Abr
Homilía V Domingo de Cuaresma
Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)
“ Yo soy la resurrección y la vida ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
“Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro…”
El pasaje evangélico que hoy nos ocupa, es un relato muy bien diseñado y un dibujo muy claro de la humanidad de Jesús. Está construido en forma de diálogo familiar con Marta, la hermana de Lázaro, donde, con pequeñas pinceladas, va quedando patente la tristeza y el desconcierto ante la muerte, pero, al mismo tiempo, reflejando un ambiente de confianza y amistad que sirve para dejar patente otros aspectos humanos de Jesús, especialmente sus sentimientos: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro… Jesús sollozó… Sollozando de nuevo…
“Yo soy la resurrección y la vida…”
De forma gradual nos va acercando al hecho central de la resurrección de Lázaro, donde se explicita que Jesús, no solo es la vida, sino que es dador de vida. El tema de Jesús dador de vida, es recurrente en el evangelista Juan. Completa así la simbología de los tres domingos anteriores: el agua, la luz; hoy, la vida. Dar vida es la finalidad de su presencia en el mundo. Así lo manifiesta Jesús en el evangelio de Juan: “He venido para que tengan vida y vida abundante” (Jn.10,10). De esa forma queda claro que, con Jesús, la muerte no tiene ninguna fuerza, ya que Él ha venido a derrotarla. Es lo que ha ido quedando claro en su caminar por Palestina donde la muerte ha sido derribada de muchas maneras: las curaciones de todo tipo, el rescate de un pecador público como Zaqueo, el perdón a la mujer adúltera, la acogida a cuantos son marginados y despreciados en la sociedad… en todos ellos Jesús va dando respuesta a la necesidad de vida de la gente. En esa respuesta, la muerte ya está siendo derrotada.
“Si hubieras estado aquí…”
Como en otras ocasiones, para llegar a esa certeza, -Jesús dador de vida y destructor de la muerte-, ha sido necesario ir desbrozando el camino a través del diálogo con Marta. Tras ese diálogo surge con naturalidad la confesión en su condición mesiánica, quedando clara su misión sanadora-salvadora. El camino de la fe es camino de confianza, donde el hombre expresa sus convicciones en ese diálogo-oración con el autor de la vida. Ahí quedan expuestos los claroscuros que conforman nuestra existencia: nuestros deseos más hondos, también nuestras necesidades. Y es en ese diálogo donde cabe todo lo que conforma la vida de las personas. Es ahí donde surge la confianza hecha expresión en la fe que manifiesta Marta en la conversación con Jesús. La añoranza del “si hubieras estado aquí”, se complementa con la seguridad del “sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”.
“Os infundiré mi espíritu y viviréis…”
Si algo queda claro en la historia de Israel es que Dios es siempre fuente de vida. Es lo que nos ha recordado Ezequiel en la primera lectura. El profeta ve al pueblo en situación de muerte, simbolizada en esta expresión: un montón de huesos. Parece que todo se ha terminado, ya no hay esperanza. Y ahí aparece la voz vivificadora de Dios “Yo abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas… Os infundiré mi espíritu y viviréis”. Dios no es Dios de muertos sino de vivos. Él es el único que puede hacer volver a la vida todo aquello que ha ido muriendo por desidia o maldad del hombre.
Es lo que hace Jesús: devolver la vida a Lázaro. ¿Para qué? Para ayudar a los hombres a creer. Así lo manifiesta en su oración al Padre: “yo sé que tú me escuchas siempre; lo digo por la gente que me rodea para que crean que tú me has enviado… Al ver lo que había hecho Jesús, muchos creyeron en Él”. Los milagros-signos de Jesús nos trasladan siempre a otra realidad más amplia y más profunda: su condición de Mesías, Hijo de Dios, a cuyo conocimiento y gloria dirige él todo su obrar entre los hombres.
“Pero el espíritu vive por la justicia”
Miremos nuestra propia realidad. El agua del bautismo puso en cada uno de nosotros la semilla de una vida que no se circunscribe a esta realidad terrena; es una vida más rica que la simple vida biológica. Y ese Espíritu que recibimos nos fue dado como fuerza, energía, para vivir de una forma determinada: la de los seguidores de Jesús, de modo que nuestra existencia, como la suya, sea para gloria de ese Padre que está en los cielos. Una gloria que no se expresa solo en simples palabras, sino en hechos, signos, que extienden la semilla de vida. “Si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia”, nos ha recordado Pablo en la carta a los romanos. Somos seguidores, discípulos de Jesús, el dador y defensor de la vida. Participamos de su misión. Se nos ha dado un espíritu que ha de vivir por la justicia. Frente a un mundo que promueve la muerte a través del individualismo, con sus múltiples ramificaciones, y que se solapa en actitudes más o menos justificadas, nos corresponde marcar las diferencias de diversas maneras. El grito de Jesús, a cada uno, es a salir fuera, a alejarnos de esa muerte que va arrollando todo a su alrededor sembrando división, indiferencia, egoísmo. Y es esa muerte, cuya presencia podemos detectar en muchos aspectos de nuestra sociedad actual, la que está demandando nuestra reacción en la misma línea de Jesús. Ante la muerte Jesús se sintió concernido y comprometido, rechazando su fuerza y poniendo en su lugar signos claros de vida. Esa presencia de la muerte puede y debe encontrar en nosotros, no solo denuncia, sino antídoto que impida que se incruste en nosotros para convertirnos en sus servidores. Como Jesús, hemos de dar vida y alentar los signos de su presencia. La vida que Jesús trae, tiene que extenderse en actitudes claras por parte de quienes nos congregamos cada domingo para confesar que Él está en medio de nosotros alentando nuestro caminar entre los hombres. No estamos aquí sólo para luchar contra la muerte; estamos, más bien, para expresar que su vida es nuestra vida, su compromiso es nuestro compromiso; por eso, su lucha por la vida sigue siendo, también hoy, nuestra lucha. En esa actitud tiene sentido todo lo que celebramos y que se nutre en la recepción del pan y la palabra, signos claros de una vida compartida y a compartir.