Sep
Homilía XXIV Domingo del tiempo ordinario
Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)
“ No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
¿Cuántas veces tengo que perdonar?
No es una pregunta teórica, ni el inicio de un debate entre expertos, ni la introducción retórica a un discurso. Se trata, más bien, de una cuestión que arranca de la experiencia universal de las relaciones humanas y su complejidad.
La presencia de los otros en nuestra vida es motivo de grandes satisfacciones, pero también de inevitables roces y heridas. Roces y heridas ante los que reaccionamos. Hay una reacción, aparentemente muy natural, que es la de la venganza. Incluso hemos teorizado sobre ella. Es la llamada ley del talión. Las personas, y los pueblos, reclamamos el derecho de responder a nuestros agresores, dándoles una respuesta contundente, reparadora y disuasoria a su acción. ¿Quiénes de nuestra generación no recuerdan aquella operación que quiso llamarse “justicia infinita”?
Aparentemente muy natural, y muy asentada en nuestra cultura, como en tantas otras, pero ¿es la mejor respuesta a una herida? Jesús plantea otro modo de actuar: presenta la otra mejilla, dale además de la túnica el manto, y camina dos millas con quien te obligue a andar una (Mt 5,38-42). Él reconoció ese modo de actuar en algunos humanos: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5, 7) y fue su propio modo de actuar cuando pidió al Padre desde la cruz que perdonara a quienes le maltrataban (Lc 23,34).
Para Jesús, acierta en la vida, quien es capaz de perdonar. No sólo de olvidar, remedando el dicho, no sólo mirar para otra parte o no darse por enterado del daño en cuestión. El perdón es algo más: es aceptar al otro como es, comprenderle en su fragilidad y amarle sin condiciones. Es entender también que la violencia engendra nuevas violencias. Perdonar una y otra vez, no sólo hasta siete veces (número alegórico de multitud) sino hasta setenta veces siete: siempre.
Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo
Toda herida en nuestras relaciones personales tiene sus costos. La ley del talión obliga a que el agresor pague las consecuencias del daño que ha causado. Algo de esto sobrevive en la práctica del derecho cuando tasa lo que debe satisfacer el culpable.
Jesús va más allá: no busca rebajas en las penas, sino perdón efectivo de la culpa. Quizá la categoría de amnistía refleja muy bien la propuesta del Señor. La amnistía requiere grandeza de ánimo por parte de quien la otorga. Grandeza de ánimo, paciencia con el otro que renuncia a la inmediatez de hacer justicia. Paciencia que dignifica a quien la practica y, a la vez, libera al ofensor.
La amnistía renueva la relación entre las personas y da oportunidades nuevas a quien fracasó y con su fracaso nos hizo sufrir. Es una llamada a la conversión. Como recuerda la conversación de Jesús con la adúltera perdonada: “¿Nadie te ha condenado? Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,10-11).
¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?
La conversión que se pide al pecador perdonado no se resuelve sólo en el interior de la propia conciencia, sino en el comportamiento ordinario que se inspira en la compasión recibida. No es una condición para el perdón, sino una consecuencia de la misericordia experimentada.
Movernos en la vida con compasión: la que necesitamos cada uno, pues todos somos pecadores y herimos a los demás, y la que necesitan los otros para rehacer sus vidas. De esto es de lo que en el fondo se trata.
No es una propuesta fácil hoy: el furor, la cólera, la venganza y la indiferencia, ejercidos a veces de manera brutal y otras veces con formas más sinuosas, están excesivamente presentes entre las personas y los pueblos. Restaurar el orden, restablecer el derecho, reivindicar la justicia… son discursos que muchas veces encubren un rencor enquistado. El perdón no es una huida retórica, sino una respuesta compasiva ante los conflictos. Es lo que nos permite entrever un futuro sin víctimas ni verdugos que, de alguna forma, todos somos ambas cosas. Un futuro en el que la justicia nos humanice a todos, porque esté arraigada en la compasión y en el perdón.
Mientras tanto, las palabras de Jesús siguen resonando en nuestras asambleas litúrgicas y en nuestras conciencias: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Porque con la medida con que midáis se os medirá a vosotros” (Lc 6,36-38).