Jul
Evangelio del día
San Ignacio de Loyola
En la juventud, siendo militar, sufrió una herida en una batalla lo que le llevó a convertirse abandonando su anterior vida de pecado. Se formó en la Universidad de París y ya en Roma fundó la Compañía de Jesús. Dió origen a los ejercicios espirituales como modelo de introspección.
La fuente primaria e imprescindible de la biografía de Ignacio es sin duda alguna su autobiografía o Relato del Peregrino, que él contó a Gonçalves da Cámara.
Con este documento fundamental y las otras fuentes primarias podemos reconstruir con fiabilidad la figura del fundador de la Compañía.
La trayectoria de su vida puede resumirse muy brevemente con estas palabras: pecador, penitente, peregrino, y sólo luego líder y fundador, más brevemente aún, de Íñigo a Ignacio.
El último de los trece hijos de don Beltrán Ibáñez de Oñaz y doña Marina Sánchez de Licona heredó las cualidades y defectos de su familia y de su raza; la lealtad, el sentido del honor, la parquedad en las palabras, el realismo, el esfuerzo perseverante, la fe cristiana, pero también la debilidad de la carne. Su padre tuvo varios hijos ilegítimos y sus hermanos no se distinguieron por sus buenas costumbres: él mismo fue esclavo del vicio de la carne y cometió delitos que el proceso subsiguiente calificó de “enormes, cometidos de noche y con alevosía”.
Su estancia en la corte, como paje del contador mayor don Juan Pérez de Cuéllar, le sirvió para asimilar las maneras cortesanas, la dirección administrativa y el arte de la correspondencia epistolar, en que sería maestro.
Su conversión tuvo lugar durante su convalecencia después de su herida en la ciudadela de Pamplona y se originó con un ejercicio de introspección que ha quedado como modelo; lo plasmaría en las «reglas para el discernimiento de espíritus» que incorporó en su libro de Ejercicios Espirituales.
Le quedaba mucho que aprender, pero fue aprendiendo. De momento era un simple penitente sin otro deseo que ir a Tierra Santa. La estancia semiobligada en Manresa afinó y profundizó su visión y perfiló para siempre lo que sería la espiritualidad ignaciana. Un día, estando sentado junto al río, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento de tal modo que le parecían nuevas todas las cosas; es la famosa visión del Cardoner. De este tiempo dirá que Dios le trataba de la misma manera que un maestro de escuela a un niño, enseñándole. En una primera fase, se dio a la penitencia despiadadamente: luego padeció escrúpulos que sólo una clara gracia de Dios le curó: entonces atenuó sus penitencias, se «humanizó», y empezó a hacer apostolado. Cuando salió de Manresa, el discípulo era ya un consumado maestro de espíritu.
Paris: Íñigo y sus «compañeros»
Al no poder quedarse como deseaba en Jerusalén, se planteó lo que debería hacer en el futuro; decidió estudiar y reunir compañeros. Después de varios fracasos en ambos frentes, en Alcalá y Salamanca, aquel hombre, que no se contentaba con medias tintas, resolvió estudiar en la mejor universidad de Europa, la Sorbona de París, y allí encontró también su grupo definitivo de compañeros aquel «seductor de estudiantes»: Fabro y Javier, Laínez y Salmerón, Robadilla y Rodrigues.
Pero el líder no imponía sus decisiones al grupo. Cada paso importante se deliberaba en un «discernimiento comunitario» que heredaría la futura Compañía. Así resolvieron ir en peregrinación a Jerusalén y allí emplearse en el bien del prójimo, viviendo y predicando en pobreza a la manera de los apóstoles. Este plan fue el objeto de un voto que hicieron en Montmartre el 15 de agosto de 1534. Si el viaje no fuera posible, se ofrecerían al papa para que él los enviase donde juzgase más conveniente.
De Venecia a Roma
Esto último fue lo que ocurrió. En julio de 1537 se encontraban reunidos en Venecia para embarcar; pero aquel año, por primera vez en 38 años, ningún patrón izó la bandera de los peregrinos en señal de un próximo viaje. Resolvieron esperar un año; si tampoco el próximo año hubiera embarcación, se pondrían a disposición del papa.
La espera la aprovecharon para recibir la ordenación sacerdotal y hacer apostolado. Los demás compañeros celebraron su primera misa: Íñigo prefirió esperar y aquel período fue para él un segundo Manresa: Tuvo muchas visiones espirituales y muchas, casi ordinarias, consolaciones, al revés que en París. Sus deseos giraron en torno a un punto que hizo central: rogaba a María que «le quisiese poner con su Hijo».
Llegada la hora, se pusieron en camino para Roma. Íñigo hizo el viaje con Fabro y Laínez. Al llegar a la Storta, a unos 16 kilómetros de la ciudad, entraron en una capilla a la vera del camino, que aún se conserva. «Y haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con Cristo su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo», nos cuenta en la autobiografía. Hay dos variantes de la experiencia que nos han venido de lo que debió de comentar con sus compañeros en el camino. Según la versión de Pedro Canisio, quien pudo haberla recibido de Fabro, el Padre le dijo: «Yo estaré con vosotros en Roma»; según Laínez, «Yo os seré favorable en Roma».
¡Favorable! Cuando Íñigo narró a sus compañeros lo ocurrido en la capilla, añadió estas palabras: «No sé lo que será de nosotros. Ni acaso seremos crucificados en Roma». Y ya en Roma les dijo que veía «las ventanas cerradas».
El padre Leturia ha captado magistralmente este histórico momento. Hasta ahora la peregrinación a Tierra Santa ha constituido su objetivo supremo; Roma es sólo estación de empalme y Jerusalén el destino final. La Storta le arranca de Jerusalén y le orienta hacia Roma; el cuarto voto (de obediencia al papa en cuanto a las misiones que pueda encomendarle) empieza a ser su ideal definitivo precisamente cuando, al cerrársele Jerusalén y acercarse lleno de temores a la Ciudad Eterna, oye al Señor que le dice: «Yo estaré con vosotros: yo os seré favorable en Roma». Desde este momento Jerusalén deja de ser el centro de sus ideales y la oblación al pontífice es la forma concreta como entiende consagrarse a Cristo. Lo expresará con inusitado énfasis la primera frase de la fórmula del instituto, carta magna de la orden: «Servir a sola su Divina Majestad y a su esposa la Santa Iglesia bajo el romano pontífice».
Roma: Fundación de la Compañía de Jesús
La oferta al papa la hicieron al año de llegar, un día de noviembre de 1538. Pero el gran paso de fundar la Compañía no estaba dado aún. Los compañeros seguían siendo un grupo fuertemente unido por un gran ideal, pero sin vínculos jurídicos. Íñigo, al que ya podemos empezar a llamar Ignacio, «iba al paso de el Espíritu de Dios que le guiaba», como dijo bellamente Nadal, «no se le adelantaba». El problema de forjar los vínculos jurídicos lo planteó cuando llegó el momento, y este momento se produjo cuando el papa empezó a valerse de los Maestros de París y éstos comenzaron a disgregarse. ¿Acudirían a estas llamadas como individuos independientes o como miembros de un grupo organizado con un superior propio, es decir, una nueva congregación religiosa? La decisión se hacía inaplazable.
Así tuvieron lugar, desde mediados de marzo hasta el 24 de junio de 1539, las que se han llamado las Deliberaciones. En ellas fueron fijando los puntos principales: primero, seguir unidos; segundo, elegir a uno de ellos como superior; luego otros puntos característicos de la futura Compañía: el voto especial de obediencia al papa, la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños, el mandato vitalicio del superior general.
Estos puntos se recogieron en aun documento, los «Cinco Capítulos», que fue presentado a Paulo IIl el 3 de septiembre de 1539. La aprobación formal la dio el pontífice en el palacio de Venecia el 27 de septiembre de 1540.
Con esto la Compañía estaba fundada. Había que elegir el superior de la nueva orden. Los compañeros que se encontraban en Roma se reunieron para el efecto el 8 de abril de 1541 y, con los votos de los ausentes por escrito, eligieron a Ignacio por unanimidad.
Ignacio no aceptó la elección. Hizo un apasionado discurso alegando su incapacidad y «sus muchos malos hábitos pasados y presentes, faltas y miserias». Sólo se rindió cuando, después de una confesión general que duró tres días, su confesor, fray Teodosio de Todi, le dijo que negarse sería resistir al Espíritu Santo.
También recayó sobre él la tarea de escribir las Constituciones, desarrollando los puntos ya contenidos en los Cinco Capítulos. A esta tarea y al gobierno de la Compañía dedicó los 17 años de vida que le quedaban. El método que siguió combinaba el estudio con la oración. El estudio, sobre todo, en los puntos comunes con las órdenes religiosas existentes; la oración, en los nuevos y específicos de la Compañía. Para aquéllos le ayudó desde 1547 su fiel secretario Juan Alfonso de Polanco: en cuanto a la oración queda el testimonio, conmovedor y elocuente, de su diario espiritual.
A mediados de 1550 quedaba completado un primer borrador, que presentó a los compañeros que pudieron acudir a Roma con motivo del Año Santo, recogió sus observaciones, retocó el texto, y en 1552 presentó uno semidefinitivo; semidefinitivo, porque siguió perfeccionándolo hasta el fin de su vida. Nunca quiso «cerrar» las Constituciones. Era un gesto de humildad, pero también de realismo. Le inspiraba su visión dinástica de la obra y estaba en profundo acuerdo con la flexibilidad recomendada en el texto. Sólo los principios fundamentales son taxativos: las disposiciones de orden práctico se adaptan a las condiciones de personas, lugares y tiempos. Las Constituciones son como un organismo vivo que, manteniendo su identidad, responde a los estímulos de su entorno.
Es verdad que el peregrino, que había recorrido a pie y varias veces media Europa, estaba ahora condenado a no salir de Roma. Pero no se encerró en el par de habitaciones que hoy se visitan y veneran en el Collegio del Gesú. Al trabajo de escribir las Constituciones y gobernar la Compañía, Ignacio añadió una serie de actividades apostólicas -con las prostitutas, los judíos, la más alta nobleza– que le hicieron el apóstol de Roma.
La litiasis biliar y cirrosis hepática, que le aquejaban de años atrás, se agravaron de forma que, en julio de 1556, estaba próximo a la muerte. Un fatal descuido de Polanco, que antepuso el despacho de la correspondencia del día a la atención del enfermo, hizo que éste muriera casi solo en la mañana del viernes, 31 de julio de 1556. Al examinar el cadáver, vieron que tenía tres piedras en el hígado y éste totalmente endurecido: y los pies «llenos de callos y muy ásperos, de haberlos traído tanto tiempo descalzos y de haber hecho tantos caminos».
Peter-Hans Kolvenbach S.J.
Texto tomado de: Martínez Puche, José A. (director),
Colección Nuevo Año Cristiano de EDIBESA.