Fr. Bernardo Sastre: “Ponernos al servicio de la humanidad de cada época para así poderle ser útil”
Entrevista a un novicio dominico en la Jornada de la Vida Consagrada
En la Jornada de la Vida Consagrada conversamos con fray Bernardo Sastre Zamora, novicio de la Orden de Predicadores. Tiene 24 años. En Valladolid, su tierra natal, terminó la carrera de Física. También es músico. El curso pasado hizo el prenoviciado en Madrid. Ahora reside en Sevilla haciendo el noviciado para prepararse como fraile dominico. Es un joven inteligente y muy alegre.
P.— ¿Ser joven y optar por la vida consagrada hoy en día no es un poco raro?
Tampoco se trata de ir a contracorriente, pero sí de ser fiel a los propios principios
R.— ¡Lo cierto es que sí! La sociedad de hoy en día nos hace un montón de ofertas, pero no es lo habitual que aparezcan anuncios en la prensa para cubrir «plazas vacantes» en un convento… [Risas]. También es verdad que, aunque sociológicamente no seamos un caso tan común, a veces nos encontramos con algunas sorpresas: ahí está, por ejemplo, la reciente noticia de Philip Mulryne, que ha pasado de ser jugador del Manchester United ¡a fraile dominico! En cualquier caso, creo que cada persona tiene que emprender el camino por el que se sienta llamado, independientemente de las tendencias sociales o modas de cada momento cultural: tampoco se trata de ir a contracorriente, pero sí de ser fiel a los propios principios, valores, cualidades personales, etc. Concretamente, en la vocación religiosa (aunque no exclusivamente), esta fidelidad se da principalmente hacia un llamamiento, al que intentamos responder con nuestra propia vida; esta llamada vocacional la hemos ido sintiendo y confirmando a lo largo de diversas experiencias de la propia historia personal, ligadas a personas, lugares, circunstancias, acontecimientos, etc. Cristo no te va a llamar por teléfono… pero sí que, respetando al máximo tu libertad, va «hablándote» a través de todos estos elementos.
P.— ¿Qué te atrae de este modo de vida?
R.— Una de las cosas que me llama la atención es la cantidad de tiempo que lleva existiendo en la vida de la Iglesia (¡desde el siglo IV!), pero también es interesante la variedad que hay de institutos de vida consagrada: todos tienen una identidad y carisma propios, pero en conjunto son capaces de ir cubriendo, en la medida de lo posible, las necesidades de cada etapa social y eclesial. Y esta es también otra atractiva característica de la vida consagrada: la misión, es decir, ponernos al servicio de la humanidad de cada época para así poderle ser útil (cada institución, con sus recursos y especificaciones, trabajando al fin y al cabo en misión conjunta como Iglesia). Otro elemento que me atrae mucho es la vida comunitaria: ¿cómo es que personas tan distintas, de diferentes edades, procedencias, incluso culturas, son capaces no solo de vivir en el mismo sitio, sino de convivir en fraternidad? En general, en las comunidades religiosas puede reconocerse cierta armonía interna, algo que nos sostiene… ¡Esto solo puede ser obra del Espíritu!
P.— ¿Crees que puedes encontrar la felicidad dentro de la vida consagrada?
R.— En el mundo actual (al igual que en otras épocas) se dan diversas maneras de comprender la felicidad, pero desde la experiencia propia puedo decir que soy feliz en este nuevo camino que acabo de empezar, más allá de los vaivenes de cada día; estoy convencido de que la felicidad es más un estado vital que un conjunto de alegrías sucesivas. Al final lo que merece la pena en esta vida conlleva esfuerzo y compromiso personales, lo cual incluye tanto momentos de satisfacción como de crisis o desesperanza… Pero no debemos olvidar que, desde una óptica creyente, la felicidad se encuentra en Dios; buscamos a Dios sabiendo que en él se halla la plenitud de lo humano. Por eso mi respuesta vocacional no se concreta solo en un plano teórico, sino también en uno práctico: ¿la llamada que he recibido es en particular a la vida religiosa?, ¿o (solo) al sacerdocio?, ¿o a un laicado comprometido? Son algunos de tantos interrogantes que afectan a nuestro mundo interior, y que en el día a día tratamos de ir respondiendo, especificando… viviendo, en definitiva. Este proceso de discernimiento en el que actualmente me hallo, el noviciado, no siempre resulta fácil, pues se trata de ir afianzando elecciones que se dan entre realidades buenas, no entre una cosa buena y otra mala (por ejemplo, ¿vida en comunidad o formación de una familia?), pero al fin y al cabo ese es el objetivo de tal período: ir discerniendo y consolidando la propia respuesta personal. Seamos más o menos conscientes de ello, al final todas las personas tenemos una vocación (que puede irse manifestando incluso en detalles aparentemente menos significativos, como la elección de una carrera universitaria), e irla descubriendo y viviendo en plenitud es lo que nos hace sentir más satisfechos y mejor «situados» en la vida.
P.— ¿Por qué la Orden de Predicadores?
Me encanta que la Orden haya dado desde el principio tanta importancia a la ciencia y la razón
R.— La Orden de Predicadores lleva siglos dando testimonio de su carisma y misión en el mundo, de lo cual me atraen especialmente dos aspectos: el estudio y la predicación. Por un lado, el estudio, porque me ha cautivado desde siempre: poder formar parte de la búsqueda de la verdad de las cosas a través del estudio (que tiene por base los libros, pero no solo) es una empresa fascinante. Además, me encanta que la Orden haya dado desde el principio tanta importancia a la ciencia y la razón como medios de profundización en la creación y su Creador. Por otro lado, la predicación, porque creo en el poder de la palabra para transformar la realidad a mejor (empezando por el interior de uno mismo); en especial, en la fuerza de la palabra de Dios, transmitida con sinceridad y cercanía. Del carisma dominicano también es interesante lo que llaman la «síntesis de contrarios»: el hecho de que nuestra vida como frailes dominicos esté sostenida por elementos aparentemente contradictorios (como vida contemplativa/activa, libertad/obediencia, perfección de la llamada/imperfección de nuestras limitaciones, comunidad/misión, etc.), que, sin embargo, guardan entre sí una sutil pero efectiva armonía.