Ago
Evangelio del día
“ Si dos de vosotros se ponen de acuerdo para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo ”
Primera lectura
Lectura de la profecía de Ezequiel 9, 1-7; 10, 18-22
Oí al Señor que exclamaba con voz potente:
«¡Ha llegado el juicio de la ciudad! Que cada uno empuñe su arma destructora».
Entonces aparecieron seis hombres por el camino de la puerta de arriba, la que da al norte. Cada uno empuñaba una maza. En medio de ellos estaba un hombre vestido de lino, con los avíos de escribano a la cintura. Al llegar se detuvieron junto al altar de bronce.
La Gloria del Dios de Israel se había levantado del querubín en que se apoyaba, dirigiéndose al umbral del templo.
Llamó al hombre vestido de lino, que tenía los avíos de escribano a la cintura.
El Señor le dijo:
«Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén, y marca en la frente a los que gimen y se lamentan por las acciones detestables que en ella se cometen».
A los otros le dijo en mi presencia:
«Recorred la ciudad detrás de él, golpeando sin compasión y sin piedad. A viejos, jóvenes y doncellas, a niños y mujeres, matadlos, acabad con ellos; pero no es acerquéis a ninguno de los que tiene la señal. Comenzaréis por mi santuario».
Y comenzaron por los ancianos que estaban frente al templo.
Luego les dijo:
«Profanad el templo, llenando sus atrios de cadáveres, y salid a matar por la ciudad».
La Gloria del Señor salió levantándose del umbral del templo y se colocó sobre los querubines. Los querubines desplegaron sus alas y se elevaron sobre la tierra ante mis ojos. Junto con ellos partieron también las ruedas y se detuvieron a la entrada de la puerta oriental del templo del Señor. La Gloria del Dios de Israel estaba por encima de ellos.
Eran los mismos seres que había visto bajo el Dios de Israel junto al río Quebar, y comprendí que eran querubines.
Cada uno tenía cuatro rostros y cuatro alas, y bajo las alas una especie de mano humana. El aspecto de sus rostros era el de los rostros que había visto junto al río Quebar. Todos ellos iban de frente.
Salmo de hoy
Salmo 112, 1-2. 3-4. 5-6 R/. La gloria del Señor se eleva sobre los cielos.
Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre. R/.
De la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.
El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos. R/.
¿Quién como el Señor, Dios nuestro,
que habita en las alturas
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra? R/.
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
En verdad os dijo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos.
Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
Reflexión del Evangelio de hoy
Cuenta la mitología griega que Procusto era un bandido, cuyo peculiar modo de luchar contra la diversidad, consistía en que todos se acomodaran físicamente a las medidas de su lecho. Salía por las calles, detenía a los viandantes. Los invitaba a cenar en su casa y, luego, los tendía sobre el lecho de hierro que había construido. Ajustada la cabeza en la almohada, si sobresalían los pies o las piernas, se los cortaba. Si no llegaban, los descoyuntaba. Cuenta la misma mitología que Teseo le aplicó a él su mismo método, y así acabó sus días. La corrección fraterna de que nos habla hoy el Evangelio no tiene nada que ver con esto.
La corrección evangélica
Digo “evangélica” porque la otra, la fraterna, la paterna, la materna, la policial, la judicial… no gozan de buena prensa. A todos nos cuesta mucho que nos corrijan, que nos llamen la atención, incluso que nos aconsejen. Y esto a todos los niveles y en todos los estamentos. Pues bien, en este marco escuchamos hoy en el Evangelio: “Si tu hermano peca, repréndele”. ¿Cómo hacerlo?
Con mucho discernimiento. Sólo “si tu hermano peca”. Para Dios, muy fácil. Para nosotros, siempre difícil y, a veces, imposible.
Con mucha sinceridad. Con tanta que estemos dispuestos, por nuestra parte, a ser corregidos. Que el corregido note que lo hacemos porque le valoramos, no porque le “podemos”.
Con mucho amor. Cuando la madre, con cariño y ternura, corrige, la reacción suele ser distinta. Si a eso unimos el respeto y la comprensión, llegaremos más lejos.
Con oración. No estamos solos y, cuando corregimos, no es “para restablecer el orden” sino para hacer discípulos y crear comunidad.
Santa Clara
Dos fechas claves en su vida, muy cerca siempre de Francisco.
1205. Clara tenía 13 años, Francisco unos 30. Es su primer encuentro, que marcará la vida de Clara. Francisco estaba reparando la iglesia de san Damián, próxima a Asís. Clara se entera y, con su hermana Catalina, va a verlo. 46 años más tarde nos narra ella misma lo que ocurrió en aquel encuentro, aparentemente fortuito: “Francisco –nos cuenta ella- cuando todavía no tenía discípulos, hermanos ni compañeros, profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumpliría más tarde. Encaramándose sobre los muros de la iglesia decía a algunos pobres: ‘Venid y ayudadme en la obra del monasterio de san Damián, pues, con el tiempo, morarán en él unas señoras, con cuya santa vida religiosa, será glorificado nuestro Padre celestial en toda la Iglesia’”. Clara nunca dudó que aquello lo dijo por ellas.
1212. Domingo de Ramos. Por la mañana, Clara asiste con todo el pueblo a la misa solemne de la catedral. Por la noche, se escapa de casa y emprende el camino sin retorno de su vocación. En compañía de Pacífica, hermana de su amiga Bona, se dirige a la Porciúncula, donde la esperaban Francisco y los suyos. Allí, a sus 18 años, nació la Hermana Clara. Desde entonces y hasta su muerte –su tránsito-, cada vez más fidelidad a Dios, más lealtad a Francisco, más intimidad con el Señor. Más santidad.