Mar
Homilía II Domingo de Cuaresma
Año litúrgico 2016 - 2017 - (Ciclo A)
“ Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
En su mensaje de Cuaresma el Papa Francisco comienza con una invitación clara: convertirse al Señor. Pero lo hermoso de sus palabras está en la comprensión del dinamismo de la conversión como un «crecer en la amistad». Nuestras relaciones de amistad aparecen no pocas veces transidas de momentos luminosos y también de otros más oscuros. Los desniveles en el «feed-back» relacional nos causan conflicto y, en ocasiones, hasta distanciamiento.
Pues bien, con la primera lectura de hoy asistimos al inicio de una relación de amistad: la de Dios con su pueblo. En la persona de Abrahán, padre de los creyentes, encontramos el origen de esta amistad. Dios aparece nuevamente con su deseo de formar parte del devenir del ser humano. Un Dios que busca, que nos busca.
Salir. Nuestras relaciones de amistad, al igual que la de Dios con nosotros, implica la decisión de salir de uno mismo para encontrarse con el otro. Este salir de nosotros mismos conlleva aparejado el valor de la confianza. Abandonar nuestros espacios de seguridad, nuestras visiones unilaterales de la realidad y de los otros, desemboca en el enriquecimiento progresivo, en la dilatación de nuestro horizonte de vida. En cristiano, desemboca en el cumplimiento de la promesa. Abrahán es, no solo padre de los creyentes, sino modelo de un vivirse confiado en la Palabra de Dios. Cabe preguntarnos si estamos dispuestos a salir de nosotros mismos al encuentro de los hermanos; si en verdad somos capaces de abandonar nuestras comodidades y seguridades por un bien mayor en el que la vida del otro se hace parte de la mía; o si confiamos en la Palabra de Dios como guía para nuestro caminar.
Tomar parte. Pero toda relación de amistad, además de salir, exige de nosotros un compromiso con y por el otro. Así lo entiende el apóstol Pablo cuando nos invita a implicarnos en «los trabajos del Evangelio». Comprometerse con la causa de Cristo es comprometerse con el hermano. El afán de cada jornada halla su motivo, no en nuestro voluntarismo bienintencionado, sino en la misericordiosa opción de Dios por contar con nosotros para las labores del Reino. Se trata de dejarnos complicar la vida por el Evangelio. ¿Cómo vivo mi fe: desde la comodidad o desde el compromiso? ¿Cómo predico a Cristo en lo que vivo y en lo que hago?
Subir. «Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y se los llevó a una montaña alta». Se trata de alzar la mirada, de contemplar más allá de las estrecheces de nuestros ojos. Se trata de hacer el esfuerzo de alejarnos un poco de lo urgente de nuestra vida para tener una perspectiva mayor de lo verdaderamente importante. Se trata de buscar el encuentro con Cristo para volver a la vida cambiado por Él. Se trata de no ser siempre nosotros la última palabra en todo y para todo. Se trata de dejar a Cristo que nos muestre su gloria en cada uno de los hermanos. En mi oración, en mi encuentro con Cristo ¿dejo que Él cambie mi vida, mis prioridades, mis intereses?
Escuchar. Es imperativo divino. Escuchar a Cristo. En las relaciones de amistad la escucha juega un papel central. En cierta medida, escuchar al otro me complica la existencia, me compromete con el otro, me hace formar parte del devenir del otro. Y esto es precisamente lo que Dios quiere cuando nos invita a escuchar a Cristo: que formemos parte de la vida de Cristo, que nos dejemos complicar e implicar en su proyecto salvífico. Ya no se trata solamente de obedecer la ley mosaica o de ejecutar la denuncia profética. Ahora, ambas, han de ser vividas a través del tamiz de la nueva ley que trae Cristo: «amaos unos a otros como yo os he amado». ¿A quién escucho? ¿Oigo el clamor de mis hermanos? ¿Escucho a Cristo en mi vida o solo soy yo el que hablo? ¿Es Cristo un Tú personal para mí con el que hacer encuentro, o solamente es un ente abstracto al que presentarle mi lista de deseos como si se tratara de un mago?
Bajar. Para poder levantar a un hombre caído es necesario agacharse. No podemos estar siempre viviendo en abstracto nuestra vida cristiana. Ésta ha de encarnarse en medio del barro de la humanidad. Ha de poner la pizca de gloria recibida por la fe en Cristo Jesús como punto de luz y esperanza en medio de las tinieblas de nuestro mundo. Es nuestro momento. El de cada uno de nosotros por llevar a nuestros hermanos, especialmente a los que más sufren, la presencia gloriosa de Cristo.
El final es una invitación: la de contemplar, la de ser transfigurados por Dios como lo fue Cristo. Aquí las palabras se agotan y solo cabe dejarle espacio a la poesía, al modo humano de pronunciar lo inefable. Estos versos del largo poema de Gerardo Diego, «Salmo de la transfiguración», pueden servir de colofón final, de oración personal, de deseo compartido:
Transfigúrame.
Señor, transfigúrame.
Traspáseme tu rayo rosa y blanco.
Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla
en tu más alta catedral.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de Ti en tu gloria traspasado.
Quiero poder mirarte sin cegarme,
convertirme en tu luz, tu fuego altísimo
que arde de Ti y no quema ni consume...