¡Os parecéis a los sepulcros blanqueados!

San Agustín de Hipona

San Agustín de Hipona

Consagró su vida a devolver la unidad rota a la Iglesia de África. Destacó por su entusiasmo, su espíritu conciliar y conciliador, su generosidad y por su apuesta por el diálogo. Todo ello facilitó que católicos y donatistas alcanzasen la reconciliación, haciendo de Agustín de Hipona una referencia para el ecumenismo del nuevo milenio.

Obispo y doctor de la Iglesia
Tagaste (Numidia), 13 noviembre 354 /  Hipona, 28 agosto 430

Africano de nacimiento y romano de cultura

San Agustín nació el 13 ele noviembre del año 354 en Tagaste (Numidia), hoy Souk Abras (Argelia) y murió el 28 de agosto del 430 en Nipona (Hippo Regios), Bona bajo la ocupación francesa, hoy Armaba (Argelia). Hijo de Patricio y Mónic , lo que hoy llamaríamos un matrimonio mixto, tuvo dos hermanos: Navigio y la hermana cuyo nombre se ignora. Consejero municipal y modesto propietario y pagano, Patricio, el padre, abrazó la fe católica antes de morir. Mónica, la madre, excepcional mujer y santa de una pieza, consiguió también a fuerza de lágrimas y oraciones, la conversión del hijo Agustín, a quien llegó a ver consagrado a Dios.

Africano según todos los indicios, de raza y nacimiento, fue ciertamente romano por lengua y cultura. Aprendió las primeras letras en su pueblo natal, cursó los estudios medios en la cercana Madaura y los superiores en Cartago. Enseñó gramática en Pagaste (374) y retórica en Cartago (375-83), Roma (384) y Milán (otoño del 384-verano del 386), donde ejerció como profesor oficial. Dominó brillantemente la lengua y el saber latinos; no le fue familiar el griego e ignoró el púnico de sus ancestros. Retórico de cuerpo entero, fue malabarista de las palabras y un verdadero orfebre del idioma del Lacio, lo que a la hora de su lectura supone hoy, en tantas y tantas personas, hasta las menos cultas, que a sus escritos acuden, enriquecimiento y dilatación de la mente, regalada música para los oídos y saludable bálsamo en el corazón.

Genio de la humanidad

San Agustín es, sin duda, el más grande de los padres de la Iglesia y uno de los genios más eminentes de la humanidad. Su influencia durante los siglos ha sido permanente y profunda, pegadiza y universal, idea y palabra juntas: luz. De ahí que los estudios sobre su persona y obra se multipliquen hasta ser punto menos que imposible ofrecer hoy una lista completa: entre imitarlos y monografías pasan de 15.000 sólo en los últimos 25 años.

Desde Santo Tomás ele Aquino, príncipe de la Escolástica y Doctor Angélico, al cardenal Newman, mentor estrella del Movimiento de Oxford y aristócrata del espíritu; desde Pascal, o Descartes, o Jaspers a Guardini, o Blondel, o De Lubac; desde San Gregorio Magno y San Fulgencio de Ruspe , hasta los cardenales Congar y Ratzinger y Martini, por sólo citar algunos nombres eminentes, pasando por un ingente número de sabios y santos, filósofos y teólogos, pensadores y doctores, han tenido su más alta escuela en el vasto saber y el profundo sentir y el dulce querer de este gran astro africano. Las pasadas generaciones adornaron su nombre con múltiples títulos representativos: los teólogos apostaron por el tradicional Doctor de la Gracia, pero el pueblo sencillo dio en la diana cuando prefirió El más sabio de los santos y el más santo de los sabios. La verdad es que no carece de credenciales para estos y similares que pudieran traerse. Va todo ello en épocas y lugares, gustos y querencias de cultivadores y especialistas del llamado agustinianismo perenne.

La personalidad

Agustín de Nipona es una personalidad compleja y profunda de puro atractiva y simplicísima: fue filósofo, teólogo, místico, humanista, poeta, orador, polemista, escritor y pastor. Una persona a la que casi nadie o muy pocas de cuantas han florecido desde el principio del género humano hasta hoy se le pueden comparar. Cualquiera que se adentre por las páginas de un libro bien orquestado acerca de los temas que acabo de citar en torno a su poliédrica personalidad se encontrará no tardando con «un hombre incomparable de quien todos en la Iglesia y en Occidente nos sentimos de alguna manera discípulos e hijos» (Juan Pablo II). El hombre de la inquietud, el santo del corazón, el maestro de la amistad, el servidor de la Palabra, el defensor de la paz, el promotor ele la unidad en la verdad, el animador del diálogo en la caridad, el obispo monje, el cantor del ministerio de servicio, el eclesiólogo de la koinonía son, entre otras, algunas de las muchas facetas que ofrece al estudioso esta figura genial de la Iglesia de Cristo, que acertó a compaginar, en admirable consorcio y delicada conjunción, la razón y la fe, la libertad y la gracia, la religión y la cultura, el orden y la armonía. Humanista de vastos saberes y eclesiástico de hondas creencias, se supo, una vez convertido, todo de Dios, todo en Dios y todo para Dios. De ahí que sus obras hagan hoy tanto bien y sus frases, lo mismo las encontradas al azar que las elegidas de propósito, compendien un mundo de sugerencias para la religiosidad y el pensamiento.

La conversión y el bautismo

Con la de San Pablo es, sin duda, de las conversiones que más han influido en el cristianismo. Fue singular, «ya que no se trató de una conquista de la fe católica, sino de una reconquista. La había perdido, convencido, al perderla, de que no abandonaba a Cristo, sino más bien a la Iglesia» (Juan Pablo II). Agustín cayó de joven en la secta del maniqueísmo, la mujer procraz como él la califica, que lo tuvo mutilado durante los mejores años de juventud. Su evolución interior arranca del Hortensio de Cicerón, cuya lectura le había despertado el entusiasmo por la sabiduría, aunque a trueque de profundas huellas racionalistas. A los diecinueve años abandonó con facilidad la fe católica y abrazó en pocos días el maniqueísmo. Un tiempo en el error, que lo llevó a unir su vida, durante los turbulentos años cartagineses, a la de una joven como él, mujer anónima de las Confesiones, con quien llegó a tener un hijo, Adeodato, hecho éste que le ha valido figurar entre el pueblo llano como el gran pecador que luego fue santo, ¡y qué santo! El retorno, en cambio, a la fe católica fue un proceso lento y trabajoso. Y la gran lección que de todo ello queda es que quien busca la Verdad, aunque por el camino tropiece y caiga, acaba encontrándola. Estamos ante una conversión ele tipo intelectual primero y cordial después; de las que empiezan como tibia luz de un orto balbuciente que, poco a poco, según avanza la mañana, va desperezándose hasta la eclosión transformadora de un mediodía estallante de luz.

Por eso mismo, la tan citada escena del “Tolle, lege” no debe plantearse, como algunos malinterpretan, entre ser pagano o ser cristiano —que en ese momento ya lo era-, sino entre ser cristiano dentro del matrimonio, o serlo consagrado por completo a Dios. Mónica su madre, que había entendido como venida del cielo la consoladora frase de un sabio prelado, -no es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas, comprobó que su oración, más que sólo escuchada, había sido largamente atendida.

En la noche del 24 al 25 de abril del año 387, vigilia pascual aquel año, Agustín recibe el bautismo junto a su hijo Adeodato y su amigo Alipio, futuro obispo de Tagaste, de manos de San Ambrosio, el gran padre y doctor de la Iglesia. Asiste exultante a la ceremonia su madre Mónica. Canta gozosa en la basílica la madre Iglesia. Aguilucho travieso, con apenas plumón en las alas, había osado volar alto y se cayó al suelo. Pero Dios, Padre misericordioso, antes de que hiera pisoteado por los transeúntes, lo recogió misericordioso en la palma de su mano devolviéndolo al nido, desde donde, no tardando, remontaría el vuelo, ahora sí, para ser en adelante el Águila de Nipona. Lo medular de su mensaje, siendo así, consiste en un mantenido proceso de conversión. Fue y permaneció siempre el gran convertido. Grande por los admirables efectos que la conversión obró en su vida, y grande también por la continuada actitud de humilde adhesión a Dios, así como por la fe total en la gracia divina.

Padre y Doctor de la Iglesia

Ningún título mejor. Ninguna cumbre más airosa de las que nuestro protagonista escaló. Hay quien ha escrito que es no uno de los, sino el teólogo de la Iglesia. Una cosa es cierta en cualquier caso: frente a los maniqueos la estudió como hecho histórico y motivo de credibilidad, y contra los donatistas, a través de los conceptos de comunión y cuerpo místico. Su doctrina eclesiológica resplandece en muchas páginas del Vaticano Lumen gentium sobre todo, cuyo numero 8, valga recordarlo, recoge una de sus más lapidarias frases: «La iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (la ciudad de Dios. 18, 52. 2).

Dos dimensiones de su eclesiología despiertan hoy particular interés: la cristológica y la pneumatológica. Cristológica, en cuanto que Jesucristo asiste a su Iglesia, está en ella presente de modo continuo corno su cabeza, según la famosa doctrina del Christus totus. Como único mediador y redentor de los hombres, Cristo es cabeza de la Iglesia, Cristo y la Iglesia son una sola Persona mística, el Cristo total: «Admirados, gozad; nos hemos convenido en Cristo. Pues si él es la cabeza, nosotros seremos sus miembros: el hombre total somos él y nosotros». (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 21. 8).

Y junto a este bello perfil, se aprecia también atractiva y con airoso futuro la pneumatología. Porque el alma del cuerpo místico es el Espíritu Santo, vida del Pueblo de Dios, principio de comunión, caridad de la paloma, fuente inagotable de la prodigiosa expansión y universalidad de la Iglesia, pues «lo que es el alma con respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo con respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (Sermón. 267, 4).

Actual y de enorme interés ecuménico me parece asimismo su eclesiología de comunión, forjada, sobre todo al aire de la controversia donatista. Tres modos diversos, pero convergentes, emplea nuestro autor para referirse a la koinonía eclesial: el primero es la comunión de los sacramentos o realidad institucional fundada por Cristo sobre el cimiento de los apóstoles; el segundo es la comunión de los santos, o realidad espiritual, que une a los justos desde Abel hasta el fin de los siglos; y el tercero, la comunión de los bienaventurados, o realidad escatológica, que congrega a cuantos han conseguido la salvación, es decir, a la Iglesia sin mancha ni amiga (Ef 5. 27).

No basta con estar dentro de la Iglesia. Se requiere, además, ser Iglesia, koinonía, o comunión; es preciso construir a diario la Iglesia a base de sentir a la Iglesia, sentir con la Iglesia y sentirse uno mismo Iglesia, de suerte que ninguno de los problemas que preocupan al mundo nos resulten ajenos. Porque el sentir conduce inevitablemente al compartir, y compartir es ya evangelizar. En las relaciones humanas el papel de la amistad -otro término clave de la doctrina agustiniana- es definitivo. También lo es, dentro de la Iglesia, el diálogo, sin cuyo concurso resultarían imposibles ya la colegialidad, ya la comunión.

San Agustín consagró su entera vida de pastor de almas a devolver a la Iglesia de África la unidad rota por el cisma donatista. El entusiasmo derrochado en la tarea, su espíritu conciliar y conciliador, de mano amiga y generosa con el hermano disidente, su infatigable recurso al sereno coloquio para hacer luz en la verdad completa y llegar así, católicos y donatistas, a la reconciliación deseada, convienen a nuestro Agustín de Hipona en obligada y aleccionadora referencia para el ecumenismo del nuevo milenio. Su cita en los sínodos africanos -¡cómo no recordar sus intervenciones en la Conferencia ecuménica de Cartago el año 41!- constituye un espléndido paradigma de colegialidad, y la prueba palpable de que tampoco ésta debe prescindir del sensus Ecclesiae de los fieles.

Grandiosa herencia la de San Agustín para esta Iglesia de la Novo millennio ineunte, para esa tierra suya africana, continente de la negritud abierto al diálogo interreligioso. La resonancia de su voz sigue difundiéndose con el genuino acento eclesiológico y evangelizador de esta bella frase, de piedra blanca como tantas suyas: «Honrad, amad, pregonad también a la Iglesia santa, vuestra madre, como a la ciudad santa de Dios, la Jerusalén celeste. Ella es la que fructifica en la fe que acabáis de escuchar y crece por todo el mundo» (Sermón. 214, 11).

El autor que en el dintel de las Confesiones tira de pluma con el celebérrimo «nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Conf. 1, 1, 1), cierra su obra inmortal volviendo con la plegaria al mismo punto de partida: Señor Dios, danos la paz, puesto que nos has dado todas las cosas; la paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin ocaso. (Ib., 13, 35, 5O), porque también entonces descansarás en nosotros, del mismo modo que ahora obras en nosotros; y así será aquel descanso tuyo por nosotros, como ahora son estas obras tuyas por nosotros. (Ib., 13, 37, 52).
Agustín conquistó la paz del descanso en el Señor, el 28 de agosto del año 430.

Pedro Langa, O.S.A.

Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.