Nov
Homilía Solemnidad de Todos los Santos
Año litúrgico 2009 - 2010 - (Ciclo C)
“ La salvación es de nuestro Dios… ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
La palabra “santidad” está desterrada del vocabulario civil o apenas tiene ya significado en él. Para la mayoría de las personas porque está asociada a vidas extrañas, comportamientos raros y hasta inhumanos, milagros inasequibles y a veces inútiles… Para esas personas el tema de la santidad es extraño e intrascendente. Aun se utiliza a veces la expresión “es un santo”. Se dice de las personas que no tienen doblez ni retranca, que son justas, bienintencionadas y transparentes en sus palabras y en sus acciones, compasivas y misericordiosas, pacíficas y pacificadoras… A eso no se le llama sólo un buen comportamiento; a eso se le llama ser buenos de raíz, ser humanos a carta cabal. Pero apenas se relaciona esa santidad con la experiencia religiosa.
Si el término “santidad” ha desaparecido del vocabulario civil, quizá sea porque con el tiempo la santidad se desacreditó o fue sometida a numerosos malentendidos que es preciso deshacer.
La santidad oficial en la Iglesia quedó asociada a vidas heroicas y milagros espectaculares.
La inmensa mayoría de los cristianos se sienten distantes de estas metas. Las consideran propias de los santos canonizados, de la santidad que se ha puesto como regla y modelo para los fieles. Pero Dios, que mira en lo profundo, quizá nos invita en esta fiesta a considerar la otra cara de la santidad, la más genuina, aquella que brota del bautismo cristiano, aquella que explica que en la Iglesia primitiva todos cristianos fueran llamados “santos”. Es una especie de santidad anónima, escondida en la vida ordinaria de las personas, encarnada en una existencia vivida con mucha fe y mucha humanidad. Es una santidad que da de sí sentimientos y actitudes de misericordia y compasión, que se concreta en obras de justicia, caridad y solidaridad. Porque así es Dios, el Dios cristiano, así actúa Dios y así quiere que sean y actúen quienes creen en él. Así es la santidad de Dios y así se refleja en sus santos. A estas personas están dirigidas las bienaventuranzas evangélicas.
La santidad quedó demasiado asociada a la conducta moral, a las virtudes heroicas, a la capacidad de sacrificio, a la perfección moral.
Pero las raíces de la santidad cristiana están más abajo, y tienen que ver con experiencias más teologales: las experiencias de fe, de esperanza y caridad. Esta santidad es compatible incluso con la fragilidad humana, con nuestra vulnerabilidad, incluso con la debilidad moral. Porque no es lo mismo portarse bien (perfección moral) que ser bueno (perfección humana y teologal). Bienvenido sea el buen comportamiento y la perfección moral, pero, si no son bien administrados, también pueden conducir a un cierto fariseísmo, a la dureza de corazón, a la intolerancia, a la amargura. Ser bueno –o ser justo y santo en el vocabulario cristiano- es otra cosa: es tener un corazón sano, misericordioso y compasivo, libre de raíces amargas, limpio de sentimientos inhumanos. De esto nos hablan las bienaventuranzas evangélicas. Charles de Foucold decía que su única misión en la vida era “ser bueno”. Esta bondad de raíz es tan exigente que Jesús mismo llegó a afirmar: “sólo Dios es bueno”. Nuestra bondad es siempre una modesta participación de esa bondad de Dios. Nuestra santidad es sólo un modesto reflejo de la santidad de Dios, el único Santo.
La santidad quedó demasiado asociada a los méritos de los santos.
Se llegó a presentar como resultado del esfuerzo y de la conquista humana. Pero no, la verdadera santidad cristiana es una gracia, es la obra que Dios hace gratuitamente en nosotros. Para que esta acción gratuita de Dios opere la santidad en nosotros, es preciso acogerla agradecidamente y ejercitarla responsablemente. Sólo Dios es santo, el tres veces Santo, el Santísimo. Su santidad es mucho más que un perfecto comportamiento moral con su creación, con sus creaturas. Su santidad es su mismo ser. Nuestra santidad es simplemente el reflejo de la gloria divina en nosotros, lo que Dios va poniendo en nosotros de bondad, de benevolencia, de misericordia. Nuestra santidad es el reflejo del esplendor divino en nosotros. Es el resultado de la benevolencia de Dios hacia nosotros, del amor con el que Dios nos mira. No hallamos gracia a sus ojos por nuestros méritos, sino por su benevolencia, por su mirada misericordiosa. Esta mirada y esta acción de Dios sobre nosotros es lo que pone en nosotros santidad. Por eso la santidad no es nuestra, es de Dios. Lo más que nosotros podemos hacer es dejar que la santidad de Dios se refleje en nosotros, que actúe en nosotros. Pero en todo caso, la santidad es gratuita, es un don de Dios, es la acción del Espíritu Santo sobre las personas.
De esta santidad han participado y se han nutrido todos los santos que recordamos y celebramos en esta festividad.
“Bienaventurados los pobres de espíritu…, los sufridos…, los que tienen hambre y sed de justicia…., los misericordiosos…, los limpios de corazón…, los pacíficos…, los perseguidos por causa de la justicia…” (Mt 5, 1-12)