Ago
Evangelio del día
“ Quiero la cabeza de Juan, el Bautista ”
Primera lectura
Lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 4,13-18
Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza.
Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él.
Esto es lo que os decimos como palabra del Señor.
Nosotros, los que vivimos y quedamos para cuando venta el Señor, no aventajaremos a los difuntos.
Pues él mismo, el Señor, cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar.
Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor, en el aire.
Y así estaremos siempre con el Señor.
Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.
Salmo de hoy
Salmo 95, 1 y 3. 4-5. 11-12a. 12b-13 (R.: 13b) R.: El Señor llega a regir la tierra
Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al señor, toda la tierra.
Contad a los pueblos su gloria
sus maravillas a todas las naciones. R
Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
Pues lo dioses de los gentiles son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo. R
Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuando lo llena;
vitoreen los campos y cuando hay en ellos. R
Aclamen los árboles del bosque,
delante del Señor, que ya llega
ya llega a regir la tierra:
regirá el orbe con justicia
y los pueblos con fidelidad. R
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Marcos 6, 17-29
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo habla metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se habla casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecia a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía. Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
-«Pídeme lo que quieras, que te lo doy.»
Y le juró:
-«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.»
Ella salió a preguntarle a su madre:
-«¿Qué le pido?»
La madre le contestó:
-«La cabeza de Juan, el Bautista.»
Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
-«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista.»
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre.
Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron.
Reflexión del Evangelio de hoy
Celebramos hoy la memoria de san Juan Bautista, el que nació, vivió y murió para anunciar y señalar con el dedo al Mesías. Su vida no tendría sentido sin la de Jesús, y su muerte tampoco. Al recordar hoy el desenlace de su vida, su martirio, celebramos sobre todo su misma persona, su integridad personal, que hizo exclamar a Jesús: “Entre los nacidos de mujer, no hay nadie mayor que Juan” (Lc 7,28).
San Juan fue mártir, aunque no por confesar a Cristo directamente, sino por ser testigo de la verdad, primero, y de la Verdad de Jesús, después. Todo un modelo del testimonio que la mayoría de nosotros estamos llamados a ofrecer.
Poder e influencia, cuando se emplean mal
Herodes Antipas, que había heredado de su padre, Herodes el Grande, Galilea, era un rey –o mejor tetrarca- débil y, en cuanto tal, un tanto contradictorio. Por una parte, “respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo”, y, simultáneamente, “lo había mandado prender y lo había metido en la cárcel encadenado”. ¿Cómo compaginaba Herodes el respeto con el encarcelamiento del inocente? ¿No tuvo otra forma más transparente de defenderle que encadenarle en la cárcel como si de un delincuente peligroso se tratara? Son contradicciones que, a veces, tenemos los humanos. Y, en el caso de Herodes, hubo mediaciones que facilitaron su actuación. El Bautista había denunciado su situación matrimonial irregular, y esta denuncia motivó que Herodías, “mujer de su hermano Filipo con la que Herodes se había casado”, aborreciera a Juan y quisiera matarlo.
La ocasión para Herodías llegó cuando Herodes juró a la hija de Herodías lo que nunca tenía que haber jurado, y ésta ofreció a su madre lo que nunca tenía que haber ofrecido; ésta, a su vez, aconsejó a su hija lo que nunca tenía que haber pedido, y el rey mandó ejecutar el deseo de la joven que, aunque lo hubiera jurado, nunca tenía que haber cumplido. Así acabó Juan, por obra y gracia del “zorro” Herodes –en boca de Jesús-, que se creyó dueño de vidas y haciendas, dejándose influenciar por la voluble y arbitraria Herodías.
Honradez, coherencia, transparencia
De Juan aprendemos, en particular, reciedumbre de carácter, todo lo contrario de Herodes, y coherencia de vida. Vivía como predicaba, y comía y vestía en consonancia con lo que decía. Nadie pudo encontrar en él doblez alguna. Era un hombre de una pieza. Hasta dar con Jesús tiene discípulos; una vez que lo señala no tiene empacho alguno en decir a sus discípulos que sigan a Jesús, porque su papel ya está cumplido.
Fue un hombre austero, íntegro y honrado. Su misión fue dar testimonio de la Verdad y, por ella y por él, predicar las verdades con minúscula a soldados, devotos, pecadores, reyes, a todos para que todos pudieran llegar y alcanzar la Verdad hecha carne. Y por amor a la verdad y denunciar la mentira fue encarcelado, encadenado y, finalmente, decapitado.
El martirio de Juan nos invita a intentar vivir, y si fuera necesario morir, dando testimonio inequívoco de Cristo, con palabras –que si son verdaderas siempre denuncian- y con la vida, que hará creíbles nuestras palabras. Y que lo hagamos con formas, confesando como Juan: “Él tiene que crecer y yo menguar” (Jn 3,30).