunas veces genera irascibilidad y violencia; nos lleva a ejercer constantemente una crítica malsana en contra de los demás, quizás porque no nos soportamos del todo a nosotros mismos. Esto puede llevarnos a una acedia profunda.
Sin embargo, alguien decía que ‘los mejores éxitos vienen a menudo después de las mayores decepciones’. Este ha sido, en todo caso, el éxito de unos discípulos desolados. La capacidad de superación no radica en su propio lamento, ni en su narcisismo, tampoco en culpar a los responsables de la muerte de Jesús de sus fracasos. Más bien comienzan a levantar cabeza cuando son capaces de purificar en su corazón la propia decepción. Para ello logran ver las cosas desde otra perspectiva. Una mirada capaz de proyectarse hacia un horizonte de vida más arraigado en el pan fraterno y en la Escritura. Ambos alimentos nos otorgan amplitud, al no encadenarnos a la propia circunstancia. ¡Qué difícil resulta confiar incluso en lo que se nos presenta como adverso! La herida de la decepción nos lleva a revisar dónde buscamos nuestro alimento.
Más allá de los desánimos he de afirmar con certeza que este tiempo es un tiempo del Espíritu. Baste observar las posibilidades que nos brinda. No todo es negatividad en el dolor y en el desasosiego. Al contrario. Es un momento para vivir con intensidad las cosas más importantes de la vida. La pandemia nos está acercando a lo fundamental. No deberíamos dejar de lado esta oportunidad para percibir lo que es importante. Quizás, ofuscados más en nuestros proyectos que en los del Señor, lo habíamos olvidado. El acento puede estar en otras preocupaciones que no necesariamente coinciden con las nuestras. Este despojo nos ha descentrado. ¡Bendito sea si ello motiva el retorno a lo más importante!
«El miedo a reconocernos en la verdad de lo que somos». El Papa Francisco afirma en su Carta Encíclica Fratelli Tutti que ‘un ser humano no llega a reconocer a fondo su propia verdad, a saber realmente quién es, si no es en el encuentro con los otros’. En esto mismo profundiza Gabriel Marcel cuando dice que ‘sólo me comunico realmente conmigo mismo en la medida en que me comunico con el otro’. Esto explica por qué nadie puede experimentar realmente quién es sin rostros concretos a quienes amar. Aquí hay un secreto de la verdadera existencia humana, porque la vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; esta vida es más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida si pretendemos permanecer sólo en el propio narcisismo al no haber aprendido realmente, quizás, a amar. Porque… saber amar de veras es todo un aprendizaje.
La propia verdad, por lo tanto, nos la jugamos en nuestra relación con los demás. Tomás de Aquino lo explicita cuando dice que ‘desde la intimidad de cada corazón, el amor crea vínculos y amplía la existencia cuando saca a la persona de sí misma hacia el otro’. La atención afectiva que se presta a los demás provoca una orientación a buscar su bien de forma desinteresada. El amor al otro, por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. En este cultivo de relaciones haremos posible la ‘amistad fraterna’ o la ‘amistad social’ de la que nos hablaba el Papa.
Los relatos pascuales son especialmente expresivos al describir el estado emocional en el que se encuentran los discípulos por la muerte de Jesús, al ver su relación truncada con el amigo. El miedo los domina. Por miedo a los judíos se encierran en una casa con las puertas bien cerradas. Todos ellos superan ese miedo cuando, apoyándose los unos en los otros, van descubriendo la presencia en sus vidas del Resucitado. Una experiencia que consuela al devolverles la seguridad que necesitan.
Nosotros, me pregunto, ¿tenemos miedo?, ¿de qué tenemos miedo? Deberíamos ser valientes y lograr nombrar nuestros miedos. Si los tenemos, ¿qué refugios buscamos en los conventos o en la actividad pastoral para estar seguros?
¿Buscamos tal vez el apoyo de los que tienen poder en este mundo? ¿O nos dejamos engañar por el orgullo que busca gratificaciones y reconocimientos, creyendo que así estamos a salvo? ¿No tendremos, más bien, miedo en reconocer nuestra propia verdad? El testimonio de los discípulos nos recuerda que el verdadero refugio es la confianza en Dios: ella disipa el temor y nos libera de caer en autoengaños y falsas confianzas.
«La confesión: ‘hemos visto al Señor’», es la constatación tímida y algo temerosa de los testigos cuando perciben la presencia de Jesús en medio de ellos con el saludo de la paz: ‘la paz con vosotros’. Jesús resucitado pasa a ser nombrado, a raíz de esta experiencia interior, como el Señor. ‘Ver al Señor’ es una expresión cargada de admiración y afecto, pero también de alegría pascual, ya que ‘se alegraron de verle’.
Jesús es percibido como Alguien que proporciona paz interior y exterior. Paz interior, porque cada uno de los discípulos se encuentra personalmente con el Señor y paz exterior, porque Jesús se hace presente en medio de todos. Sus vínculos como grupo los hace merecedores de la presencia de Jesús. Así descubren la experiencia pascual, de forma apasionada, por el vínculo que les ha unido al Maestro. Esta relación previa los capacita para ser enviados bajo la gracia del Espíritu. Un modo de expresar algo irrenunciable en nuestra vida teologal: el vínculo personal y comunitario con Jesús resucitado se vuelve imprescindible en la calidad de nuestra vida y misión. Vivimos un momento especialmente receptivo a este principio teologal. La alegría pascual, para mantenerse, requiere el contacto personal con quien la proporciona. Este modo personal de relacionarse necesita tiempo, silencio, paciencia, desierto… y alimento.
El don Pascual del amor de amistad
En la Sagrada Escritura se nos dice que ‘un amigo fiel es una protección poderosa… el que la halla, ha encontrado un tesoro’ (Eclo. 6, 14). El Evangelio de Juan nos da buena prueba de esto, por eso es denominado por algunos exegetas Evangelio de la amistad. A la Sagrada Escritura podemos sumar el pensamiento de los clásicos grecolatinos, cuando nos manifiestan su acuerdo en decir que la amistad es el bien más precioso y estimable que podemos percibir de los demás. Aún más, ‘nadie puede vivir sin amigos’, decía Aristóteles.
«Hablar de la amistad». El encuentro de los discípulos con el Resucitado es un encuentro de amistad. Esto se descubre especialmente en el diálogo postpascual que Jesús mantiene con Simón Pedro. Mientras Jesús le pregunta en términos de ágape, ‘¿me amas?’, Pedro le responde en términos de filia, en términos de amistad: ‘tú sabes que te quiero’. Pedro es para Jesús ‘amigo’ y Jesús lo sabe desde hace tiempo. La tercera formulación de la pregunta se lo ha mostrado con meridiana claridad al ponerse Jesús a su mismo nivel. La tercera vez Jesús ya no le pregunta en términos de ágape, sino en términos de filia, con amistad. Sólo en este momento coinciden pregunta y respuesta.
Este aprecio por las relaciones de amistad, debemos recordarlo, es muy dominicano. El icono de la ‘Mascarella’, en cierto sentido, lo suscita. Algunos Maestros de la Orden así nos lo han recordado en sus cartas. Decía Timothy Radcliffe, ya hace unos cuantos años, que el estilo de vida dominicano incluye distintos ingredientes: fraternidad, oración común, estudio, una forma de gobierno. Todos estos elementos dan un tono especial que resumía en la expresión amistad. Algo central en la teología de santo Tomás, como luego veremos, es la amistad que está en el corazón de la vida de Dios. Es la amistad que estamos llamados a compartir.
«El profundo respeto que nos merecen los demás». La amistad nos recuerda la necesaria delicadeza a la hora de tratar a los demás. No hay compromiso mayor ni mejor que éste. Además, es un deber pascual indiscutible. No hay predicación más elevada, ni convenio de vida más exigente. En la Pascua del Señor cada uno, los otros, hemos sido tocados por la gracia del amor imborrable. Vivir esta experiencia nos lleva a tratarnos con respeto y admiración.
Sin embargo, podemos constatar que no resulta fácil hablar de amistad entre nosotros, sobre todo cuando la valoramos solamente ‘de tejas hacia abajo’, despojándola del valor teologal que dicha relación conlleva y a la que el propio Jesús en su Evangelio nos aproxima: ‘No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer’ (Jn 15, 15). El aprecio de Jesús por nosotros en términos de amistad contrasta con nuestra torpeza a la hora de establecer este tipo de relación. La confundimos algunas veces con fidelidades mal entendidas. Ya santo Tomás había constatado ‘la triste manía que manifiestan ciertas gentes, de echar a perder las amistades ya trazadas sembrando el desacuerdo entre los amigos por llevar y traer noticias maliciosas. He aquí una falta contra la justicia y contra la caridad’. Y puede llegar a ser una falta grave, apostilla el doctor angélico. Cuando caemos en estos u otros errores, no dejamos de ser un tanto hipócritas, porque todos deseamos tener buenos amigos, aquellos que nos ayudan de veras a ser mejores y a construir la propia vida con el acompañamiento amistoso que nos proporcionan.
Hemos de reconocer, no obstante, que los vínculos virtuosos que genera la amistad son valorados en la sociedad. Las nuevas generaciones son especialmente sensibles a este tipo de afinidad entre las personas. Debemos procurar la educación más adecuada a este respecto. Aún más, las reflexiones sobre la amistad grecolatinas, así como la experiencia de amistad que nos transmiten pensadores referentes en el ámbito de lo espiritual -también cristiano- vuelven de modo incisivo a los ámbitos de reflexión contemporáneos. Están marcando los proyectos educativos, el trabajo y las dinámicas de relación entre las personas en sus diversos ámbitos de vida e interrelación.
«La relación de amistad con Dios» viene bien expresada por el Cardenal José Tolentino en una de sus sugerentes publicaciones, cuando nos ayuda a redescubrir el paradigma de la amistad profundizando en su significado, desvelando sus secretos y ofreciendo la serena aceptación de sus límites. Ofrece algunas intuiciones teologales necesarias para la elaboración de una teología de la amistad. Nos invita a pensar en nuestra relación con Dios como si de una relación de amistad se tratase. Esto es posible si damos valor a lo que Simone Weil nos dice en su ensayo sobre La Amistad, al describirla como ‘el arte del buen amor’. Es arte porque requiere de ‘un amor personal y humano puro, que encierra además una premonición, reflejo de amor divino. Este amor se contiene en la palabra amistad’.
En realidad, ¿qué conlleva este arte? La respuesta a la pregunta es importante si queremos canalizar el amor como sugiere san Buenaventura: ‘cumpliendo los mandamientos como Dios los entiende’. Pensemos, a este respecto, en lo que tiene de iluminadora la experiencia de amistad y que puede estructurar nuestra relación con Dios: la aceptación del otro, el reconocimiento sereno de los límites, la diferenciación, la ausencia de dominio, el no querer retener, entender que el otro está de paso en mi vida y que su paso me enriquece por dentro. Los amigos están interesados en lo concreto, en los detalles, en lo menudo, en el relato sencillo, en lo aparentemente inútil, en el discurrir indiferenciado del tiempo.
Los amigos son necesarios. Por eso santo Tomás ofrece uno de los mejores elogios sobre la amistad cuando afirma que ‘el hombre tiene necesidad de la ayuda de sus amigos para obrar bien, tanto en los actos de la vida activa como en los de la vida contemplativa’. Aún más, concibe la experiencia de amar a Dios como un movimiento que centra la atención en el otro ‘considerándolo como uno consigo’.
No debe extrañarnos, por otro lado, que la relación de amistad sea un reclamo en los discursos más importantes de Jesús. El Maestro siempre tiene una palabra que decir en las cuestiones fundamentales de la vida para todo tiempo, también para el nuestro. Es más, tendríamos aún mayores dificultades en comprender la relación que Jesús mantiene con sus discípulos si no apelamos a la amistad, ya que es una de las relaciones humanas a través de las cuales Dios también quiere manifestar su amor más pleno, el amor de ágape. Por tanto, la fraternidad, según nos muestra la experiencia pascual, es una amistad que no solamente se fundamenta en nuestros recursos personales, sino también -y sobre todo- en Aquél que nos convoca a una nueva vida.
El icono de la ‘Mascarella’, al sentar a santo Domingo a la mesa con sus hermanos, nos evoca su valoración de la amistad fraterna. Un reflejo de lo que podemos deducir de su biografía y de sus modos de alentar y de acompañar a sus hermanos. En vida tuvo varios gestos en los que puso de manifiesto que apreciaba la amistad entre ellos y también la que procuraban con aquellos a los que eran enviados en el ministerio de la predicación.
¡En fin! Podemos concluir acudiendo a una preciosa expresión de Walter Benjamin, cuando dice que ‘los amigos saben que cada segundo que pasa es esa pequeña puerta por la que puede entrar el Mesías’. El Mesías del que hoy hablamos es el Mesías resucitado.
¡Feliz Pascua de Resurrección en el Año Jubilar de santo Domingo!
Un abrazo
Fr. Jesús Díaz Sariego O.P.
Prior Provincial de la Provincia de Hispania