Nov
Evangelio del día
“ Levántate, vete; tu fe te ha salvado ”
San León I Magno
Papa de la iglesia católica desde el 440 al 461. Es uno de los padres y doctores mayores de la Iglesia latina. Durante su pontificado se celebró, en 451, el Concilio de Calcedonia que proclamó la divinidad y la humanidad de Cristo
Un Papa para la cristología
León I el Grande, o Magno, diácono de la Iglesia de Roma bajo Celestino I (422-32) y Sixto III (432-40), elegido pontífice en el año 440, justo cuando ejercía de legado pontificio en Galia, intrépido salvador de Italia frente a la crueldad de Atila (452) y de Genserico (455), es uno de los padres y doctores mayores de la Iglesia latina. Su pontificado abarcó los años 440-61. Nacido probablemente en Roma a finales del siglo IV, tampoco debe ser desechado sin más el posible origen toscano. Su célebre Carta Dogmática a Flaviano (Ep. 28), en la cuestión eutiquiana (13 de junio de 449), es fundamental para la cristología, y a ella se debe el triunfo de la ortodoxia en el Concilio de Calcedonia (451), donde el documento fue acogido al grito de «Pedro ha hablado por boca de León». Especial interés revisten los Sermones, luminosos de forma, profundos por contenido, espléndidos de belleza latina, con estilo pontifical, si bien inferiores en genialidad a los de San Agustín y en facundia a los de San Ambrosio.
Si Gregorio Magno es el papa vuelto hacia el futuro, León Magno representa, más bien, el remate de un proceso, la celebrada y airosa cumbre de un período histórico a punto de terminar. Al adjudicarle el título de Magno se ha querido honrar en él más al heredero y ejecutor que al intuitivo e inspirador. Obispo de Roma durante los difíciles momentos de las invasiones bárbaras, impuso ortodoxia y disciplina en la vida de la comunidad cristiana, y con la predicación trató de inculcar a los fieles el profundo mensaje de la vida bautismal. Combatió la herejía, organizó la liturgia, embelleció las basílicas, renovó la vida monástica. En cuanto metropolita de Italia centro-meridional, primado de Italia septentrional y patriarca de Occidente tampoco descuidó los sínodos romanos, ni la comunión eclesiástica con los otros obispos de Italia a la hora, ya de la lucha contra el pelagianismo y el maniqueísmo, ya de la recepción de la fe de Calcedonia.
Nunca se desentendió de lo político, tal y como la situación de la Iglesia imperial de entonces exigía. Un vivo concepto de la dignidad y de la autoridad presidió siempre su hacer pontifical, requiriendo, por supuesto, que le fuera reconocida su alta misión al servicio de toda la Iglesia, aunque sin olvidar nunca la humilitas, o sea, su dependencia absoluta de Cristo, verdadero Señor de la Iglesia. Intransigente con el error en la fe y con la indisciplina, supo en cambio comprender y estar siempre dispuesto y disponible a la recuperación de los desviados. Para tan prudente moderación y cordura de espíritu, especialmente sobre el plano dogmático, le habían dispuesto la vasta cultura acumulada con el paso de los años, el profundo conocimiento jurídico que le venía de atrás y la buena formación retórica contraída en su habitual recurso a los clásicos. Con proverbial optimismo cristiano en el ser y en el quehacer, convencido como estaba de que el Señor jamás abandona a su Iglesia, persuadido de ser guiado por Cristo presente en Pedro, resulta casi lógico que defendiera las antedichas tesis primaciales.
Es la suya, sin duda, teología más bien tradicional. No brilla por reflexiones originales en torno a la fe cristiana, por ejemplo. Despliega sobre todo una pastoral común, pero él mismo es consciente de que, al defender la ortodoxia, contribuye a implantar la concordia en la cristiandad. Propenso a cierto método exegético, desarrollado sobre todo por San Agustín, con las predicaciones litúrgicas sabe conducir a sus fieles, de la realidad histórica (ordo rerum) de la vida de Jesús a una inteligencia más profunda, y a la ejemplaridad de unos hechos (gesta) efectuados de una vez y para siempre. En cuanto a su cristocentrismo, por una parte defiende con energía el dogma del único Cristo en dos naturalezas, tesis fundamental de Calcedonia, y de modo particular la encarnación, mientras que, por otra, no deja de hablar de Cristo, Señor y Salvador.
El aspecto kerigmático es, a pesar de lo dicho, más importante. Destaca sin cesar la presencia de Cristo en la comunidad cristiana, y muy concretamente en la Iglesia de Roma. Para las prerrogativas de la sede apostólica recurre a la nomenclatura política, donde es buen exponente de la transposición del concepto político de Roma aeterna, caput orbis terrarum (Roma eterna, cabeza del orbe terráqueo) en el cristiano Urbs sancta. La colaboración papa-emperador se impone teniendo en cuenta que Cristo es el Señor, ya de la Iglesia, ya del Imperio. De ahí que, según él, no sólo la salvación de las almas, sino también la salus rei publicae, derivada de la pax christiana, provienen y se fundan en la encarnación de Dios. Teología política la de León Magno, en resumen, heredada de Eusebio de Cesarea, muy discutida y problematizada hoy día en sus líneas generales, es verdad, pero cuya principal intención fue, a la postre, ciertamente religiosa.
Pedro Langa, O.S.A.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.