Dom
10
Mar
2019

Homilía I Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Acuérdate de lo que Dios ha hecho por ti

Según afirma algún exégeta, el libro del Deuteronomio podría llamarse el libro de la memoria. La ofrenda de las primicias era para los israelitas una ocasión muy especial para refrescar la memoria, para recordar la gran hazaña de Dios a favor de su pueblo. Dios lo salvó no porque fuera el pueblo más grande, ni el más fuerte, ni el más numeroso, ni siquiera moralmente el mejor, sino simplemente porque estaba tan oprimido que ni siquiera tenía derecho a engendrar hijos varones; el Faraón había ordenado a los propios hebreos destruir la vida de sus niños. La liberación de la opresión y de la esclavitud es la expresión del amor de Dios por este pueblo, que derivó en una relación especial hasta el punto de convertirlo en su Primogénito, en pueblo elegido. Dios eligió a este pueblo para que a través de él su salvación alcanzara a toda la humanidad.

La ofrenda de las primicias o de los primeros frutos de la cosecha era también una ocasión para recordar que todos los bienes proceden en última instancia de Dios, y que, por tanto, no son el fruto únicamente del esfuerzo personal o colectivo. La presentación de las primicias concluía con la postración ante la presencia de Dios, lo que suponía el reconocimiento de que él era el único Dios. Tal reconocimiento entraña la renuncia a la idolatría.

Al comienzo de la Cuaresma también nosotros estamos invitados a recobrar la memoria, a recordar todo lo que Dios hace por nosotros, pues corremos el peligro de volvernos amnésicos y de atribuirnos a nosotros mismos lo que tenemos. Como Israel, estamos invitados a combatir la idolatría que se presenta a nosotros de muchas formas, a veces tan sutiles que uno no se da cuenta de ello; estamos invitados a poner nuestra vida en las manos de Dios; a poner a Dios en el centro de nuestra existencia; a optar por Él con plena conciencia.

La Cuaresma es una buena ocasión para examinar nuestro corazón y ver si ya amamos a Dios con todo nuestro corazón, con todo nuestro ser, o si todavía nos aferramos a los ídolos tangibles que nos dan tanta seguridad, al menos por un momento.

Quédate conmigo, Señor, en la tribulación

El Salmo responsorial de este día es el mismo que se recita después de las segundas vísperas de cada domingo o solemnidades en el oficio de Completas. Se trata de un diálogo a tres. En la primera estrofa interviene el pueblo de Israel para expresar la seguridad que el creyente experimenta en Dios. En el Templo de Jerusalén, al amparo del Altísimo, a la sombra del Omnipotente, el creyente puede dirigirse a Dios para expresarle su confianza diciéndole: «Refugio mío, alcázar mío, Dios mío, confío en ti». Esa es la actitud de Jesús en las tentaciones del desierto, donde no cesa de refugiarse en Dios. Ante la tentación también nosotros podemos imitar esta actitud de confianza del pueblo fiel y del mismo Jesús. Ceder a la tentación es dejar de confiar en Dios, es desconfiar de que nuestra vida está en sus manos; desconfiar de que él tenga un buen designio para nosotros; es desconfiar de la verdad de su Palabra. Lo primero que espera Dios de nosotros es que confiemos en Él, que nos dejemos guiar por Él. Eso supone aceptar una Palabra que a veces puede desconcertarnos e incluso contrariarnos. Pero nadie mejor que Dios conoce hasta el fondo lo que nos conduce a la paz.

En la segunda y tercera estrofa son los sacerdotes los que toman la palabra a la entrada del templo para dar una catequesis al pueblo. Esta catequesis se resume en decir que la victoria sobre el mal está asegurada porque Dios no cesará de proteger a su pueblo. La certeza de esta victoria se expresa con imágenes muy bellas: «no se te acercará la desgracia»; «la plaga no llegará hasta tu tienda»; Dios ha dado órdenes a sus ángeles «para que te guarden en tus caminos»; los ángeles «te llevarán en sus palmas»; impedirán que tu pie «tropiece en la piedra». Las fuerzas del mal están simbolizadas en los áspides y víboras, en los leones y dragones.

En la cuarta estrofa es Dios quien habla, no para decir que evitará de forma mágica las pruebas de la vida de los creyentes, de quienes se refugian en Dios, de quienes se ponen a su lado, sino para afirmar que Él estará con ellos en la tribulación, defendiéndolos y glorificándolos. Esto también se verifica en el episodio de las tentaciones de Jesús. El Padre no deja solo a Jesús en el desierto, porque Jesús no deja de ponerse a su lado.

La segunda lectura insiste en la confianza en Dios. San Pablo toma las palabras del profeta Isaías que dicen: «el que cree no vacilará»; palabras que el Apóstol retoca para expresar una convicción profunda: «Nadie que cree en Él quedará defraudado». Son palabras muy consoladoras, sobre todo para el momento de la prueba. Dios podrá ocultarse aparentemente durante un tiempo, pero no dejará solos a los que confían en Él. La confianza es el cimiento que sostiene la vida de los creyentes. En adelante, quien invoque con fe al Señor encontrará la salvación.

El Señor es nuestro refugio en la tentación

Lo primero que resalta en el pasaje evangélico de este domingo es la acción del Espíritu en la vida de Jesús. Él estaba lleno del Espíritu Santo desde su concepción. No le opuso nunca ninguna resistencia; se dejó conducir por él a todas partes, también al desierto para prepararse para su misión. Jesús es el modelo más acabado para la vida de todo cristiano. Como él, también nosotros, que hemos recibido el mismo Espíritu en nuestro bautismo, tenemos que dejarnos conducir en todo momento por el Espíritu Santo. La Cuaresma es un tiempo propicio para escuchar el Espíritu, para atender a sus llamadas, para examinar nuestras resistencias, para extirparlas,… El fruto del Espíritu que resume todos los otros es el amor. La Cuaresma es también un camino de crecimiento en el amor a Dios y al prójimo.

El Espíritu condujo a Jesús al desierto donde pasó cuarenta días. El desierto es un lugar propicio para encontrarse con Dios lejos de todos los ruidos que pudieran distraernos; pero con frecuencia, ante la penuria del lugar, allí la tentación se vuelve más recia.

Viendo la fragilidad física de Jesús, provocada por el ayuno, el diablo ‒es decir, el que divide o separa‒ trató de apartar a Jesús de su refugio, del Padre. Inició su primer ataque con estas palabras: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan». Jesús afrontó la tentación agarrándose fuertemente al Padre, centrándose en su Palabra. Jesús no entró en diálogo con el tentador, se limitó a citar unas palabras del libro del Deuteronomio: «Está escrito: “No solo de pan vive el hombre”». El texto del Deuteronomio continúa diciendo que el hombre vive de toda palabra que sale de la boca de Dios. En su paso por esta tierra el alimento primero de Jesús era hacer la voluntad del Padre. Sin la Palabra que viene de Dios y que alimenta nuestro espíritu nos embrutecemos, nos deshumanizamos. Los cristianos necesitamos alimentarnos cada día de esa Palabra, no solo en momentos puntuales. Solo Dios puede colmar todas nuestras hambres.

Mostrándole todos los reinos de la tierra, el diablo tentó a Jesús por segunda vez diciéndole: «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me ha sido dado, y yo lo doy a quien quiero. Si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». La tentación parte de una mentira, pues el tentador no es dueño de todos los reinos de la tierra. Se trata de una doble tentación, la tentación del poder que pasa por la caída en la idolatría. También esta tentación quiere apartar a Jesús del Padre enfrentándolo a Él. Jesús responde de nuevo citando el libro del Deuteronomio: «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”». La idolatría fue el caballo de batalla de toda la historia de Israel, como lo sigue siendo en nuestros tiempos. El libro de los Salmos y también los profetas salieron al paso de esta tentación bien real.

Colocando a Jesús en lo más alto del templo de Jerusalén, el tentador le dice a Jesús: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”, y también: “Te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece contra ninguna piedra”». Jesús responde citando de nuevo el libro del Deuteronomio: «Está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”»; es decir, no hay que exigir a Dios pruebas de su presencia ni de su protección. Jesús tiene la certeza de que pase lo que pase el Padre seguirá siendo su único refugio. Jesús no abandona ese refugio por nada del mundo.

Resulta lógico que Jesús recurra al libro del Deuteronomio para defenderse de estas tentaciones, pues este libro fue escrito precisamente para que los israelitas no olvidaran jamás que Dios es su Padre. Ante la tentación se hicieron realidad en Jesús las palabras del Deuteronomio que san Pablo cita en el pasaje de la carta a los Romanos que leemos en este día: «La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón». Del corazón y de los labios de Jesús brotó de modo espontáneo la Palabra oportuna que le ayudó a vencer la tentación. La Cuaresma es un tiempo propicio para introducir más intensamente en nuestro corazón, es decir, en todo nuestro ser, la Palabra de Dios, esa Palabra que ahora se ha encarnado y que es el mismo Jesús; Palabra llena de vida.

El pasaje evangélico concluye diciendo que «acabada toda tentación, el diablo se marchó hasta otra ocasión». Las ocasiones sin duda fueron muchas. Recordemos, por ejemplo, el episodio en el que Pedro, después de confesar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, se opuso a que Jesús viviera su misión mesiánica pasando por el camino de la humillación y de la cruz. Pero sobre todo esa tentación se hizo particularmente recia en Getsemaní, impresionante escuela de vida para todos los creyentes.

La Cuaresma es un tiempo para prestar especial atención a Jesús, Palabra de Dios hecha carne, en quien ‒como decía san Juan de la Cruz‒ el Padre nos lo ha dicho todo.