May
Evangelio del día
“ El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna ”
San Juan de Ávila
Presbítero, patrono del clero secular Español, puso en marcha un programa de reforma para que los sacerdotes tuvieran una mayor formación teológica y espiritual, poniendo en práctica las directrices marcada por el Concilio de Trento.
Una obra de Dios
[...] Es Dios quien hace los santos y en aquel siglo, especialmente en España fue, especialmente generoso, pues solamente entre los canonizados nos encontramos con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, con San Ignacio, San Francisco Javier y San Francisco de Borja, con Santo Tomás de Villanueva, San Pedro de Alcántara, San Luis Bertrán, San Diego de Alcalá. No pocos de ellos conocieron y veneraron a Juan de Ávila. A todos y a cada uno los llevó Dios por senderos distintos, aunque todos desembocaban en una misma meta: la santidad, es cierto que con irisaciones de diversos colores.
Y a Juan de Ávila le hizo «Maestro ejemplar para su pueblo. Para el pueblo de Dios, que no se contrapone a la jerarquía, sino que la incluye, porque hasta los pastores, como diría San Agustín, también son ovejas, son cristianos con los demás cristianos, necesitados de fe, esperanza y caridad. Y ese misterioso título de maestro que le acompañó siempre, no es un mero título académico, sino un reconocimiento unánime de un magisterio que iluminaba con sus luces a papas, obispos, concilio, sacerdotes y cristianos, escogidos o humildes miembros de aquellas masas que por esos pueblos de Andalucía y Extremadura escucharon su palabra encendida. Maestro viviente de sus coetáneos, y también de las generaciones siguientes a través de sus escritos, tan apreciados por San Francisco de Sales, por el cardenal Berulle, por San Antonio María Claret, por el cartujo Molina.
Y ¿de qué mimbres se hizo Dios un santo y maestro? De un hijo único de familia acomodada, nacido en Almodóvar del Campo; de un estudiante de Leyes en Salamanca o de Artes y Teología en Alcalá; de su misacantano, ya sin padres, que repartió sus bienes a los pobres (1526); de un misionero frustrado de América, que no pudo acompañar al obispo Garcés acaso por razones de raza; de un hombre que inició su pre-dicación en Sevilla y por unas frases audaces tuvo que habérselas con la Inquisición. No solamente salió indemne de aquella prueba, sino que de aquellos meses de cárcel salió enriquecido con una comprensión del misterio de Cristo, que será nota distintiva de su espíritu. Dios y la vida misma fueron marcando su sendero, un sendero en alguna manera atípico: su preparación universitaria parecía encaminarlo al episcopado, a alguna prebenda catedralicia, a alguna cátedra universitaria, a una parroquia importante. Nada de ello conformará su vida; o porque no le llegó, o porque lo excluyó personalmente. Si quisiéramos definirla, no podríamos hacerlo mejor que recordando el tan lacónico cuanto expresivo epitafio de su tumba: Messor eram. Fue un segador, en el sentido evangélico de la palabra. Y aun me atrevería a decir que más propiamente fue un sembrador. Exiit qui seminat seminare semen suum. Salió el sembrador a sembrar su semilla (Mt 13, 4). Su sementera comenzó en Sevilla (1528), siguió en Córdoba (1535), Granada (1536, 1539), Priego (1547), etc. A lo largo de estos años fundó tres colegios mayores universitarios y once menores. El de Baeza se transformó en universidad (1542); podría añadir, que en el primer Instituto de Pastoral. A punto estuvo de entrar en la Compañía de Jesús, donde iba a ser recibido como «arca del Testamento». Si lo hubiera hecho acaso no habría tenido que esperar cuatro siglos para alcanzar la gloria de la canonización. Pero no fue así, sino que, ya achacoso y enfermo, se retiró a esta Montilla, para aquí consumir sus últimos años, morir y ser sepultado (1554-1569).
Hombre de palabra
Su semilla, su único tesoro, era su palabra, una palabra saturada de meditación bíblica y caldeada en la oración, de la que salía «templado» para subir al púlpito. Predicó en ocasiones solemnes y en catedrales, y mucho más en templos rurales y en plazas. Sus sermones son ricos en doctrina, y al mismo tiempo realistas y acomodados al pueblo que le escucha. Instruye, persuade y conmueve, reprocha amorosamente el vicio de jurar, la explotación de los pobres, las injusticias de jueces y alcaldes, las deficiencias populares, los descuidos de los responsables de las familias, la ignorancia religiosa, etc. El año litúrgico con sus tiempos y fiestas (Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés, Corpus Christi, fiestas marianas o del santoral) le presta el marco para sus sermones. En ellos resuenan las verdades fundamentales, la redención, el misterio de Cristo, la gracia y el pecado, la conversión, etc., y cuando se dirige a sacerdotes, la vocación, el cumplimiento de los deberes pastorales, el ejemplo, la celebración eucarística, el celo pastoral.
Tiene el más alto concepto de la predicación, el misterioso ministerio de la palabra, «el medio para engendrar y criar hijos espirituales. «Faltando éste —dice—, qué bien puede haber sino al que vemos; que en tierras donde falta la Palabra de Dios —y de esto debía saber no poco por experiencia— apenas hay rastro de cristiandad». Se adelanta al Tridentino y sigue entre otros a Erasmo al asentar que la predicación personal es el deber principal de los obispos. Y en lógica consecuencia buscará los medios de formar predicadores según su espíritu, así corno confesores: dos pilares del ministerio sacerdotal en los que debiéramos pensar.
«Maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico». El texto litúrgico parece disociar y acumular estos dos conceptos fundamentales del magisterio de Ávila. ¿Puede en un sacerdote darse santidad de vida sin celo apostólico, o celo apostólico sin santidad de vida? Juan de Ávila cree lo que dice y vive de ello; y dice lo que cree y tiene arraigado en su espíritu. Aun sin el color personal de sus afirmaciones, sus escritos segregan convicción profunda, autenticidad, no hábiles juegos literarios, llenos de erudición, pero desprovistos de ese quid misterioso que convierte en sacramentales los escritos de los santos. «Predicador evangélico», lo llama a boca llena fray Luis de Granda en su deliciosa biografía de San Juan de Ávila (Vida del padre maestro Juan de Ávila. Edibesa, Madrid, 2000), «y limpio espejo de las propiedades y condiciones que ha de tener el que usa este oficio». Lo dice él, que algún tiempo compartió «una misma casa y mesa» y notó de cerca 'sus virtudes, el estilo y manera de su vida». La santidad del pastor, que es amor de Dios y amor de sus ovejas, se transforma necesariamente en celo apostólico. A propósito de su «amor entrañable a todos» dice fray Luis de Granada, que «cada uno pensaba que era el más privado de todos o singularmente amado. Porque así amaba a todos como si para cada uno tuviera un corazón, lo cual es propio del amor que se funda en Dios. [...]
Santos y sabios sacerdotes
El primer Memorial enviado al Concilio de Trento (1551) con lógica implacable y hondo realismo señala la meta de sus anhelos en punto a reforma. «Lo que este santo concilio pretende es el bien y reformación de la Iglesia. Y para este fin, también consta que el remedio es la reformación de los ministros de ella. Y como éste sea el medio de este bien que se pretende, se sigue que todo el negocio de este santo concilio ha de ser dar orden cómo estos ministros sean tales como oficio tan alto requiere. Pues sea ésta la conclusión: que se dé orden y manera para educarlos que sean tales; y que es menester tomar el negocio de más atrás y tener por cosa muy cierta que, si quiere la Iglesia tener buenos ministros, que conviene hacedlos; y si quiere tener gozo de buenos médicos de las almas, ha de tener a su cargo de los criar tales y tomar el trabajo de ello. Y si no, no alcanzará lo que desea», Y líneas más tarde recalca la conclusión apuntada, sin duda ni escrúpulo: «Si la Iglesia quiere buenos ministros, ha de proveer que haya educación de ellos, porque esperarlos de otra manera es gran necedad». Así de claro y contundente habla San Juan de Ávila al Concilio.
Esperaba que el Concilio diese orden de cómo los sacerdotes fuesen tales como su ministerio requería. Mas, dar orden era mucho más que dar órdenes. El Concilio, los concilios anteriores, los sínodos diocesanos y provinciales precedentes, llevaban un siglo dictando preceptos y cánones, reiteradas leyes, acompañadas de censuras graves, que tantas veces resultaban papel mojado, y de ahí su reiteración. La santidad no brota por decretos positivos, ni menos bajo amenaza de penas. Mucho había meditado San Juan de Ávila sobre este empeño infructífero de la Iglesia y su meditación le conducía a una conclusión pesimista:
«El camino usado de muchos para reformación de comunes costumbres suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas; lo cual hecho, tienen por bien proveído el negocio. Mas, como no haya fundamento de virtud en los súbditos para cumplir esas buenas leyes, y por esto les son cargosas, han por esto de buscar malicias para contraminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes.»
No faltaban buenas leyes emanadas de papas, sínodos, concilios. Y en verdad no podemos despreciarlas. Al fin representan una cota de exigencia, una aspiración y deseo, refrendados por altas instancias. Mas la recepción fructífera de las leyes o, de otra manera, su cumplimiento y eficiencia, encontraban fuerte resistencia en la falta de voluntad de cumplirlas así como en costumbres inveteradas y difíciles de cambiar.
«¿Qué mejores leyes —dice más adelante— puede haber que las que hay hechas cerca de la santidad, y letras y régimen de toda la Iglesia? ¡Qué de penas están puestas para los transgresores de esas buenas leyes! Y con todo esto, no hay quien ignore cuán malos, cuán ignorantes y desordenados estamos los eclesiásticos.»
Trento había mandado que los curas explicasen el Evangelio a sus parroquianos. Los más no lo entienden —dice Ávila—, «y hay algunos de tal vida, y conocida por tal, que no osarán hacer esto; o si lo hacen, se seguirá más escarnio de ellos o de lo que predican, que daño de no predicar. Y habrá muchos parroquianos que solamente por no oír declarar el Evangelio por personas de quien tan mal concepto se tiene, dejarán de ir a la Iglesia a la misa». Razón tiene al decir que »aprovecha poco mandar bien, si no hay virtud para ejecutar lo mandado».
Y los achaques del mandar afectan al propio concilio, que solamente podrá ser fecundo si encuentra sujetos bien dispuestos que acepten sus directrices: «Si quiere, pues, el sacro concilio que se cumplan sus buenas leyes y las pasadas, torne trabajo, aunque sea grande, para hacer que los eclesiásticos sean tales, que more en ellos la gracia de la virtud de Cristo; lo cual alcanzado, fácilmente cumplirán lo mandado. Mas, aquí es el trabajo y la hora del parto, y donde yo temo nuestros pecados y la tibieza de los mayores —alude a los obispos—. Que como hacer buenos es negocio de gran trabajo, y los mayores, o no tienen ciencia para guiar esta danza, o caridad para sufrir cosa tan prolija y molesta a sus personas y haciendas, conténtanse con decir a sus inferiores: "Sed buenos; y si no, pagármelo heis"; y no entienden en ayudarles a serlo. Porque el mandar es cosa fácil y sin caridad se puede hacer; mas el llevar a cuestas flaquezas ajenas con perseverante corazón de las remediar e hacer fuerte al que era flaco, pide riqueza de caridad... Y pues los prelados con clérigos son como padres con hijos, prevéanse el papa y los demás en criar a los clérigos como a hijos, con aquel cuidado que pide una dignidad tan alta como han de recibir. Y entonces tendrán mucha gloria en tener hijos sabios y mucho gozo y descanso en tener hijos buenos, y gozarse ha toda la Iglesia con buenos ministros».
Ardua era la tarea de lograr clérigos en que quepan las buenas leyes que están hechas y se han de hacer. Sin ello no duraba reforma alguna, 'por no tener fundamento».
La formación del sacerdote
Todo el programa de reforma de San Juan de Ávila apunta primordialmente a la elevación del nivel humano, intelectual y espiritual del sacerdocio. Por ello mismo estima que debiera ser el objetivo principal del concilio. Pero con enorme realismo afirma que es menester «tomar el negocio de más atrás». Más aún, tiene por cosa muy cierta que, «si quiere la Iglesia tener buenos ministros, que conviene hacedlos,.., y si no, no alcanzará lo que desea». Afirmación clara que debiera gravitar o, mejor, estar escrita en letras de oro en nuestros seminarios», como aquellas otras del mismo escrito en que dice: «Si la Iglesia quiere buenos ministros, ha de proveer que haya educación de ellos, porque esperarlos de otra manera es gran necedad».
Él fue el que, adelantándose a la célebre decisión del concilio en su última etapa, sugirió la necesidad de crear uno o más colegios en cada obispado que se dedicasen a esta labor fundamental. En ellos se educarían en honestidad de vida y recogimiento, en estudiar para convertirse en maestros y edificaciones de las almas. Más aún, piensa en una educación especial para los que se destinen a confesores y predicadores, oficio muy olvidado, aunque sea el instrumento para «engendrar y criar hijos espirituales». Se ha de cuidar mucho la selección de los candidatos, estrechar el acceso al sacerdocio, admitir para él solamente a los hábiles, no ordenar a nadie sin la debida preparación. Y él, universitario de Salamanca y Alcalá y amigo de las letras, se muestra prevenido contra las letras sin santidad: «Por experiencia conocen todos casi nunca haber dañado a la Iglesia el sacerdote selecto que no fuese letrado ni rico ni alto, y siempre le dañó mucho la malicia armada de letras y de dignidad.
Con el mismo realismo y buen sentido propone los medios económicos que sirvan para la creación de estos colegios o seminarios, algo que ni hizo debidamente el Concilio de Trento. Y así su mandato de creación de seminarios, algo que por sí sólo hubiese justificado aquel concilio en opinión de un historiador, no se vio secundado por un cumplimiento generalizado. Uno y dos y más siglos tardaron algunas diócesis es-pañolas en cumplir este precepto tan vital.
Un sacerdocio difícil y heroico debía ser el horizonte de los candidatos. Y no está conforme San Juan de Ávila, él de vida tan austera, con el común parecer de su época, de que convenía que los eclesiásticos fuesen ricos y autorizasen sus personas con signos externos que las hiciesen respetables. Algunos pensaban que tal apariencia era conveniente a la honra de Cristo y de la Iglesia, como por ejemplo fray Melchor Cano.
Si esto fuese verdad –dice Ávila–, habría que concluir que Cristo no la honró, pues se trató al revés de lo que éstos suponen. «La honra de los ministros de Cristo es seguir a su Señor no sólo en lo interior, sino también en lo exterior». Y si no fuese suficiente el criterio evangélico, apela al juicio certero del pueblo: si quisieran «oír lo que dice de ellos el vulgo". Si lo escuchasen debidamente, «no dirían que con estas cosas son ellos estimados y, mediante ellos, la Iglesia; antes entendieran cómo por esto son desestimados y tenidos por profanos y juzgados por malos, aun de los muy ignorantes". Vida sin mendicidad ni riquezas propone San Juan de Ávila para los eclesiásticos. La estimación debida de los mismos obispos no consiste en las pompas «que ellos llaman honra de la Iglesia»; han de buscar otros caminos por los que merecen la estimación y la Iglesia por ellos. Es una idea muy erasmiana y Ávila, alumno de Alcalá, tuvo ocasión de leer a Erasmo, quien remite la «sublimitas» episcopal al modelo apostólico, y no a palacios y carrozas, como ocurría en su tiempo.
Muchas más cosas podrían decirse de este celo reformista de San Juan de Ávila, convencido como estaba de que la causa de los males y herejías de su tiempo era en buena parte efecto de los pastores negligentes y de falsos profetas o falsos enseñadores, brillantes pero vacuos, sin tener en cuenta cómo edificar el corazón con aumento de fe, esperanza y caridad, condescendientes con vicios y vanidades, responsables de que la gente haya perdido la estima de ellos y luego la fe misma en la Iglesia. Y ¿cómo no había de pensar así quien asienta como un axioma: «Ordenanza es de Dios que el pueblo esté colgado en lo que toca a su daño o provecho, de la diligencia y cuidado del estado eclesiástico»?
No voy a dar un repaso a las múltiples iniciativas pastorales concretas de San Juan de Ávila, positivas las más, como las encaminadas a suscitar una amplia labor catequética de niños y adultos, sobre niños y escuelas, sobre catecismos en lengua vulgar, educación de niños pobres, huérfanos y perdidos, especial atención a los campesinos, libros de lecturas, culto a la Eucaristía y comunión frecuente, sobre la vida consagrada de religiosos y religiosas; negativas otras, esto es, encaminadas a corregir abusos cerca del matrimonio, de la facilidad con que se admitía a la primera tonsura, de los derechos de las audiencias, de las exenciones, de las composiciones que amparan hurtos y engaños, de las indulgencias por cosas ligeras, de las excesivas excomuniones por causas livianas.
José Ignacio Tellechea Idígoras
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.