Ene
Evangelio del día
“ ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido? ”
San Antonio Abad
Quaeman (Egipto), 251/256 t Quolzoum (Palestina), 356. Fue un monje cristiano, fundador del movimiento eremítico. El relato de su vida presenta la figura de un hombre que crece en santidad y se convierte en modelo de piedad cristiana. Considerado el patrono de los animales
Entre los santos más populares de todos los tiempos está San Antonio o San Antón. Muchas poblaciones celebran con festejos especiales la memoria de San Antón, con bendición de animales domésticos o de compañía, con jornada festiva en el campo –San Antón saca a los viejos del rincón-, y otras celebraciones. Se podría pensar que San Antonio Abad fue un santo más o menos alegre. Sin embargo, la seridad de su vocación cristiana y la radicalidad de su respuesta queda fuera de duda, a la vista de lo que San Atanasio escribió en Vida de San Antonio:
«Cuando murieron sus padres, Antonio tenía unos dieciocho o veinte años, y quedó él solo con su única hermana, pequeña aún, teniendo que encargarse de la casa y del cuidado de su hermana.
Habían transcurrido apenas seis meses de la muerte de sus padres, cuando un día en que se dirigía, según costumbre, a la iglesia, iba pensando en su interior cómo los apóstoles lo habían dejado todo para seguir al Salvador, y cómo, según narran los Hechos de los Apóstoles, muchos vendían sus posesiones y ponían el precio de la venta a los pies de los apóstoles para que lo repartieran entre los pobres; pensaba también en la magnitud de la esperanza que para éstos estaba reservada en el cielo; imbuido de estos pensamientos, entró en la iglesia, y dio la casualidad de que en aquel momento estaban leyendo aquellas palabras del Señor en el Evangelio:
"Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo- y luego vente conmigo."
Entonces Antonio, como si Dios le hubiese infundido el recuerdo de lo que habían hecho los santos y como si aquellas palabras hubiesen sido leídas especialmente para él, salió en seguida de la iglesia e hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas de sus padres (tenía trescientas parcelas fértiles y muy hermosas), con el fin de evitar toda inquietud para sí y para su hermana. Vendió también todos sus bienes muebles y repartió entre los pobres la considerable cantidad resultante de esta venta, reservando sólo una pequeña parte para su hermana.
Habiendo vuelto a entrar en la iglesia, oyó aquellas palabras del Señor en el Evangelio:
"No os agobiéis por el mañana."
Saliendo otra vez, dio a los necesitados incluso lo poco que se había reservado, ya que no soportaba que quedase en su poder ni la más mínima cantidad. Encomendó su hermana a unas vírgenes que él sabía eran de confianza y cuidó de que recibiese una conveniente educación; en cuanto a él, a partir de entonces, libre ya de cuidados ajenos, emprendió en frente de su misma casa una vida de ascetismo y de intensa mortificación.
Trabajaba con sus propias manos, ya que conocía aquella afirmación de la Escritura: El que no trabaja que no coma; lo que ganaba con su trabajo lo destinaba parte a su propio sustento, parte a los pobres.
Oraba con mucha frecuencia, ya que había aprendido que es necesario retirarse para ser constantes en orar: en efecto, ponía tanta atención en la lectura, que retenía todo lo que había leído, hasta tal punto que llegó un momento en que su memoria suplía los libros.
Todos los habitantes del lugar, y todos los hombres honrados, cuya compañía frecuentaba, al ver su conducta, lo llamaban amigo de Dios; y todos lo amaban como a un hijo o como a un hermano.» […]
Maestro de vida espiritual
De su magisterio hay algunas pinceladas en la Vida de San Antonio, de su discípulo San Atanasio. Así nos dice que era frecuente la predicación sobre los novísimos, porque estaba convencido de que meditar sobre la muerte y el destino del hombre da al alma fuerzas para luchar contra el demonio, contra las pasiones desordenadas, contra la impureza: Si viviéramos cada día como si hubiéramos de morir ese mismo día, jamás pecaríamos. Su ejemplo personal y su palabra aconsejaban el ayuno, la oración, la señal de la cruz, la vivencia de la fe. Enseñaba, por propia experiencia, que el demonio tiene miedo a los ayunos, las vigilias y oraciones de los ascetas... Y decía que la mejor actitud ante las insidias del maligno son, principalmente, el amor encendido a Jesucristo, la paz del corazón, la humildad, el desprecio de las riquezas, el amor a los pobres, la limosna...
La enseñanza de Antonio cautivaba a quienes acudían a él. Y, poco a poco, fueron formándose comunidades que tenían como norma el estilo de vida de Antonio. Tradicionalmente se ha visto en este fenómeno el nacimiento del monacato oriental, hacia el año 305. Pero aquellos cenobitas y eremitas no vivían de espaldas a los sufrimientos de la Iglesia. Cuando en el año 311 el emperador Galerio Valerio Maximino Daya inició su cruenta persecución, Antonio y algunos de sus discípulos, que vivían en el desierto sin peligro alguno, se fueron a Alejandría, donde arreciaba la persecución, para alentar a los cristianos en peligro y, si Dios lo quería, morir con ellos. Aunque nadie les puso la mano encima, Antonio, a su vuelta a Pispir, se llevó la gran lección vivida en medio de la persecución: la vida cristiana siempre ha de estar marcada con el signo de la cruz. Y él la abrazó aún con más amor, más entrega y más dureza.
A su ejemplo personal, al don de discernimiento, a los sabios consejos, Dios quiso añadir en la vida de su siervo numerosos y, a veces, espectaculares milagros, con los que garantizaba desde el cielo lo que hacía y decía Antonio en la tierra. Porque es doctrina católica que los milagros sólo Dios puede hacerlos. Y esto lo sabía bien Antonio: Sólo Dios devuelve la salud, decía. Y es Dios quien elige cuándo y a quién. Cuando los beneficiados de su poder taumatúrgico se mostraban agradecidos, replicaba: No es a mí a quien hay que dar las gracias, sino sólo a Dios... El Salvador muestra por doquier su misericordia en favor de los que lo invocan. Curaciones de enfermos, conocimiento de cosas secretas, predicción de acontecimientos futuros o que ocurrían lejos de él, aparición de fuentes de agua en pleno desierto... Todo contribuyó a que su fama se propagara por todo Egipto.
Las gentes, que le habían visto y oído en Alejandría, se hacían lenguas de la santidad y sabiduría de Antonio. Y los visitantes crecían de día en día. El maestro pensó que todo aquello podría hacer tambalear su humildad, base de la vida del espíritu. Por eso, en el año 312 decidió, nuevamente, huir lejos..., en una caravana de beduinos. Cerca del mar Rojo, en el monte Qolzoum, hallaron el lugar apto para quedarse: un oasis, con agua abundante, en el que podían cultivar la tierra. Hasta entonces, la ocupación manual más característica de Antonio y de sus discípulos había sido la confección de cestos, con cuya venta se procuraban lo necesario para el sustento y para ayudar a los pobres que nunca faltaron en su entorno. Los pobres saben dónde han de pedir.
Allí, cerca del mar Muerto, pasó Antonio el resto de sus días. Cuando sabía que estaba cerca su partida, hizo una última visita a Pispir, donde había dejado tantos discípulos a quienes había que animar a seguir en su vocación contemplativa. En Qolzoum, su última morada, se ha ido transmitiendo de generación en generación la tradición de que Antonio es el fundador del monasterio Deir-el-'Arab. Pero el carisma de Antonio no fue fundar ni gobernar monasterios o comunidades. Lo suyo fue la vida eremítica, el cultivo de la vida de unión con Dios en la más absoluta soledad. En su ermita se encontró plenamente con el Señor el año 356.
Fr. José A. Martínez Puche O.P.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.