Mar
1
Ene
2019

Homilía Santa María, Madre de Dios

María da vida y vive para Jesús

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El Señor te bendiga

La primera lectura recoge la bella fórmula de bendición que Dios mismo enseñó a Moisés para que, a su vez, este la transmitiera a su hermano Aarón y los hijos de éste, con la que bendecirían a los israelitas.

La palabra bendición significa «decir bien». Dios siempre dice bien de sus hijos porque los ama. Dado que la Palabra de Dios es acción, cuando dice bien de nosotros, su Palabra obra en nosotros, nos transforma, nos hace bien.

Decir que Dios nos bendice es decir que nos acompaña, que está con nosotros. Sabemos bien que Dios nos bendice sin cesar, que nos acompaña y que está con nosotros en todas las circunstancias.

Sin embargo, ese subjuntivo («el Señor te bendiga»), como todos los subjuntivos expresa un deseo: pero se refiere a nosotros. Es decir, Dios nos bendice sin cesar, pero somos libres de acoger su bendición, como el sol, brilla sin cesar incluso cuando nosotros cerramos las ventanas de nuestra habitación para que sus rayos no penetren en ella; así también somos libres de escapar a esta acción benéfica de Dios. Por tanto, la fórmula: «que el Señor te bendiga» es la expresión del deseo de que nos pongamos bajo la bendición de Dios. Ese subjuntivo está ahí para expresar nuestra libertad.

Cuando le pedimos a Dios que nos bendiga, nos exponemos a su acción transformadora. Pero la bendición divina no tiene nada en común con la magia. Ser bendecido es vivir en la gracia de Dios, vivir en armonía con Él, vivir en la Alianza. Eso no nos evitará las dificultades ni las pruebas de la vida; pero si vivimos en la bendición de Dios, atravesaremos las pruebas cogidos de su mano, con la firme certeza de que él nos acompaña.

Cuando le decimos a alguien: «Que Dios te bendiga», eso expresa nuestro deseo de que la persona abra su corazón a la bendición de Dios, que puede‒ si así lo desea‒ obrar en ella y transformarla.

En el salmo 66 (67) se dice: «Dios, nuestro Dios, nos bendice. Que Dios nos bendiga». Estas dos frases no son contradictoras: Dios nos bendice sin cesar; para abrirnos a su acción basta con que lo deseemos.

La maternidad divina de María

La grandeza de María no proviene exclusivamente de su maternidad biológica, propia de toda madre. Lo más importante no está en el parentesco sanguíneo, aunque quizás es lo que más nos impresiona en un primer momento. Cuando una mujer de entre la multitud gritó exclamado: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron», Jesús la corrigió diciendo: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». De este modo Jesús no invita a situar la grandeza de la maternidad de María en otro nivel: el de la fe.

Los Padres de la Iglesia no se cansan de repetir que María es madre de Dios antes por la fe que por haber concebido en su vientre al Hijo de Dios. San Agustín afirmaba que María «concibió antes en su mente que en su vientre virginal», o también que «la bienaventurada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo».

La grandeza de María está en haber acogido en la fe al Verbo. Su maternidad se extiende a lo largo de toda su vida. Crea todo un mundo de relaciones con su Hijo. La expresión griega «Thotokos» (traducida al latín por «Dei Genitrix»), desde el punto de vista etimológico solo alude al hecho de dar a luz, mientras que la expresión «Madre de Dios» («Mater Dei»), abarca toda su vida, todo el mundo de relaciones con su Hijo. La vida de María consistió en engendrar a su Hijo y vivir para él, de modo que en ella la misión y la vida se identifican totalmente; su existencia se identifica totalmente con su compromiso. Su vida fue este Hijo; vivió para él; colaboró en su misión.

Al encarnarse en María, Dios fue libre para elegir una madre, una posición social, una cultura, una lengua, un pueblo, un ambiente, una época, un destino,… Lo biológico lo recibe de María, y también muchos elementos de la cultura. María le da la vida a Jesús, porque él es su Hijo; pero, al mismo tiempo, recibe la vida de Jesús, porque él es su Dios. En este sentido es donante y receptora al mismo tiempo.

Pero María no es madre de Dios por casualidad ni obligatoriamente. No es así como Dios obra con nosotros. Dios respetó su libertad, como respeta la de todo ser humano. Solicitó su colaboración, y ella respondió con generosidad, consciente y libremente a esta solicitud.

Es una alegría contar con una mujer así en la historia de la humanidad: una mujer buena, entregada completamente a Dios; y, además, tenerla también por nuestra madre.

Así como se pone a un recién nacido bajo la protección de la Virgen María, del mismo modo acudimos a su intercesión materna para que Dios conceda a la humanidad un año dichoso, un año de paz y reconciliación. La advocación de María como reina de la paz fue introducida por el papa Benedicto XV durante la primera Guerra Mundial. Hoy no estamos menos necesitados que entonces del don de la paz en todos los ámbitos de la vida humana.

Dar gloria y alabanza a Dios, guardar y meditar las acciones de Dios en nuestro corazón

El pasaje evangélico de esta solemnidad nos narra la visita y adoración de los pastores. Ellos fueron los primeros en recibir la gran noticia del nacimiento del Salvador, aunque en su tiempo en Palestina tenían fama de ser personas poco recomendables porque su oficio les impedía frecuentar las sinagogas y respetar el sábado. A pesar del escenario de pobreza que rodea el nacimiento de Jesús, ellos supieron reconocer en el niño recién nacido al Salvador del mundo, y se fueron a sus casas y a sus tareas «dando gloria y alabanza a Dios por los que habían visto y oído». Nosotros estamos invitados a imitar esta misma actitud, así como la de María, que «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». La Navidad es también un tiempo de meditación. Es tan grande el misterio que celebramos, que nuestros pensamientos solo pueden intuir una mínima parte.

El nombre de Jesús

Para san Lucas el hecho de que Jesús fuera circuncidado es la expresión de su pertenencia al pueblo de Israel, y un signo del ambiente de piedad que envolvía su vida familiar. José y María quieren obedecer en todo la ley de Dios. El nombre, revelado por el ángel, significa: «Dios salva». Es el mismo nombre de Josué, pero que ha evolucionado. Este nombre expresa su misión y su destino. El Josué o Jesús del pasado había introducido al pueblo elegido en la tierra prometida. Este nuevo Josué es el que nos introduce en el reino de Dios, en el mundo de Dios, verdadera tierra prometida; es el que nos reconcilia con Dios y nos abre de par en par las puertas del paraíso con su muerte y resurrección.