Pablo Peña Serrano
María Jesús Galán Vera O.P.
Fotos: Julián Calles
La fundación del monasterio de Santo Domingo El Real se remonta a 1363[1], cuando el Prior Provincial fray Fernando Exoito inicia los trámites, para su creación. Un año después principia su vida sobre la morada de la fundadora doña Inés García de Meneses. La dama era viuda de Sanz de Velasco, y entregó para el primer asentamiento su residencia con los corrales y trascorrales adjuntos, situados en la colación de San Vicente[2]. Por la actual estructura del conjunto y otras noticias que más tarde comentaremos, hemos de suponer que el núcleo primitivo debía ubicarse en torno al actual patio del Moral. Su alzado lo pone en relación con otros patios civiles toledanos de finales del XIV y del XV como el del palacio de Fuensalida o el de la enfermería del convento de Santa Isabel de los Reyes. Su primera transformación fue en claustro cenobítico y las dependencias anejas a él, algunas salas de gran capacidad que aparecen citadas con el sobrenombre de “palacios”[3] adaptadas para las necesidades de las religiosas. En la regla agustiniana seguida por las dominicas, no existen excesivas indicaciones sobre las oficinas que debían tener los conventos. Sólo se mencionan como imprescindibles un lugar para orar, otro para comer y también una enfermería, lavadero, ropería, despensa y biblioteca. En las Constituciones dominicanas se precisaba algo más, aunque no mucho, sobre este asunto. En el artículo 5 dedicado a la observancia regular se profundiza sobre la clausura. Además de la iglesia y el coro, son necesarios los locutorios, construidos para recibir a los visitantes. La celda que irá evolucionando a lo largo de la historia, se menciona en las constituciones no sólo cómo lugar de descanso, sino “como un claustro dentro del claustro, un cuarto cerrado de oración escondida y, además, un lugar para la lectura espiritual, la meditación y el estudio o trabajo especial”[4]. También se refuerza el valor del refectorio como lugar común, en el que además de tomar alimento, se debe satisfacer las exigencias espirituales con la lectura de textos devotos. Esta es una de las causas por la que al igual que en las antiguas abadías benedictinas o cistercienses, en los refectorios de las hijas de santo Domingo, se mantendrá el púlpito para la lectora, algunos de gran belleza artística.
El patio del Moral actualmente dividido por el corredor construido a inicios del XVII con trazas de Juan Bautista Monegro, se divide en dos zonas. La más antigua, ocupada hoy por las dominicas, se sustenta en su cuerpo inferior por pilares ochavados de tradición gótica, y otros soportes de época posterior. En el segundo y tercero, pues una de las crujías tiene una tercera planta, los pies rectos de madera cumplen idéntica función tectónica. Este claustro sufrió grandes reformas a inicios del siglo XVI como luego se verá, modificándose ampliamente. El primitivo patio civil así como el locutorio anejo, en el que se firmaron buena parte de los documentos del siglo XV, se conocían con el nombre de “patio y locutorio de la Cervata”[5]. Igualmente la puerta de ingreso a la clausura recibía semejante denominación[6]. Ninguno de los autores que hasta ahora han tratado la historia de esta comunidad han recogido esta particularidad a pesar de las múltiples menciones en todo tipo de escrituras. La causa de este apelativo, sin que tengamos una seguridad absoluta, puede que proviniera de alguno de los elementos ornamentales que con forma de cierva pudieran haber aquí. Tal vez una viga tallada, una yesería o alguna figura de metal, que existieran en el patio o en sus proximidades[7].
La primera ampliación importante del edificio nuclear está documentada en 1396, y en concreto el 23 de febrero[8], cuando el Ayuntamiento de la ciudad concede licencia al convento y en concreto a su priora María de Castilla, para cerrar una calle que estaba vecina al edificio[9]. En realidad esta obra era posible por la cesión que un año antes había hecho Inés de Ayala, abuela de la priora, que había entregado un solar que lindaba con el monasterio de Santa Clara y con las casas de Mojamad, “alcalde de los moros” (sic)[10]. Sería la misma Inés, viuda de Diego Gómez de Toledo, la que en 1396 haría la petición de ampliación del edificio al Concejo en nombre de la comunidad. Con la obra se cerraba una calle que iba desde las casas de Francisca Gudiel hasta el monasterio de Santa Catalina, es decir, el de los mercedarios calzados, donde actualmente se levanta la Diputación Provincial. Esta vía se situaba entre los monasterios de Santa Clara y Santo Domingo, y la licencia se entregaba para construir el cuerpo de la iglesia[11]. Doña Inés corría con el cargo de abrir una nueva arteria en solares que ella poseía, debiendo ser tan ancha y limpia como la anterior. La empresa que era de envergadura empujó a las monjas a buscar diferentes apoyos económicos como lo manifiestan algunos documentos del archivo. Así, el 13 de mayo de este mismo año 1396, sor Juana de la Espina suplica a su sobrino el rey Enrique III que la merced que tenía sobre su cabeza de 40.000 mrs. fuera traspasada al monasterio “que está pobre et desamparado”[12]. En esta dirección se debe encuadrar el albalá otorgado por sor Teresa de Ayala[13]en 1398 por el que devolvía a fray Pedro Becerril, procurador de los predicadores de San Pablo, ciertas cantidades por un préstamo con el que se habían pagado, entre otras cosas, parte de las obras que venimos mencionando[14]. Lo que sí parece seguro es que además de adecuar las dependencias para las nuevas funciones y la construcción de la iglesia, pronto surgió la obligación de ampliar el primer núcleo a costa de sus vecinos más próximos. El 29 de enero de 1401 Inés de Ayala en nombre propio y en el de la reina Catalina de Lancaster, que se va a convertir en una mecenas decidida de la comunidad, adquieren unas casas a Inés Alfonso de Cervatos que lindaban con el convento de dominicas, con el de los mercedarios y con la calle Real por un precio de 25.000 mrs. [15]. Parece claro que esta ampliación chocó con alguno de esos vecinos como fue el monasterio de Santa Clara que igualmente se hallaba en pleno ensanchamiento. El 15 de octubre de 1407 el notario Antón Sánchez de Villarreal da testimonio desde dentro de Santo Domingo de cómo unos tales Rodrigo Alfonso y Abrahem, albañiles, estaban labrando una cámara para las clarisas sobre el cobertizo que cubría la calle entre los dos conventos. Esta nueva dependencia tendría ventanas y vistas sobre la casa de las dominicas, llegándose a percibir incluso hasta cuatro celdas. La razón para levantar el acta norial era el daño y perjuicio que estos trabajos causaban no sólo a nuestras monjas, también a la reina Catalina, ya que aquí tenía unos edificios que ella había mandado hacer tiempo atrás[16]. Este documento nos permite fechar el célebre cobertizo entre ambos conventos, ya construido en 1407. Igualmente nos aclara la antigua tradición que mantenía como la reina Catalina de Lancaster había vivido en Santo Domingo el Real. Sí parece seguro que la nieta de Pedro I, más que vivir aquí, tuviera unas casas lindantes con el monasterio que luego pasaron a éste. Al año siguiente, el 14 de enero de 1408, la misma reina con su cuñado Fernando de Antequera, tutores del rey Juan II, firman un albalá por valor de 30.000 mrs. como ayuda para construir unos cimientos y paredes “de unas vistas” que se estaban labrando desde hacía algún tiempo y que estaban próximas a Santa Clara[17]. A pesar de estos roces entre las dos comunidades, la reina Catalina deseaba una buena armonía entre ellas por lo que medió para que el 20 de septiembre de 1409 el papa Benedicto XIII aprobara una bula de composición y avenencia[18]. Manifestación de esta recuperada relación fue la donación en 1410 que la priora Teresa de Ayala y las otras religiosas, con licencia del provincial fray Martín de Arcediano y a petición de nuevo de la soberana, de un pedazo de plaza para que las clarisas completaran su claustra. La donación fue gratuita con la condición de no hacer ventanas, azoteas ni vistas de alguna clase[19]. El 22 de marzo del mismo año la reina escribe desde Valladolid a María de Castilla, agradeciendo que hayan dado un trozo del palacio para la claustra. Le rogaba, además, que procurase llevarse bien con las hijas de santa Clara y que ella misma correría con todos los gastos que se pudieran ocasionar[20]. Unos años después, en concreto el 23 de julio de 1413, la reina Catalina cede al convento las casas que había edificado años antes. Teresa de Ayala como priora y en presencia del alcalde mayor de la ciudad Pedro López de Ayala, toma posesión de estas moradas el 1 de agosto de este año[21].
Una de las pocas referencias visuales que nos quedan de las obras emprendidas por María de Castilla son los escudos que ornan las tabicas de la bajada al cementerio, antigua sala de estampación. Se trata de una parte de un antiguo salón en el patio del Moral, que debió realizarse antes de 1424, año en el que falleció esta priora. Los escudos a los que hacemos alusión recogen la variante más antigua de los Castilla y la misma que se muestra en su lauda sepulcral. Este dato viene a confirmar la veracidad de las más arcaicas informaciones sobre las primeras reformas debidas a Teresa de Ayala y su hija. Es posible, sin que tengamos plena seguridad que las armas de los Ayala que también aparecen en las tabicas del actual refectorio, puedan aludir precisamente a los trabajos realizados bajo doña Teresa. Serían por lo tanto y prácticamente los únicos espacios conservados, con leves alteraciones, de la primera etapa monástica.
En contra de las opiniones expresadas por otros autores, en ocasiones contradictorias, y basándonos en la documentación manejada no creemos que la iglesia antigua estuviera situada donde se emplaza el actual coro[22]. Varios datos que expondremos a continuación vienen a confirmar que el viejo templo mudéjar se hallaba donde ahora se alza el renacentista. Es posible que sus proporciones fueran algo menores, aunque la separación entre coro y capilla debía estar donde ahora está, y el coro debió cumplir con esta función desde un principio. Cuando se produce el enfrentamiento entre el regidor Juan Gómez de Silva y las dominicas en 1568, son múltiples los testimonios suficientemente esclarecedores para poder intuir la estructura de la ancestral iglesia. En todas las referencias a ésta siempre se señala que tenía una gran antigüedad y estaba en peligro de hundirse, es más “se avía hundido cierta parte del coro e de la dha Yglesia”[23]. Ya antes se había apuntado que la capilla de Santo Tomás, que don Juan Gómez de Silva reclamaba como propiedad familiar, y al que la justicia dio la razón, estaba situada en el mismo lugar y con las mismas dimensiones que la actual. Eso si, tenía forma absidial como declaraba el maestro de obras Agustín de Morales. Según éste tenía “una buelta de horno baxa y oscura y el casco quebrado por muchas partes y con muchos asientos por lo cual no la tenía por segura”[24]. Sus medidas según el alguacil municipal era de diez pies de largo por otros tantos de ancho[25]. Tal como se describe su aspecto debía ser similar a otras capillas mudéjares que podemos contemplar en las cabeceras de, por ejemplo, Santiago del Arrabal. Este ámbito funerario era una antigua fundación de los Ayala como lo confirmaban al menos tres de las sepulturas[26] que mencionan los testigos en el proceso de 1568 y que estaban frente al altar, en el lado del evangelio. Según parece los Ayala aquí enterrados procedían de una de las ramas menores de la familia. Por una parte estaba el cuerpo de Juan de Ayala, difunto en 1474 y que había sido hermano de la priora María Álvarez de Ayala, que gobernó Santo Domingo hasta su muerte en 1446. Además, varias hijas[27]y nietas de don Juan profesaron en el cenobio. Aunque ignoramos cuándo se le cedió la capilla, puede que fuera en 1436 o poco antes. En ese año por un documento público el alguacil toledano, pues tal cargo tenía este Ayala, agradece a la comunidad los favores recibidos[28]. Como decíamos arriba don Juan de Ayala había fallecido en 1474, año en que su esposa María de Cervantes firmaba una carta de obligación con los mercedarios de Santa Catalina para que dijeran una misa de difuntos con sus vísperas el día de la Encarnación y otro aniversario el día de la Santísima Trinidad: “i an de celebrarse en la capilla en donde esta enterrado su esposo Juan de Ayala en el convento de santo domingo el real de toledo”[29]. ¿De quién eran las otras tumbas que los testigos mencionan en el pleito y que lucían las armas de los Ayala?. La investigación nos ha ofrecido una posible respuesta. En primer lugar estaba el sepulcro de don Pedro de Ayala[30]comendador de Paracuellos y a su lado, tal vez, el de su hija Constanza de Ayala. El primero era hijo de los citados Juan de Ayala y María de Cervantes y por lo tanto hermano de la priora María de Ayala muerta a su vez en 1505. En este mismo año el comendador solicitaba una licencia al provincial dominico fray Diego Madaleno para fundar una capellanía “en la capilla q. en el dicho monasterio tiene, donde están sepultados los señores sus padres e abuelos e parientes”[31]. Ya por esta fecha declaraba que su hija Constanza estaba fallecida y sepultada en este lugar y años después, en concreto en 1510, se recoge en un documento en que el albacea de doña Constanza, viuda de Íñigo de Mendoza señor de las villas de Colmenar y Valcornete, firma otro acuerdo con los mercedarios para establecer una capellanía con la carga de una misa rezada diaria y los jueves cantada en su capilla, y con una dotación anual de 18.000 mrs[32]. El acuerdo no había sido posible establecerle tiempo atrás por falta de medios, tal como se recoge en la escritura. En cuanto a los Silva, estaba claro que no tenían el enterramiento principal en la capilla hasta que una vez ganado el pleito incoado en 1566 la justicia dictara a favor de don Juan Gómez de Silva. En el muro de la epístola, es decir, en lugar de menor preeminencia, se hallaban enterrados los abuelos y padres del regidor, según el testimonio del mismo, Juan de Silva y Beatriz de Torres, y Jorge de Silva y Teresa de Guzmán respectivamente[33]. La relación de este linaje con el de los Ayala, debió realizarse a través de Mayor de Ayala, bisabuela de Juan Gómez y hermana de la priora Teresa de Ayala[34].
En cuanto a la capilla mayor que estaba bajo el patronazgo de los Ribera, tenía en la primera etapa una bóveda armada sobre un arco de ladrillo. En ella estaban las armas de esta familia y al pie del altar las sepulturas con sus bultos y una reja que la separaba del resto de la iglesia[35]. Fue la reforma de esta capilla en situación de ruina, la que motivó la reforma general del siglo XVI. Los Ribera estaban vinculados al monasterio desde su fundación. Aldonza de Ayala, otra hermana de la célebre Teresa, estaba desposada con el adelantado Per Afán de Ribera. Estos fueron los que en el primer cuarto del siglo XV, momento en que como se ha visto se alzaba la primitiva iglesia, adquirieron la capilla mayor como panteón familiar. Al menos esto se puede deducir del testamento de don Payo de Ribera, primer señor de Malpica, otorgado el 3 de abril de 1470, cuando al dotar una capellanía expresaba que quería ser sepultado en esa capilla mayor en donde estaban los cuerpos de sus antepasados[36]. Fue este caballero uno de los más preocupados en dotar este patronato entregando una casulla, un frontal de damasco para el altar y cáliz de plata con su patena. Además, mandó un lote de reliquias depositadas en caja con triple llave, caja que se guardaría en un altar entre la capilla mayor y la de Santo Tomás, conocido con el nombre de Altar de Prima y que se reformaría en el siglo XVII.
Otros enterramientos medievales[37]de la primitiva iglesia aseguran nuestra tesis. Entre ellos los que se hallan detrás del retablo de San Juan Bautista. Las dos laudas pertenecen, la más antigua a Martín de Guzmán, hijo de don Alonso de Guzmán y hermano de don Alvar Pérez de Guzmán, fallecido el 23 de febrero de 1490. La otra de bellísima factura, corresponde a su hijo Luis de Guzmán muerto el 13 de mayo de 1502. .La madre de Luis era Beatriz de Ribera, perteneciente al linaje de los señores de Malpica[38]. Don Martín de Guzmán era comendador de Montealegre de la Orden de Santiago y hermano de don Álvaro de Guzmán señor de Orgaz[39].
Otra noticia de una capilla en la iglesia nos aporta el testamento de Margarita Fernández, parroquiana de San Justo, que en 1516 solicitaba ser enterrada en la que poseía en nuestra iglesia el jurado Diego de Santa María. Esta señora era pariente o al menos tenía alguna relación familiar no especificada con el mayordomo de las monjas Francisco de Torres[40]
La función del coro fue la misma que hoy sigue teniendo desde su construcción. Los documentos confirman que los enterramientos que allí existen, son los que están en el coro y no en la iglesia. Así los de los infantes don Diego y don Sancho, o los de las prioras Teresa y María de Ayala, siempre se señala que están situados “en la mesilla del coro”. Aunque hubo reformas como la de Ana Duque a mediados del siglo XVI que modificaron en parte este espacio, en lo sustancial no sufrió alteración considerable . Como en otros conventos hispanos en la nave central se sepultaron las religiosas y otros parientes distinguidos de estas, protectores de la comunidad.
En 1427 esta primera iglesia mudéjar estaba finalizada y el Papa Martín V concede un breve al monasterio por el que otorga indulgencias para todos los que la visitaran hasta las segundas vísperas de la fiesta de santo Tomás de Aquino y dieran una limosna para su conservación[41].
Conforme va avanzando el siglo XV, va prosperando de forma paralela, como ya hemos apuntado líneas arriba, la perentoria obligación de expandirse y también la de consolidar las reformas e introducir mejoras en lo ya erigido. Un vasto plan de renovación se emprende durante el largo priorato de Catalina de Castilla[42](1447-1481). Una primera transformación se produce en el coro de la que no tenemos documentos. Nos refierimos a la fabricación de las puertas que ostentan las armas de esta priora[43]. Son cuatro batientes que mezclan elementos de la más pura tradición islámica (decoración de lacería) con otros de raigambre gótica , como son los blasones de la priora entre hojarasca de cardina. Aunque las dos puertas cuentan con yeserías[44], sólo la que esta a los pies de la nave de la Encarnación son de la misma época que los batientes, armonizando elementos islámicos y góticos, como son los ángeles que sustentan la cartela[45].
Tampoco existen documentos precisos sobre la construcción del claustro procesional, conocido como patio de la Mona[46]. Durante el periodo que habitó esta casa santa Beatriz de Silva en calidad de pisadera, cuentan los cronistas que contribuyó a levantar un claustro[47]. Estamos convencidos que este ámbito y las dependencias vecinas se levantaron en fechas posteriores a la primitiva iglesia. Esto lo confirma la limosna que por vía testamentaria (31 de marzo de 1444) dejaba sor Inés de Torres, monja en este convento junto a sus hermanas Constanza e Isabel. Luego de entregar muchos objetos para el culto, se daban 10.000 mrs. para acabar el “capítulo que estaba en la clausura de la comunidad”[48]. La sala capitular a la que se hace referencia hoy queda dentro de la zona ocupada por las comendadoras de Santiago. Existía aquí un magnífico púlpito, conocido por antiguas fotografías como la del P. Gómara[49]de traza mudéjar y se podía relacionar estilísticamente con el conservado en la iglesia de Santiago del Arrabal. El de santo Domingo debe fecharse poco antes de mediados del siglo XV. años en los que se estaba trabajando en la sala[50].
En 25 de mayo de 1486, siendo probablemente priora María de Guzmán, se realiza una reforma en la iglesia, que tuvo un montante final de 22.227 mrs. Participó un equipo completo de artífices entre los que destacamos al albañil Pero Díaz y el carpintero Juan de Baños. El trabajo debió afectar a toda la estructura del templo, empleándose los meses de verano e interrumpiéndose los días 29 y 30 de agosto por celebrarse en la capilla mayor las honras fúnebres de don Diego de Ribera. La escasa duración de los trabajos, de mayo a septiembre, y otras referencias como la compra de madera para los alfarjes nos indican que la reparación debió afectar sobre todo a las techumbres[51].
Durante 1493 se llevaron a cabo las obras del refectorio, que hoy queda en la zona ocupada por las comendadoras. Anejo al claustro de la Mona, la sala es de grandes proporciones y se cubre con un alfarje donde se reconocen algunos escudos como el de los Figueroa[52]. Pagó estas obras la procuradora Isabel Díaz de las Roelas con fondos de muy diversa procedencia. De esta forma la priora donó 2.094 mrs., el corregidor don Pedro de Castilla otros 2.000 mrs., y doña Guiomar de Sandoval devolvió cierta cantidad que el monasterio le había prestado y ahora se necesitaba. En las cuentas van desfilando los nombres de los trabajadores empleados como el solador Bartolomé Sánchez, el pedrero Pedro de Toledo, unos alarifes moros cuyos nombres se omiten que eran maestros carpinteros que hicieron las ventanas. La naturaleza de las labores fue muy variada, destacando la construcción del poyo que había de servir para el asiento de las religiosas, o la instalación de unas grandes mesas corridas y la pintura de las armas, suponemos que de la orden, sobre la puerta del refectorio[53].
El esfuerzo de la comunidad por completar las obras prosiguió en los primeros años del siglo XVI. Entre 1507 y 1508, siendo priora Leonor Ramírez de Ribera y su sucesora María de Guzmán, se construyen los portales que realizaron los operarios Diego Fernández, el solador Luis Fernández y el carpintero Ferrando de Saldaña “que labró las puertas doradas”[54]. La calidad de los tableros por el sobrenombre con los que se conocían, debía ser magnífica y se hicieron, como se indica en el documento, para la iglesia, y sustituyéndose con la reforma renacentista. También en 1507 está documentado el trabajo de Juan de la Puebla, que hizo la obra de carpintería del corredor dirigiendo un equipo de alarifes que levantaron los suelos alto y bajo de este lugar, así como un caramanchón. Esta referencia alude a la edificación de una de las galerías del patio del Moral, en donde en la actualidad se hallan las oficinas del Catastro y que estilísticamente corresponden a la última fase del gótico-mudéjar[55]. Al final de esta panda se estaba construyendo la sacristía, que aún existe y que se comunicaba con el coro a través de la nave de Santo Domingo. Gracias a estas cuentas conocemos de forma pormenorizada con se fue realizando el trabajo en esta zona del convento, una parte de las cuales se conoce con el nombre de Sala de Labor, aunque en nuestra opinión no fueron sino dormitorios y sala penitencial. Para construir el dormitorio se aprovecharon unas casas propias del convento “que decían de los mudos”[56]y que se habían comprado a Fernando y Francisco Ximénez. Fueron derribadas para labrar esta dependencia y la calle nueva (la actual de Buzones)[57]que se hubo de trazar en compensación con la apropiación que se hizo de la antigua[58]. Entre los artífices que se emplearon colaborando con Juan de la Puebla estaban el solador Hernando y otros alarifes como Francisco Flores o Pedro de Aguilar[59]. En relación con esta construcción tenemos la noticia de la venta en 1508 que hace el pedrero Luis Gómez, de una piedra de mármol blanco para hacer una grada de nueve pies de largo y dos pies de ancho[60]. A la par de estas labores se arreglaban las casas de los confesores situadas enfrente de la iglesia, con el mismo equipo de obreros (Juan de la Puebla, el solador Hernando o Pedro de Aguilar), más algún otro como Juan de Torralba, Peroth o Francisco del Valle. En estas dependencias se edificó un oratorio y una escalera, junto a otras reformas que alteraron la estructura interna de la vivienda[61].
En 1509 se reciben materiales proporcionados por Juan Crespo para la continuación de la empresa. Entre estos estaban clavos de saetino y de chilla para el corredor alto, clavos bellotes, remates, grapas y alguna cosa más. Además, se compró madera “tablas avilesas” a Martín Alonso de Cota, junto con un lote que ya estaba aserrado y pertenecía a Gil de Sigüenza[62] También se adquirieron doce vigas a las religiosas de Santa Clara que sirvieron para fabricar la portería. El yeso lo aportó Hernando de Ocaña, pagándose 7 rs. por carretada[63].
En las galerías del patio estaban trabajando en aquel momento Martín de Torres, el pedrero Juan de Jaén que ahondó el sótano de la sacristía y Juan de Vargas que labró una pililla de agua bendita y se puso en la puerta de aquella habitación. Al lado de estos se menciona a otro Torres diferente del anterior, al que se le llama pintor. Éste último se encarga de la decoración de las puertas de la “sala alta”. Otro pintor, un tal Pedrosa, entregó 73 varas de cinta de saetino por un importe de maravedí cada vara[64].
El 10 de abril de 1509, ante fray Diego Madaleno provincial de la Orden, se hicieron cuentas de lo gastado en la ya dilatada empresa. El encargado de presentarlas fue fray Lorenzo de Rates confesor del monasterio. Tras un recorrido general en los costes de manos y materiales, la minuta fue acepta y firmada por el jerarca[65]. Según se recoge en el Libro Becerro de 1507, se empleó la dote de doña Mencía Manrique, que montaba 250.000 mrs. para pagar el costo de los trabajos[66].
En 1513 la obra debía estar acabada o a punto de concluirse, ya que en este año se encargan al maestro Juan de Osorno las rejas para las ventanas de esta zona[67].
La conclusión del dormitorio común en la nueva galería del patio del Moral estaba de acuerdo con las exigencias establecidas a partir de la reforma de la observancia introducida en nuestro convento por María de Silva y Catalina de la Madre de Dios[68]. No obstante esta vuelta a las constituciones primitivas ocasionó varios problemas, de alguno de los cuales tenemos noticias. En 1522 la comunidad expone al Maestro de la Orden cómo Fernando de Silva había obtenido un Breve del Pontífice por el que obligaba a las dominicas a recibir para su crianza a Francisca de Zúñiga, hija de Gutierre de Guevara y Brianda Portocarrero, junto con dos doncellas para que la sirviesen. Aludían las madres en su súplica como en tiempo de la claustra, antes de la observancia, se tuvieron doncellas pero los prelados habían prohibido tal costumbre. A esto se unía, que desde que el convento tenía dormitorio común y general era imposible acondicionar espacios “para la buena crianza” de cualquier doncella. Por esta causa se solicitaba la protección y amparo del Maestro y se le rogaba hiciera saber al Pontífice los graves inconvenientes que podía originar su Breve[69]. Durante una etapa del siglo XVI, las antiguas celdas individuales quedaron en desuso, aunque esta normativa introducida a causa de la reforma, por otras noticias que poseemos, debió ser abandonada a finales de la misma centuria, pues en estos años se vuelven a reparar y construir celdas de grandes proporciones que daban cabida a la señora religiosa junto a algunas doncellas, en la mayoría de las ocasiones familiares que estaban cómo educandas, y a las sirvientas.
Ya hemos expuesto como las relaciones entre clarisas y dominicas tuvieron altibajos a lo largo de la historia. Quizás el momento más crítico se suscita en 1534, cuando a petición de las hijas de Santo Domingo el Juez Apostólico excomulga a las monjas del otro monasterio. La razón era el derribo de un lienzo de muro entre los dos edificios por el que se descubría buena parte de Santo Domingo el Real. Tras ser censuradas sin éxito, las dominicas presentaron una bula a su favor de Sixto IV por la que podían solicitar a las autoridades la excomunión de aquellos que les hicieran algún daño. Se ordenó que cesase el oficio divino en Santa Clara y el Juez solicitó la colaboración del corregidor Pedro de Navarra y el alcalde Pedro Moreno, para obligarlas a rehacer el muro[70]. Desconocemos el epílogo de este asunto, pero es previsible suponer que las clarisas debieron ceder ante la sanción impuesta y dejar las cosas como estaban antes de la demolición de la pared.
Aunque es asunto conocido debido a diferentes publicaciones, entre las que destaca de manera muy especial la dedicada a la arquitectura renacentista en Toledo de Fernando Marías[71], no podemos dejar la oportunidad de resumir los datos conocidos sobre la construcción de la actual iglesia, así como volver a estudiar la documentación ya manejada y exhumar otra nueva que completará las noticias que hasta ahora se tienen. A pesar de todas las reformas y restauraciones del templo, a mediados del siglo XVI su estructura debía evidenciar ruina, como declaraban varios testigos[72]. Incluso alguno de ellos, como el maestro de obras Agustín de Morales, llegaban a describir como la capilla mayor y el cuerpo de la construcción se hundían sin remedio[73].Esta necesidad movió a la priora Ana Duque[74]a solicitar trazas para una reedificación total. El plano de la iglesia, muy criticado en el pleito, sigue presentando en la actualidad muy serias dudas sobre su autoría. En ninguno de los escritos del proceso o de la construcción se menciona el nombre del arquitecto. Fernando Marías por eliminación estilística o por participación en el citado pleito, terminó por atribuir la autoría del diseño a Diego Velasco de Ávila[75]. Este artista, conocido fundamentalmente como escultor y del que se conserva un retablo en Santo Domingo, tiene una producción como arquitecto que carece de apoyo documental. No existen, o no se han encontrado, los contratos de la capilla de los Villaseca en Arcicollar, ni la de los Cernúsculo en Santa Isabel de los Reyes de Toledo, y por supuesto, de nuestra iglesia con su capilla de Santo Tomás. Es cierto que entre ellas existen coincidencias formales en el empleo de un vocabulario, sobre todo ornamental, de un manierismo romanista de elegante diseño, rastreable, como el mismo Marías apunta, en otras obras del entorno castellano-andaluz. Hay, además, en lo que se refiere a la iglesia otro problema que conviene aclarar. No sabemos con seguridad cuando se iniciaron las obras, pero suponemos que un par de años, o al menos uno, antes de 1565 en que se inicia el famoso litigio. La fecha nos plantea una duda más sobre Diego Velasco de Ávila Si este maestro había nacido hacia 1538, educándose con su padre, Diego Velasco de Ávila el Viejo, en el arte de la escultura, ¿cuál sería la razón por la que la priora Ana Duque le encargó las trazas teniendo en cuenta que como escultor llevaba muy pocos años trabajando y, probablemente, como arquitecto no tenía ninguna experiencia?. Nos asalta una duda razonable tras esta pregunta, y nos parece muy difícil de asumir que las monjas encargaran un proyecto tan importante a un maestro prácticamente desconocido en Toledo y que no llegaba a los treinta años. Esperemos que futuras investigaciones aporten la luz debida para esclarecer este interesante y espinoso asunto.
Coincidimos con el doctor Marías que parece seguro que ninguno de los arquitectos toledanos de aquel momento pudiera ser autor del proyecto. Algunos como Hernán González o Nicolás de Vergara participan por alguna de las partes del litigio, otros como Alonso de Covarrubias, que vivió hasta 1570, poseen un estilo totalmente diferente. Cabe la posibilidad que el diseño se hubiera dado años antes, por algún maestro que hubiera fallecido y por lo tanto no pudiera hacerse cargo de la edificación. Esta última tarea recayó sobre el maestro de obras Agustín de Morales[76], encargado siempre de defender la viabilidad de las discutidas trazas. Hay otra posibilidad que también debemos manejar, y es que la autoría del proyecto fuera de un arquitecto foráneo relacionado con la Orden por algún otro trabajo.
El primer proyecto presentado para la reforma del conjunto no pudo llevarse a la práctica, o al menos concluirse por los problemas que su construcción ocasionó. El cuerpo rectangular de la iglesia con sus tres capillas laterales en los lados menores bajo bóveda de cañón, que englobarían alguna de las antiguas como la de los Guzmán. Cubriendo el espacio central una monumental cúpula seudoelíptica (en realidad dos semicírculos unidos por tramos rectos), y apoyada en cuatro pechinas. La solución de la cabecera fue la que fraguó la disputa entre la comunidad y su priora Ana Duque con el regidor toledano Juan Gómez de Silva[77].
Según la rica información aportada en el pleito, y que resulta uno de los procesos más enconados de la historia del Santo Domingo, todo el problema se suscitó con la renovación del edificio, para lo que fue preciso derribar una de las paredes de la capilla de Santo Tomás y sacar los cuerpos de los predecesores de don Juan allí depositados.
¿Por qué se realizó la reforma?. Pues aunque ya hemos , en parte contestado a esta pregunta en las páginas interiores, es interesante insertar aquí la declaración de Francisco López de Utrera que el 11 de octubre de 1568 decía lo siguiente: “Dho monasterio hera muy antiguo y hedificado e dotado por los señores Reyes pasados e de caussa de su antigüedad la Iglesia avía venido a hundirse y hera muy estrecha e mal hedificada, según la suntuosidad y renta que el dho monesterio tenía que heran más de siete mil ducados cada año y en los días de fiesta o de sermones no cabía allí la gente para ver e oyr los dibinos oficios” . Ante esta situación, a las monjas no les quedó más remedio que renovar la iglesia con “otra traza e manera diferente de la que antes estaba e de anchuroso y suntuoso edificio en lo cual dho monesterio gastaría por lo menos más de seys mill ducados”[78]. Este testimonio valiosísimo, aparte de confirmar nuestra tesis sobre la antigua iglesia, nos aporta una somera descripción de su alzado que conviene tener en cuenta.
Una vez iniciada las obras frente a las cuales se puso, como quedó dicho, Agustín de Morales, maestro de albañilería y carpintería, fue necesario para adecuarse al proyecto, tomar un pedazo de la capilla de Santo Tomás y así poder conformar la cabecera. Según las religiosas este espacio no era propiedad de los Silva, y de hecho, este asunto fue el que motivó toda la demanda. Ya hemos expuesto como los enterramientos principales, así como algunas dotaciones correspondían a los Ayala, emparentados con estos Silva toledanos. No queremos alargar en exceso este punto, aunque si subrayamos que el pleito fue ganado por don Juan en Toledo y Valladolid, que sin duda presentó mejores y más convincentes testigos que las dominicas. Esto supuso la modificación de la cabecera, descentralizándola del eje principal del edificio, y conformándose por dos capillas desiguales. La mayor perteneciente a los Ribera donde fueron enterrados algunos de los más ilustres miembros del linaje como el obispo de Coria don Vasco de Ribera, cuya escultura funeraria se halla en una hornacina renacentista[79]. Este ámbito esta dominado por los blasones de la familia, ocupando el centro de la cúpula el de los Ribera, con sus fajas verdes y doradas. La arquitectura es de gran sobriedad, destacando los dos nichos laterales, en los que muy deterioradas, sobre los frontones partidos, descansan las figuras de las virtudes y en el centro los escudos de los difuntos. La cúpula es de planta elíptica y esta articulada y ornamentada con escayolas polícromas. En las pechinas entre ángeles tenantes se muestran los escudos de los Ribera-Figueroa, Barroso, Guzmán y Mendoza de la Vega, todos linajes entroncados con los señores de Malpica. Relacionado con una de estas estirpes es el escudo que aparece en el nicho de la epístola, en concreto con la de los Barroso. Algunos autores opinan que tal vez, pudiera ser el enterramiento de del obispo de Murcia don Pedro Gómez Barroso, fallecido en 1348[80].
El autor de la capilla mayor según Fernando Marías fue el del resto de la iglesia, es decir, el poco conocido Diego Velasco de Ávila, lo que resulta aún menos convincente. La razón fundamental de no aceptar la autoría se debe a las más que evidentes diferencias estilísticas entre este espacio y el resto del templo. Elías Tormo[81]señaló que la obra se podía atribuir a J.B. Monegro, lo cual también resulta difícil de aceptar pues por aquellos años el arquitecto apenas contaba con veinte años. Marías argumenta que el encasetonado del arco que comunica la capilla y el resto de la iglesia, son una huella del estilo de Velasco. Este motivo lo volvería a repetir en el arco de entrada de la capilla de Santo Tomás. La razón nos parece insuficiente, ya que es más seguro que los arquitectos, si hubo varios, debieron emplear algunos elementos formales comunes para intentar preservar de una cierta unidad al conjunto. También apunta el profesor Marías, al que no se le escapan las diferencias entre este espacio perteneciente a los Ribera y el resto del templo, que quizá. “ pudiera haberla retocado Diego de Alcántara, arquitecto que como veremos trabajó para las dominicas en la década de 1580” [82].
Por más que sean atractivos estos planteamientos, parece muy difícil explicar cuáles pudieron ser los “retoques” efectuados por Diego de Alcántara. De momento solo podemos apuntar que la obra estaba terminada en 1572, en el que monseñor Carlo Alessandrino legado en España, se otorga una carta de Indulgencia para todos aquellos que rezaran ante el altar mayor y en otros de la iglesia[83].
La última capilla construida fue la de Santo Tomás que ocasionó el citado enfrentamiento. Hemos hablado suficientemente sobre la antigua capilla, aunque hemos de precisar aquí algún otro dato de interés. Los primeros planos para la remodelación de templo preveían la ocupación de parte de este recinto, modificando su fisonomía. Así decía el alarife Eugenio Sánchez presentado por el regidor toledano, que “el testero de la dha capilla do estaba el altar que estava en redondo y lo an buelto en quadrado”[84]. Por parte del convento Agustín de Morales razonaba como su trabajo la había mejorado, pues no sólo la había dado forma cuadrada, sino que además, había levantado “dos encasamientos muy buenos... y para esto tiene gastado el convento más de dozientos ducados”[85] .Dicho queda que las autoridades terminaron por dar la razón a don Juan, lo cual supuso un desembolso extraordinario para la comunidad, a lo que se sumaba la modificación de toda la cabecera de la Iglesia. El autor de la capilla de Santo Tomás, parece ser Diego Velasco de Ávila, que sin duda labró el retablo y que, además, en lo que concierne a la arquitectura parece coincidir con la de la capilla de los Villaseca en la parroquia de Arcicollar[86]. En 1572 como explica Antonio Álvarez de Toledo, albacea de don Pedro de Silva[87](+ 1565) y de su esposa doña Isabel de Toledo (+1572), la capilla se estaba reedificando, por lo que las memorias dejadas por don Pedro debían esperar hasta que esta labor estuviera finalizada[88]. Hasta 1575 duraron los trabajos, concluyéndose en aquel año. No obstante en 1572 se llegó a un acuerdo entre la priora María de Ribera y don Juan Gómez, sobre la alternancia de las misas en las dos capillas del templo[89]. Velasco también ejecutó el retablo, labrando los paneles, policromando la madera, dorándola y estofándola, tal como reza el contrato[90]. La capilla se cerró en 1586 con una reja de madera, en la actualidad colocada en la del Cristo Redentor, del ensamblador Toribio González y de los pintores Diego de Aguilar y Juan Sánchez Dávila[91]. En 1589 don Juan estableció las constituciones para la capilla. Entre otras muchas cosas se dice cómo su esposa se llamaba doña Ana de Arellano, y cómo había reedificado y labrado este espacio[92].
El estilo marcadamente funerario de la de Santo Tomás, con empleo de mármoles de tonalidad oscura, recuerda a otros panteones tanto italianos como españoles. Destacan especialmente los dos arcos con enterramientos de gran sobriedad y armónica elegancia, en los cuales percibimos una fuerte influencia del manierismo clasicista romano. Un punto de contraste con la pureza de líneas lo ofrece por una parte el retablo y por otra la cúpula que apoya sobre pechinas donde lucen las armas de los Silva-Guzmán, Ayala-Barroso, Silva y Arellano-Mendoza. Toda la superficie interna de la bóveda está decorada con pinturas, hoy bastante perdidas, con una iconografía que alude a la fe y a la esperanza en la resurrección[93]. La iglesia se completó con la construcción de la fachada, para lo que se retomó el esquema de pórtico que probablemente pudiera tener el tempo primitivo. Los pórticos gótico-mudéjares no fueron exclusivos de la arquitectura civil. Aún perviven en parte el de Santa Clara la Real que podría guardar alguna similitud con el que en otro tiempo hubo en Santo Domingo. Ambos salvan la altura entre la calle y el templo, funcionando como un nártex que previene al fiel la entrada en un espacio sagrado. La actual fachada de Santo Domingo presenta idénticos problemas de atribución que el resto del edificio. Fernando Marías imputa la autoría, aunque con ciertas dudas a Diego Velasco, planteando la posibilidad de la intervención de Diego de Alcántara[94]. Martínez Caviró cree ver la mano de Hernán González[95].En las esbeltas columnas toscanas sobre plintos, en las que cargan trozos de entablamento que reciben el tejado que cubre el pórtico sobrevive en cierta manera, algo del lenguaje florentino del XV . La portada se distribuye en tres entradas, teniendo las laterales unas discretas molduras con el empleo de ménsulas inspiradas en Miguel Ángel (capilla Medicis en San Lorenzo de Florencia), que soportan un pequeño alero. Estas puertas recuerdan, además, a alguna de las civiles toledanas de la segunda mitad del siglo XVI. La central, mutilada hace tiempo con la pérdida de las esculturas, se compone de dos cuerpos. El inferior sitúa el vano entre columnas toscanas pareadas ligeramente avanzadas sobre la superficie del muro, soportando un friso con sus correspondientes triglifos y metopas. El segundo cuerpo, algo desproporcionado con respecto al bajo, queda reducido a dos hornacinas laterales y en el centro las armas reales acogidas por un águila que luce el toisón, teniendo a ambos lados las dos columnas con el lema Plus Ultra. Una cartela bajo el friso lleva esta inscripción en latín: VERE DOMINUS EST IN LOCO. En otra más sobre el águila se puede leer: DOMUS DEI.
El claustro de las procesiones, conocido bajo el nombre de Patio de la Mona, que como explicábamos debió construirse a finales del siglo XV, fue renovado en las postrimerías del quinientos. Tras la reforma de la iglesia, el antiguo patio debió parecer pobre, por lo que encargaron las trazas, en esta ocasión, a Diego de Alcántara en el año 1585. Era Alcántara entonces maestro de obras de la catedral y unos de los artistas más avanzados de la escuela local. El proyecto que presentó ofrece algunas notas originales como el pareado de columnas toscanas. Su óptica artística le hace renunciar al ornamento superfluo aproximándose, de manera personal, a los postulados escurialenses. Una nota de color lo ponía la rica azulejería que cubre frisos y altares esquineros, y que se conserva en parte. Esta labor cerámica fue contratada por Sebastián de Morales en 17 de febrero de 1587[96]. que fabricó una obra de excelente calidad artística bajo la supervisión de Alcántara, a quien se deben también, precisas indicaciones para esta labor[97]. Igualmente muy notable fue la obra de rejería encomendada a Juan de la Mar que debía seguir la traza dada por el citado Alcántara[98].
Aunque solo sea de pasada, y a falta de una documentación precisa, no queremos olvidar los tratadistas clásicos que se han interesado por la historia conventual. Estos siempre repitieron la noticia de la reforma del coro bajo el priorazgo de Ana Duque[99].El cronista de la Orden, obispo de Monopoli señaló a principios del siglo XVII, cómo labró la iglesia y el coro, y regaló múltiples objetos como el retablo, blandones de plata o el órgano. La obra de la iglesia se empezó siendo priora Ana Duque, y en lo que respecta a la del coro, se redujo a aspectos secundarios. No se modificó la vieja estructura de tres naves del recinto, solo se modificaron algunos aspectos como la introducción de la azulejería, la fabricación y colocación de la sillería coral[100], la construcción de la cantoría[101] y, por último, la labra del retablo que está fechado en 1552.
La tónica constructiva perduró durante una parte del siglo XVII. En 1612 se inicia la reforma del patio de la portería y las estancias vecinas. Las condiciones, muy extensas y pormenorizadas, fueron dadas por Juan Bautista Monegro a la sazón maestro de obras de la catedral primada. Entre estas estipulaciones estaba la construcción de un locutorio y sobre este unos dormitorios. Aún se conservan las dos jambas de cantería “de buena piedra de Las Ventas o de Sonseca”, así como el nicho de yeso donde se había de colocar “al señor Santo Domingo”. Persisten igualmente, los tres pares de puertas mencionados en el proyecto. Los aposentos internos que unían la puerta reglar con el corredor se habían de jaharrar y cubrirse con un solado de cierta calidad[102]. Los alarifes Juan de Orduña y García de León, fueron los encargados de llevar a la práctica este encargo[103]. El 5 de marzo de 1615 se contrata la obra de cantería del pasadizo del patio del Moral o de la Cervata. Suponemos que fue Monegro quién trazó en 1615 el pasadizo que atraviesa el patio del Moral. Este elemento arquitectónico, de sobria elegancia, tiene dos cuerpos. El inferior de piedra con columnas toscanas y arcos de medio punto; el superior con pies rectos de madera, conocido por las monjas con el sobrenombre de la Claustra. Los encargados de llevar adelante este proyecto fueron el aparejador del Alcázar, Andrés de Montoya, el arquitecto Toribio González y los maestros de cantería Miguel de Urreisti y Alonso de Encinas, contratando la obra de albañilería, de nuevo, Juan de Orduña. Juan Bautista Monegro aparece como fiador de todos ellos. Obligándose en la escritura a responder por la empresa contratada[104]. En las capitulaciones del acuerdo para la obra de cantería podemos leer algunas disposiciones de apreciable interés. Relativa a la calidad de la piedra, se especifica que los capiteles, dovelas y cornisas habían de ser de Las Ventas, y las columnas, basas y el resto de piezas podían ser de las canteras de Sonseca. Juan de Orduña por su parte, encargado de la obra, debería ahondar tres pies de fondo para colocar las 16 columnas. Se obligaba a modificar la puerta reglar para que coincidiera con el pasadizo, conservándose aún las dos entradas al patio del Moral. También hubo que mover la pila que terminó por situarse en el centro de la zona sur, aunque en el siglo XX fue situada en la zona norte del patio. Orduña se comprometía a trabajar a toda prisa, terminando para finales de junio de 1615[105]El pasadizo, como afirma Fernando Marías, fue reparado y ampliado en 1633 por Lorenzo Fernández de Salazar, que dio las trazas para reparar la techumbre y levantar el segundo piso al que hemos hecho alusión[106]. El contrato lo firmó fray Jerónimo Delgado, prior de San Pedro Mártir y vicario de Santo Domingo el Real, con la licencia del provincial fray Jacinto de la Plaza. Se hizo pregón de esta empresa desde el 1 de noviembre al 12 del mismo mes, sin obtener resultados, hasta que dicho día se contrataron la obra los maestros Pedro de la Casa, Alonso Díaz, Lucas del Valle y Pedro López[107].
A pesar de la riqueza patrimonial del monasterio y sus grandes ingresos, sobre todo durante el tercio central del XVII, sufrió la crisis económica generalizada en todo el reino[108]. Aún así, a las dominicas les quedaron ganas para levantar una nueva sacristía en 1642. Diego de Benavides corrió con la obra de albañilería y Pedro López Briceño con la de carpintería[109]. Por los datos que tenemos hemos de pensar que la sacristía a la que se refiere el contrato no debe ser la de la iglesia, sino la llamada “de dentro”, situada entre el patio del Moral y el coro. En la escritura se manifiesta como el procurador fray Nicolás Fernández y las monjas darían los materiales depositándolos en “el patio de la Cervata”[110]. Además de los dos maestros trabajarían seis peones, y la conclusión se alcanzaría el fin de mayo de ese mismo año.
Durante varios lustros los trabajos debieron reducirse a los de mantenimiento, pues las escuetas noticias que poseemos, reiteran de continuo pequeñas labores de retejado o reforzamiento de estructuras. De esta etapa conocemos el nombre de alguno de los alarifes que estuvieron al servicio de la comunidad. Entre ellos estaba Pedro López, al que se consideraba criado del convento, teniendo entre sus funciones la preservación de los edificios y el cuidado de las campanas[111].
A finales de este siglo, y posiblemente ante el deterioro evidente de la construcción, se emprenden obras de mayor calado. Entre estas se deben citar el rechapado de azulejos de los claustros, pagado el 25 de junio de 1689[112]. En el coro se cubrieron las faltas de solado y azulejería en 1691, y en 1696 se trabaja en la sacristía y en la media naranja de la capilla mayor. Finalizando el siglo, entre 1698 y 1700, se renuevan los terrados, pasadizo, corredores y tejados, así como un retejado general en 1699 que montó 4.121 rs. y 4 mrs.[113].
En los albores del XVIII la empresa más importante a la que se enfrenta el convento fue la construcción del nuevo retablo mayor de la iglesia. El 20 de octubre de 1703, la priora Ana María Portocarrero ordenaba el pago de la reforma del presbiterio, gradas, transparente, blanqueo de la sacristía y otros “parches” diferentes en esta zona[114]. Al desmontar el retablo antiguo hubo que acomodar el espacio que éste ocupaba para poder colocar el nuevo. Las obras continuaron en los meses posteriores, realizando la escalera de la sacristía que se pagó el 28 de diciembre de 1703 y permite el acceso al tabernáculo.
En 1742 las monjas elevan a Felipe V una petición de auxilio ya que el edificio amenazaba ruina, al menos en parte. La súplica había tenido su antecedente en 1651 cuando Felipe IV había concedido 4.000 ducados de vellón sobre las tercias de los obispados vacantes de las Indias para la obra y reparo del monasterio. La cantidad ofrecida no llegó nunca a completarse debido a las dificultades de la hacienda pública[115], por lo que las dominicas volvían a solicitar que se entregara el resto de la cantidad ofrecida que montaba 1.093.456 mrs.[116]. El 9 de marzo de este año, desde El Pardo se concedía por Real Cédula, los ducados que restaban sobre las vacantes de Nueva España y Perú[117]. Sin embargo, el pago no se efectuó de forma inmediata, y en 1751 y 1752 se elevan dos memoriales, en los que se volvía insistir sobre el cumplimiento de la Real Cedula, y aún se pedía una nueva limosna[118]. Tenemos un testimonio de primera mano sobre la situación del convento en 1756 redactado por el procurador fray Juan Moreno, que es muy significativo. Enunciaba el dominico que: “haviendo pasado mas de 105 años sin poderse hacer los precisos reparos, se hallava apuntalado por varias partes con el más notable desconsuelo de mirarse en la mayor aflicción, y sin tener recurso alguno para su remedio así por la antigüedad de las ruinas y las ocasionadas con este motivo, como por la total decadencia a que se hallan reducidas las rentas del Convº.”[119]Algo después se pedía que las necesidades fueran atendidas urgentemente a causa del estrago que podían ocasionar los citados daños, lo cual podía ser confirmado pues el rey había mandado al corregidor que asesorado por peritos comprobase cual era la auténtica situación. Los especialistas habían señalado, que el costo de la reedificación ascendía a 130.000 reales, reparándose la iglesia, el coro y otras oficinas que estaban apuntaladas. La valoración de los expertos fue hecho en 1752[120], y de este año al de 1756 climatológicamente había dominado una fuerte sequía que había empeorado, si cabe, el estado del edificio, ya que por falta de rentas no había sido reparado, conformándose únicamente con el cambio de puntales[121]. La peor parte de esta situación se la llevaba el coro, que en el memorial se le calificaba como “inhabitable”[122]. Fernando VI otorgó una limosna entregando 1.000 ducados de la tesorería del tabaco de la Ciudad Imperial[123]. Además, se dieron 32.160 reales cantidad que fue calculada por la administración como resto de los ya famosos 4.000 ducados[124].
En la segunda mitad del siglo aparecen vinculados al monasterio algunos maestros de los que vamos a dar noticia. Entre estos destacamos al carpintero José Martín que trabajó entre 1769 y 1785, los cerrajeros Luis Iglesias y Agustín Sánchez, y los maestros de obras Julián Sánchez Aguado[125], documentado entre 1769 y 1798, y Antonio González de Monroy que inició su labor en 1799 continuándola durante bastantes años del XIX. En esta etapa se restauró la enorme fachada de la Granja, conocida por la comunidad como las Vistas. En 1772 José Martín arregla todas las ventanas, así como los techos de las celdas y los espacios comunes de esta zona. El mismo año Sánchez Aguado compone los cimientos y solados[126]. También hay noticias de reformas en las celdas, de las que se modifican algunas estructuras. Estos cambios se suscitaban a veces por el fallecimiento de las monjas, como ocurrió en 1775 con la renovación de las habitaciones de sor María Antonia de Santa Rosa y de sor Teresa de Santa Gertrudis, fenecidas este año. En otras ocasiones por deseo de sus ocupantes o necesidad de reparación, como sucedió en la celda de doña Isabel Martínez, en la pared maestra del dormitorio alto o en la de doña Josefa Otamendi, todo ello en 1776.
En 1775 Carlos III por Real Cédula decreta un reglamento completísimo para regir la vida conventual. En él se precisan gastos, raciones, salarios y otras providencias, entre los que están el destinado al mantenimiento del edificio. Se fijaba en 6.000 reales anuales la cantidad que se podía emplear para mantener en pie la casa más otros 4.810 destinados a las obras de las otras propiedades monásticas. Se entendía que estos fondos irían destinados solo a reparos y no a obras mayores, para lo cual había que pedir permiso[127]. Aunque las monjas aceptaron la Real Cédula, no por eso no dejaron de expresar de forma respetuosa algunas objeciones. Según ellas la fábrica material del convento era tan antigua que, como venimos viendo, precisaba bastante reparo. Se volvía a presentar el reconocimiento del edificio efectuado por el maestro arquitecto Francisco Jiménez Revenga (1752)[128], aseverando que de su declaración en la me mencionaban las obras necesarias, éstas aún no se habían ejecutado por carencia de fondos. No obstante, quedaba claro que tales obras eran urgentes y precisas, por lo que el rey, como patrono les prorrogó la gracia de las 700 fanegas de trigo anuales en las Tercias de Ocaña durante algunos años más para que se llevaran a efecto[129].
La primera referencia a la construcción del Corito, es decir, la estancia situada en el muro de la epístola de la capilla mayor que comunicaba con esta a través de una ventana hoy cegada, pues está habitación está en la zona que ocupan las comendadoras, se remonta a 1776. Desde septiembre de este año se empiezan a acumular materiales como cal, yeso blanco y moreno, traído desde localidades como Villaluenga de la Sagra. No sabemos quien realizó las trazas, pero Julián Sánchez Agudo maestro de obras y José Martín que lo era de carpintería, estuvieron al frente. La construcción se llevó a cabo entre los años 1777 a 1779, ralentizándose en varias ocasiones debido, sobre todo, a la falta de suministros. Así el 7 de diciembre de 1778, Alfonso de Ureña, vecino de Colmenar de Oreja, se excusaba ante la comunidad por no haber enviado la madera de Cuenca, ya que no la había encontrado de las medidas que solicitaban y la que había enviado “se había ahogado en el Tajo”. Como contraprestación, Ureña se comprometía a mandar diez o doce carros para la víspera de Navidad[130]. La sala se terminó el 16 de octubre de 1779, habiendo llegado a trabajar en ella 16 obreros[131].
En este mismo año 79 las dominicas se enfrentaron a otras labores, alguna de las cuáles, por desgracia, han llegado a nuestros días. Una de ellas desfiguró el bello patio de la Mona, con el cierre de los vanos del claustro superior, de lo que se encargó el mismo Julián Sánchez[132]. Un año después hubo que desescombrar la pared maestra que separaba su edificio del de los mercedarios. Se había hundido a principios de 1779 “por ser de mala fábrica”, y a causa de las lluvias caídas en ese momento. Se ejecutó una nueva de mejores materiales acabándola Sánchez Agudo y diez obreros en febrero de 1780 por 3.150 reales[133].
Corría 1798 cuando las religiosas deciden realizar una “obra grande”, que es como se denomina en la documentación, de la que se encargaría, una vez más, Julián Sánchez. En esta llegaron a trabajar con el maestro otros 16 albañiles, estando ocupados entre el 12 de febrero y el 30 de diciembre, con un montante final de 23.709 reales[134].Lo que ignoramos, por no precisarse en ningún sitio, es en qué consistió semejante “obra grande”, entendiendo que debía ser mucho más que un simple retejo o adecentamiento de celdas. Se usó madera de la serranía conquense, como era lo habitual, suministrada por Francisco Antonio Ardid en tres cargamentos a lo largo de ese año[135]. Puede que se repararan todas aquellas estancias que durante mucho tiempo habían estado apuntaladas, como era el caso del coro y otras oficinas.
En 1799 entra como maestro de obras en el convento Antonio González Monroy, seguramente por fallecimiento de Sánchez Agudo. Monroy sería un alarife con continuos encargos durante el primer tercio del XIX, siendo también, maestro de otras comunidades monásticas toledanas como la de San Clemente[136]. Para Santo Domingo las obras de mayor interés realizadas por éste se centran en los primeros años del XIX, como fue la reparación del murallón en 1802 o el trastejo general de 1803 que importó 11.873 rs. y 24 mrs.[137]. Un año después debió acometerse una intervención de urgencia a causa del deterioro de una parte del edificio. En esta ocasión se precisó una notable cantidad de pino, usado por el maestro carpintero Fernando Montero para apuntalar la zona dañada[138].
A partir de 1808 las referencias que poseemos son escasas y casi siempre de muy poca monta. Hay que esperar al fin de la ocupación francesa para hallar alguna de interés. En 1814 el carpintero Juan de Arellano restaura en la puerta de la iglesia los santos de las hornacinas[139].
Estas tímidas reformas no fueron suficientes para resistir el quebranto general del monasterio. Se trataban, sencillamente, de remiendos y chapuzas sin un plan director general. Por ejemplo, en 1823 uno de los claustros se hundía y los trabajos se limitaron a intentar que el daño no repercutiera en el resto de la casa[140]. Anecdótico resulta igualmente el trabajo de pintura en cargado a Francisco Cifuentes que en 1823 daba color a la fachada de la plazuela de la Iglesia y a la que miraba a la Vega, además, de pintar la cocina, patios y patinillos, todo ello por 2.270 reales[141].
Hasta el año de la Desamortización (1836) se realizaron algunas labores necesarias, como la construcción de la canal maestra en 1827, que se encomendó a Monroy, que ya por aquel entonces ostentaba el título de “maestro de obras aprobado por la Real Academia de San Fernando”. En 1829 se levantó la nueva muralla y las habitaciones que estaban sobre aquella con un coste total de 13.809 reales[142].
El resto del siglo XIX se caracteriza por la escasez de faenas. Solo mencionamos por ser visualmente muy significativa la desinstalación de la silla priora y apertura de una puerta en el coro. Todo esto como se leía en una inscripción, bajo el priorato de doña Justa Rodríguez en 1856. Durante el siglo XX todas las empresas se han caracterizado por el mantenimiento de las estructuras y algunas reformas internas para modernizar, según las necesidades de la comunidad, algunos de los ámbitos. Quizá la labor más relevante emprendida por el Ministerio de Hacienda ha sido la restauración integral de la crujía gótico-mudéjar y las salas anejas del Patio del Moral a partir de 1990.