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Jue
2
May
2013

Evangelio del día

Quinta Semana de Pascua

Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor.

San Atanasio

San Atanasio

Obispo de Alejandría en el siglo IV, es doctor de la Iglesia, ferviente defensor de la encarnación frente a las posiciones arrianas. Por ello fue perseguido en varias ocasiones lo que le obligó a vivir desterrado cobijado por monjes, como discípulo muy próximo de San Antonio.

Obispo y doctor de la Iglesia
Alejandría, 295/97 - Alejandría, 2-mayo-373

San Atanasio debió de nacer en Alejandría o en sus aledaños —según indica la Vida copta— por los años 295-297, de una familia griega o enteramente helenizada, y sin duda también cristiana. El obispo de Alejandría, Alejandro, puesto en contacto con los padres, se encargó de proveer a su educación. Terminada ésta, Alejandro lo incorporó a su clero. En todo caso, hacia el año 320 Atanasio había sido ya ordenado de diácono y ejercía de secretario de su obispo.

Las persecuciones de Diocleciano y sus Augustos y Césares marcaron su infancia y adolescencia: la persecución fue muy dura y particularmente sangrienta en Egipto, pero también abundosa en mártires y confesores de la fe, aunque tampoco escasearon las cobardías, lo que dio lugar al problema de los lapsi o «apóstatas arrepentidos», y al consecuente cisma de los rigoristas intransigentes, con Melecio en cabeza, frente a la postura indulgente y reconciliadora de los obispos alejandrinos: Pedro —mártir él también— y su sucesor Alejandro.

Con los monjes del desierto

Entre el final de la persecución y su ordenación de diácono, podemos situar su retiro al desierto y su primera estancia entre los monjes, como discípulo muy próximo del gran San Antonio, como el propio Atanasio confiesa en el prólogo de su Vida de Antonio. Y bien conocida es la relación entre monacato y persecución. Atanasio se movía en la órbita de la reacción de Antonio y sus monjes frente a la persecución y sus secuelas.

Probablemente fue durante esta su estancia en el retiro del desierto cuando compuso su obra en dos partes: Contra los paganos y Sobre la Encarnación del Verbo, obra ciertamente anterior a la aparición del arrianismo.

Arrio y el primer concilio Ecuménico: Nicea

Cuando Arrio inicia la exposición de su doctrina predicando en la iglesia del barrio alejandrino de Baucalis (318/ 323) Atanasio ejerce ya de secretario de su obispo Alejandro. Esto hace sospechar que fue Atanasio el redactor de la carta que Alejandro envió al episcopado de Oriente y al papa de Roma, Silvestre, comunicándoles el error de Arrio y su condena por parte de un centenar de obispos egipcios reunidos en sínodo.

El emperador Constantino convocó el primer concilio general. Quería zanjar la cuestión arriana, que había tomado ya proporciones alarmantes para la unidad del imperio, máxima preocupación suya, y de paso arreglar algunos problemas que consideraba urgentes. El concilio se reunió finalmente en Nicea, en la primavera del 325, y Atanasio acudió y tomó parte en calidad de secretario y asesor de su obispo Alejandro.

Si hemos de creer a su panegirista San Gregorio, las intervenciones de Atanasio en las sesiones del concilio fueron poco menos que decisivas, pero esto debemos ponerlo en la cuenta del propio panegirista arrastrado por su entusiasta y fervorosa admiración. Pero sí es cierto que sus discretas intervenciones debieron de tener ya bastante peso, puesto que, según San Cirilo de Alejandría y por lo que el propio Atanasio deja entrever en sus obras, ya en el concilio mismo nació la admiración de los ortodoxos, a la vez que el odio profundo de los arrianos.

Obispo de Alejandría

No tardó en recaer sobre Atanasio todo el peso de la responsabilidad eclesial y pastoral inherente al episcopado de Alejandría. Efectivamente, a mediados del año 328, moría el obispo Alejandro, y al cabo de unas semanas de sede vacante, durante las cuales parece que hubo algunas maniobras de rivales, aunque no como insinúa el historiador proarriano Filostorgio, todo el pueblo católico proclamó unánime como sucesor a Atanasio, que fue consagrado obispo de Alejandría el 8 de junio. Las dificultades provenían, sobre todo, del hecho de estrenarse un nuevo procedimiento de elección, establecido por Alejandro.

De momento, tanto los cismáticos melecianos como los herejes arrianos le dejaron en paz y en calma, como parece reflejar su primera carta pascual de 329, ventaja que él aprovechó para realizar su primera visita pastoral a su vastísima diócesis. Esta ausencia suya de Alejandría dio ocasión a los melecianos para intentar despojarle de su sede, y a los arrianos para iniciar sus ataques, más personales que doctrinales, contra él.

En otoño de 334, Constantino invitó a Arrio a personarse en la corte de Nicomedia. Arrio presentó al emperador una «profesión de fe. tan cuidadosamente equívoca —según podemos comprobar en la obra de Sozomeno— que, aun no llevando expreso el término homooüsios, podía perfectamente ser tomada en sentido ortodoxo, por lo que el emperador mandó que Atanasio reincorporase a Arrio en su puesto de la Iglesia alejandrina. Atanasio, al que no engañaba la cauta profesión de fe del hereje, se opuso a esa readmisión, lo que provocó no poco descontento en la corte imperial y general revuelo entre melecianos y arrianos.

Concilio de Tiro y primer destierro

Con el fin de apaciguar los ánimos, Constantino convocó un concilio, lo más numeroso posible, que debía celebrarse en Tiro de Palestina, en la primavera de 335, año en que coincidían el primer decenio del Concilio de Nicea y el tercero —tricennalia— de Constantino como emperador. Al concilio acudieron unos sesenta obispos, según el historiador Sócrates, pero en su gran mayoría eran partidarios de Arrio.

También compareció Atanasio, al que acompañaban unos cincuenta obispos egipcios, pero éstos no pudieron participar en las sesiones, porque no los admitieron, y Atanasio tuvo que enfrentarse solo a las graves acusaciones que le imputaban y a la parcialidad de las comisiones nombradas para investigarlas. Las cosas llegaron a tal punto en el aula conciliar que los propios funcionarios imperiales, temerosos de lo peor para la integridad física de Atanasio, secretamente lo sacaron del aula e hicieron que pudiera ocultarse en el puerto, mientras el concilio, defraudado, le condenaba en contumacia, le deponía de su sede y reintegraba a los melecianos a sus puestos.

Atanasio, pues, decidió entrevistarse personalmente con el emperador para explicarle y justificar su punto de vista y lograr que Constantino comprendiera la injusticia de la situación en que se hallaba, por causa de la sectaria actuación del concilio. Pero éste tampoco se durmió, sino que trató de adelantársele, y así, cuando el 30 de octubre logró Atanasio desembarcar en Constantinopla, los emisarios del concilio habían llegado ya, y lograron hacer cambiar de parecer al emperador, ganado por Atanasio para su causa el día anterior.

Consiguientemente, decidido a terminar cuanto antes con aquel intrincado y peligroso asunto, el emperador resolvió desterrar a Atanasio a Tréveris, en las Galias, aunque no se atrevió a darle un sustituto para la sede alejandrina.

Muerte de Constantino y regreso de Atanasio

El 22 de mayo de 337 moría el emperador Constantino, y este acontecimiento iba a repercutir no sólo en la marcha general del imperio, sino también en la vida particular de muchos, entre ellos Atanasio. El imperio se dividió entre los tres hijos de Constantino: Constantino II se quedó con Bretaña, las Galias y España; Constante, con Italia, África y el Ilírico; y Constancio se reservó todo el Oriente. De acuerdo con sus hermanos, Constantino II, que residía en Tréveris, permitió a Atanasio regresar a su sede de Alejandría quien se apresuró a poner las cosas en su sitio. Convocó a todos los obispos católicos de Egipto para reunirse con él en Alejandría, la metrópoli. Todos juntos firmaron una carta encíclica, dirigida a todos los obispos del mundo y a los tres emperadores, a la que el abad Antonio, desde su retiro solitario, prestó como aval el apoyo de su indiscutida autoridad espiritual. Mientras tanto, los adversarios habían retirado a Pisto por considerarlo poco competitivo y habían consagrado en Antioquía, para sustituirlo, a un tal Gregorio de Capadocia, al que enviaron a Alejandría en marzo de 339, con cartas de recomendación para el prefecto de Egipto, Filagrio, que, ciertamente, tampoco veía con buenos ojos el regreso de Atanasio, por lo que apoyó al intruso e incluso lo instaló bajo la protección de fuerzas armadas. Los disturbios que esto provocó causaron heridos y hasta muertos.

Segundo destierro

Ante esta exhibición de fuerza, con tan graves consecuencias, Atanasio se sintió impotente para sobreponerse sin causar peores daños para su grey, y se vio obligado a abandonar el campo y dejar libre el paso a los adversarios. Pero no sin antes publicar otra carta encíclica a todos los obispos del mundo, como indignada protesta contra la violencia y el atropello de que había sido víctima por parte del prefecto Filagrio al introducir al usurpador Gregorio.
Ocultado en un principio entre los cenobitas, en seguida partió para Roma, invitado por el papa Julio.

Concilio de Sárdica

Vencido y muerto en la batalla de Aquilea Constantino II, el año 340, su parte del imperio, la más occidental, pasó a manos de su hermano Constante, que así se convirtió en único emperador de todo el Occidente romano. A finales de 342, los dos emperadores supervivientes, Constante y Constancio, se pusieron de acuerdo para convocar un concilio general, que definitivamente arreglase todos los litigios pendientes. Para su realización señalaron como sede la ciudad de Sárdica (Sofía, en Bulgaria), a medio camino para los dos bloques.

Convocado, los orientales se presentaron en gran número. Pero se negaron a tomar parte en las sesiones del concilio mientras en ellas participaran los obispos que ellos habían depuesto, y particularmente Atanasio. Los intentos de mediación, incluso los del presidente del concilio, el español Osio de Córdoba, fracasaron rotundamente. Osio llegó a proponerles llevarse consigo a España a Atanasio, si ellos le negaban el regreso a Alejandría, con tal que, junto con todo el concilio, reconocieran la inocencia de Atanasio. Se cerraron en su negativa y la misma noche abandonaron Sárdica, después de redactar una carta encíclica en la que se reafirmaban en sus acusaciones contra Atanasio expuestas en Tiro. Los obispos que permanecieron en sus puestos continuaron las sesiones, a pesar de ese abandono, y en ellas se ocuparon de los principales asuntos. Como el caso de Atanasio había sido ya bien estudiado y examinado en Roma, a falta de nuevos elementos de juicio, no tuvieron mayor dificultad para confirmarle como legítimo obispo de Alejandría y declararle totalmente inocente, a la vez que deponían y excomulgaban al intruso Gregorio de Capadocia. Algunos conciliares propusieron redactar un nuevo Símbolo de la fe, pero Atanasio se opuso, y con él la mayoría, porque se prestaría a muy diversas y torcidas interpretaciones, y sobre todo porque bastaba el de Nicea para fundamentar, sin equívocos ni componendas, la fe ortodoxa.

Antes de separarse, los conciliares escribieron una carta encíclica explicando los resultados del concilio, dirigida a todo el mundo, y un carta especial a la Iglesia alejandrina, para cuyo clero añadió Atanasio algunas instrucciones personales, expresando su esperanza de un pronto retorno.

Pero Constancio, filoarriano y celoso cultivador de la fidelidad de los obispos arrianos súbditos suyos, fidelidad políticamente muy necesaria para él, se puso decididamente de parte de los obispos orientales disidentes del concilio, y en consecuencia rechazó las decisiones de éste, sobre todo las de reposición de los obispos desterrados. Atanasio, pues, tuvo que permanecer todavía en el destierro unos cuantos años, que repartió entre las riberas del Danubio e Italia, y entre las Galias y Asia Menor, sin dejar nunca de estar al tanto de todos los acontecimientos y de ejercer en todas partes adonde iba un influjo verdaderamente enriquecedor en las personas y en las instituciones, en la doctrina y en la vida de las comunidades eclesiales.

Regreso del exilio

Ocurrió, pues, que los intereses políticos aproximaron las posturas de los dos emperadores, la del filoarriano Constancio y las del ortodoxo Constante, y así, por la Pascua de 344, envió éste a su hermano, que se hallaba en Antioquía, una carta en que le pedía que autorizase el regreso de Atanasio a su sede de Alejandría. De momento, Constancio se negó, pero sí permitió dejar libre al clero alejandrino deportado en Armenia, y además prometió no seguir persiguiendo en Egipto a los partidarios de Atanasio. Sin embargo, al año siguiente, muerto en junio el usurpador Gregorio de Capadocia, el propio Constancio escribió a Atanasio invitándole a regresar a su sede y recobrar su puesto. Aún tuvo que insistir con nuevas cartas. Y es que Atanasio, que por entonces se hallaba en Aquileya, no se fiaba lo más mínimo, y quiso cerciorarse entrevistándose antes en las Galias con el emperador Constante, que debió de convencerle, puesto que decidió ir a Antioquía, donde vería a Constancio, pero pasando antes por Roma para despedirse y aconsejarse del papa julio,
El emperador Constancio no sólo le recibió en audiencia, sino que le entregó sendas cartas para los obispos, clero y fieles, y para su prefecto Nestorio, redactadas en un tono amable y al parecer convincente. En efecto, después de atravesar Palestina en medio de la más cálida acogida por parte de los obispos, reunidos en sínodo, al llegar a la frontera egipcia, los mismos funcionarios que antes le buscaban como fugitivo, ahora le agasajaban y le acompañaron como escolta hasta Alejandría, donde entró el 21 de octubre de 346, en medio de un recibimiento auténticamente apoteósico, tanto que —como dice San Gregorio Nacianceno— «ni en honor de Constancio en persona se haría otro tanto», y eso que hizo su entrada, como Jesús en Jerusalén, «a lomos de un asnillo«, y no en brioso alazán.
Pero Atanasio, como hemos visto, no era hombre para dormirse sobre los laureles del triunfo, y en seguida se puso a reorganizar las Iglesias y a encauzar el explosivo movimiento monástico que, de no ser integrado en la estructura eclesial, dejado a su aire podía acarrear gravísimo peligro para la Iglesia de saltar en mil pedazos. Incorporados al conjunto eclesial, los monjes se convirtieron en la más rica savia de la vida de la Iglesia, y en el mejor apoyo para Atanasio, personalmente y para sus proyectos pastorales.

Nuevos ataques de los arrianos

La nueva situación envalentonó a los arrianos, que volvieron a las andadas de su intransigencia y de su odio hacia Atanasio e hicieron llegar a Constancio nuevas acusaciones contra él, que ellos consideraban de lesa majestad, y con las mismas trataron también de ganarse al nuevo papa Liberio. A comienzos de 353, Liberio convocó en Roma un sínodo para tratar el asunto, y la respuesta sinodal fue una firme negativa a declararse contra Atanasio. Por el mismo tiempo, el propio Atanasio hizo llegar a Constancio una seria protesta, avalada por la firma de unos ochenta obispos adictos a él y a su causa. El emperador estaba ya decidido a no dejar pasar la ocasión de quitarse de encima a quien creía obstáculo máximo para su total control de Egipto y de su llave, Alejandría, para lo cual no necesitaba mucho impulso de los arrianos, eternos adversarios de Atanasio. Su respuesta inmediata fue invitar a éste a la corte, aparentando acceder a una petición que supuestamente le había hecho Atanasio, lo cual hizo que éste se pusiera en guardia, y así exigió que la invitación se le cursara por escrito y no por palabra de emisarios. Esperó en vano esta invitación escrita, mientras ocupó su tiempo en redactar una Apología a Constancio, que por entonces no le sirvió de nada.

El emperador, que por razones políticas se hallaba en los territorios de Occidente, decide aprovechar la ocasión para atacar a Atanasio por el flanco que le era más favorable y le apoyaba sin reservas. A finales del mismo año 353, desde. Arlés envía sus legados al papa, conminándole a convocar un concilio en Aquileya. Este concilio se celebró en el invierno de 354, pero no en Aquileya, sino en el mismo Arlés. Constancio propuso a la firma de los padres conciliares un decreto de condena contra Atanasio. Por desgracia, salvo Paulino de Tréveris, que conocía personalmente a Atanasio y no quiso traicionarle, todos, incluidos los legados del papa Liberio, firmaron el decreto. Naturalmente, Paulino fue desterrado.

Tercer destierro

Atanasio tuvo, pues, que enfrentarse a un nuevo destierro. Pero esta vez no le dejaron en paz. Los esbirros de Constancio no cejaron de buscarlo afanosa e incansablemente durante nada menos que seis años. Siempre en vano. Fieles y monjes se desvivían por él y podía cambiar de escondite a voluntad. Durante esos seis años, en ningún momento dejo él de hacer sentir su presencia a sus fieles, y a todo el mundo cristiano.

Efectivamente, de esta época proceden sus grandes obras de polemista y de teólogo, Además de sus Apologías en defensa y justificación propias, tenemos la Historia de los arrianos, para informar con exactitud particularmente a los monjes que le cobijaban, obra polémica y teológica donde no falta el humor y que alguien, por no entenderla adecuadamente, llegó a calificar de «endiablada novela cómica». También la serie de Discursos contra los arrianos, donde Atanasio nos muestra al hombre que, teniendo horror a las -especulaciones filosóficas en que, dice, caen los arrianos al pretender analizar «científicamente» a Dios, con desprecio del misterio de la intimidad divina, se pone, sin embargo en su mismo plano y arguye contra esa disminución de Dios, pero siempre conservando el método propio de un pastor cuidadoso de la fe de los sencillos e insistiendo, sin sutilezas lógicas ni retóricas, en la afirmación de la divinidad del Verbo desde la revelación bíblica y la tradición eclesial, Y la Vida de Antonio, que ha merecido el título de best seller de la literatura cristiana, traduciría a todas las lenguas; en ella el amigo de los monjes, mártir del ministerio episcopal, narra la vida de un mártir de la conciencia, Antonio, el hombre de Dios cuya vida es modelo de vida monástica, ejemplo de vida cristiana y el mejor exponente y la mejor defensa de la fe nicena.

Regreso a Alejandría

El 3 de noviembre de 360 moría Constancio cuando se dirigía contra Juliano, proclamado Augusto por el ejército galo-germánico. Así, muerto Constancio, Juliano quedó, sin lucha, dueño de todo el imperio. Para comenzar su gobierno y acaso por llevar la contra a la política de Constancio, decretó una amnistía que permitió a los obispos desterrados regresar a sus sedes.

Atanasio pudo abandonar su escondite y regresar a Alejandría el 21 de febrero de 361.

Cuarto destierro

Pero tanta dicha no podía durar mucho en la trayectoria vital del gran luchador. Efectivamente, el emperador Juliano, que en adelante será conocido como Juliano el Apóstata», se lanzó muy pronto a imponer su nueva política de resurgimiento y reimplantación del «helenismo» como cultura y del paganismo como religión del Estado. Sus medidas anticristianas van dirigidas contra todos los seguidores del «Galileo», pero Atanasio le merece una atención especial. Atanasio no tuvo otra salida que volver a emprender ocultamente el doloroso y bien conocido camino del destierro, lo que finalmente realizó el 24 de octubre de 362. De nuevo halló refugio y protección entre sus amigos los monjes, y una vez más frustró las pesquisas de los esbirros imperiales.

Regreso

Sin embargo, la Providencia dispuso que este destierro fuera corto. Efectivamente, el 26 de junio de 363 moría Juliano en plena campaña bélica contra los persas. El ejército proclamó emperador a Joviano, que, contrariamente a Juliano, era católico convencido y preocupado por la ortodoxia y por la unidad de la Iglesia. Una de sus primeras medidas fue escribir a Atanasio para que regresara a Alejandría, y luego le invitó a viajar a Antioquía, atenazada todavía por el cisma meleciano. Poco después, en febrero de 364, moría en Dadaszan, en camino hacia Constantinopla, el emperador Joviano, y nuevamente el imperio se dividía en dos: Valentiniano, proclamado por el ejército acampado en Nicea, se reservó la parte occidental, y entregó a su hermano Valente la oriental. Aunque cruel e irritable, Valentiniano siempre se mostró tolerante en cuestiones religiosas. Su hermano, en cambio, fervoroso y convencido arriano, pronto se mostró, en esas mismas cuestiones, más bien intransigente, y pronto hizo suya la política religiosa del filoarriano Constancio. Apenas transcurrido un año de su imperio, en la primavera de 365, publicaba un edicto por el que ordenaba volver al destierro a todos los obispos amnistiados por Juliano y por Joviano.

Quinto destierro

El caso de Atanasio, siempre especial, también tuvo esta vez trato especial, pero con el mismo resultado: por quinta vez tuvo Atanasio que salir ocultamente de Alejandría, a comienzos de octubre, y acudir de nuevo a la hospitalidad de los monjes en el desierto.

Regreso definitivo

¿Quién o qué impulsó al intolerante Valente a dar la orden oficial de que Atanasio, el viejo luchador, regresara a su sede, a su ciudad de Alejandría? ¿Quizás porque veía que su figura se iba agigantando (día a día en todo el imperio, considerado como el símbolo vivo de la ortodoxia?

Lo cierto es que Atanasio pudo volver a su Iglesia y pasar con relativa tranquilidad sus últimos años.

Fueron años fértiles en actividad pastoral y en producción literaria: mucha predicación –sermones–, amplios comentarios bíblicos y exegéticos, abundante y enjundiosa correspondecia epistolar, mediante la cual siguió interviniendo en los principales asuntos y acontecimientos de interés general, siempre en defensa de la fe ortodoxa y de las personas e instituciones que la representaban, y siempre con la incansable preocupación de promover y facilitar en lo posible la reconciliación y la unión de las Iglesias, orientales y occidentales, y de sus pastores y responsables.

Muerte

En plena actividad de su ministerio episcopal, la muerte sorprendió a este veterano y valentísimo luchador, la noche del 2 al 3 de mayo de 373, rodeado de un clero al que nunca falló y al que no había dejado de animar en la lucha por la ortodoxia; de unos monjes que tantas veces habían compartido con él no sólo techo y pan, sino también la vida, pues le consideraban uno de ellos; y de unos fieles que tantas veces le protegieron y hasta expusieron su vida por defenderle contra los soldados, a él que consideraban su verdadero padre, su «papa».

No fue mártir, pero toda su vida fue un martirio. Confesor de la fe por excelencia, en seguida, tras su muerte, fue objeto del más fervoroso y rendido culto, animado por los panegíricos de las personalidades más relevantes del momento, entre ellas San Gregorio de Nacianzo, quien, después de proclamarlo «pilar de la Iglesia» y «padre de la ortodoxia», dado que «su modo de vivir era la regla del episcopado, y su fe la ley de la ortodoxia», añade: «El fasto de sus exequias sobrepasa los honores que recibió en ocasión de su regreso del destierro, y a pesar del río de lágrimas que provoca, la idea que de sí mismo dejó en el espíritu de todos excede con mucho las manifestaciones exteriores».

Su fiesta se celebró, desde un principio, el 2 de mayo. El Concilio II de Constantinopla (553) le cita corno el primero de los grandes doctores de la Iglesia.

Argimiro Velasco Delgado, O.P.

 

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.


Diciembre 2024