“Nos debemos a la muerte: nosotros y todo lo nuestro... Todo lo mortal perece”. La serenidad del clásico, con la aparente naturalidad de quien comunica el tiempo que hace o la hora del día, apenas disimula el pesimismo y la angustia ante un final sin otros horizontes. Nuestra conciencia espontánea se revela contra semejante forma de pensar. Sabemos que hemos de morir, que la vida humana es limitada, pero “nuestra” muerte, “nuestro” fin, y el de las personas que queremos, no se viven con la neutralidad que supone una constatación estadística o la experiencia diaria de la destrucción de la vida.