Una vez leí algo escrito por una religiosa que había cambiado un colegio elitista por un barrio pobre en misiones. Ella decía que vivía en un hotel de mil estrellas, que eran las que se veían desde el ventanuco de la única habitación de la casa.
Siempre me ha hecho pensar esto, pues cuando veo las estrellas me acuerdo del hotel. La vida de una monja contemplativa no está reducida a cuatro paredes, aunque en realidad son muchas más, pues lo que sí tiene un monasterio es amplitud. No, nuestra vida trasciende los muros en los que vivimos.
Desde mi celda se ven mil estrellas, pero la visión es mucho más extensa desde los espacios abiertos que tiene el monasterio. Desde algunos puntos se puede ver amanecer en una época del año y atardecer en otra. Es una panorámica amplia que aplicada al sentido y proyección de la vida contemplativa hace de ésta una vida activa en cuanto al sentido de nuestra consagración. Nuestra vida no es sólo para nosotras, sino que la vivimos en función de los demás como un don que Dios nos concede para ser una especie de foco en el alma de la Iglesia. Nosotras no administramos sacramentos, no predicamos, no cuidamos enfermos, ni educamos a niños y jóvenes, no ayudamos al mundo obrero o universitario. Nuestra vida es como la pequeña lámpara de un proyector, insignificante, pero que amplía hasta lo impensable la imagen de Dios.
Para que esto ocurra, vivimos en el mundo, pero fuera del mundo. Nos interesan los temas que preocupan a los hombres, intentamos conocerlos a través de los medios de comunicación social y todas esas preocupaciones las llevamos a la oración. Nuestra vida no se presta al testimonio, nadie se fija en la lámpara del proyector, ni tan siquiera en el proyector, solo en la película que se está pasando.
Lo que sí es cierto es que en este mundo en que solo importa los valores materiales, que no se preocupa nadie por la persona en sí, somos una especie de baluarte, de salvaguarda de la vida religiosa y humana. Un poco lo que fueron los monasterios en la Edad Media, pero en otro sentido. Aquellos salvaron la cultura y nosotras quizá salvemos ahora la vida misma y su sentido.
Vivir en un monasterio que tiene varios cientos de años hace sentir la continuidad entre el pasado y el presente y también se mira al futuro. ¿Qué será de tanto monasterio como hay si faltan las vocaciones? No importa, no vivimos para nosotras mismas, vivimos para Dios y para los hombres. Vivir el momento presente con alegría, dar gracias a Dios por los tiempos pasados y sobre todo tener esperanza en el porvenir. Sería esto lo que podemos transmitir a través de nuestros altos muros, nuestras rejas, nuestras ausencias de tantos acontecimientos sociales y también familiares, pues siempre somos “las ausentes” para nuestra familia, aunque ellos bien saben que siempre estamos presentes.
Tenemos que saber ser focos de paz, de espiritualidad. Ser el contrapunto del mundo y sostenerlo. Estos tiempos difíciles pasarán y ocurrirá lo que en la Edad Media, se recogerá de los monasterios la vida que quedó como olvidada. Impresionó oír a Juan Pablo II en Santiago de Compostela ese grito a Europa cuando le dijo: “Europa, sé tu misma”. Eso mismo nos dice Dios a nosotras monjas dominicas, “Sed vosotras mismas”.No importa lo que ocurra, no importa la falta de personal, las enfermedades, las situaciones que vivimos cada día. Nuestra vida es proyectar el amor de Dios, ser potentes con nuestra luz y que ésta llegue a todos los hombres. Es difícil y parece una quimera, pero no es imposible. Es nuestra misión, nuestra vida que se ofrece para Dios y ser un testimonio de vida.
Esto podría ser un modo de contacto con la sociedad, que ésta se acercara a nuestros viejos monasterios. Muchos son los que ofrecen servicios en cuanto a hospederías, atención espiritual y vocacional. Quizá esto suponga renunciar un poco a nuestra comodidad y no vivir solo para nosotras, sino estar abiertas a tantas personas que necesitan consuelo y apoyo en muchas circunstancias de su vida. Sería compartir nuestra liturgia y así sería un medio de que ésta se enriqueciera. Son retos que tenemos las contemplativas y que tendremos que afrontar para que nuestra lámpara no esté debajo de la mesa y alumbre así nuestra luz a los hombres.
Sor María Jesús Galán, OP