May
Homilía VII Domingo de Pascua
Año litúrgico 2017 - 2018 - (Ciclo B)
“ Id a todo el mundo y proclamad el Evangelio ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
La fiesta de la Ascensión no suele celebrarse de un modo especial. Por ello puede pasar de largo en nuestra vida. En ocasiones la podemos ver como algo que sucedió a Jesús hace veinte siglos, pero que poco tiene que ver con nosotros. Y quizás podamos considerarla como algo que es difícil revivir ahora, al contrario de lo que ocurre con la Navidad o la Pascua de Resurrección. Sin embargo, si la celebramos vivamente en comunidad, puede ser un importante ejercicio espiritual que refuerce nuestra unión con Jesús. En ello juega un papel muy importante el valor de compartir. Veámoslo.
La escena de la Ascensión del Señor la sitúan algunos Evangelios en un monte. San Mateo nos dice que dicho monte está en Galilea (cf. Mt 28,16) y san Lucas afirma que es el Monte de los Olivos, pues todo ocurre junto a Betania (cf. Lc 24,50), que está en Judea. Pero los pasajes de la Misa de hoy sitúan este acontecimiento en el contexto de una comida comunitaria. San Marcos lo dice en el versículo 14 ‒el anterior a la lectura que hemos escuchado‒ y san Lucas en el versículo 4 de Hechos de los Apóstoles.
Meditar la Ascensión del Señor imaginándola en un monte resulta lógico, porque el monte acerca a Jesús al cielo. Pensemos que durante siglos se ha creído que el reino celestial está situado sobre el cielo físico, siguiendo el modelo geocéntrico (con la Tierra como centro del universo) de Ptolomeo. Por eso, los cristianos se imaginaban a Jesús ascendiendo físicamente por los cielos hasta llegar, por encima de ellos, a su trono celestial. Pero desde que se estableció el modelo heliocéntrico (en el que la Tierra gira en torno al Sol) de Copérnico, esta imagen perdió parte de su sentido, aunque sigue muy presente en los fieles cristianos.
Por ello nos resulta algo raro imaginarnos la Ascensión del Señor en el contexto de una comida comunitaria. Afortunadamente, nos puede ayudar a comprender el sentido de este hecho si reflexionamos sobre otros acontecimientos que también han ocurrido en este contexto. Hay tres muy significativos: las bodas de Caná, la multiplicación de los panes y los peces y la Última Cena.
Estos tres pasajes tienen, por de pronto, una cosa en común: marcan tres hitos muy importantes en la vida pública de Jesús: en Caná, animado por su Madre, Jesús hace su primer milagro. La multiplicación de los panes y los peces es el milagro más difundido de Jesús, pues aparece seis veces en los Evangelios. Tanto impactó, que le quisieron nombrar rey, a lo cual Él se negó. En la Última Cena Jesús instituye el sacramento de la Eucaristía justo antes de ser entregado para ser crucificado.
Hay otro elemento común: en los tres acontecimientos Jesús busca el bien comunitario. No se trata de una curación individual, sino de algo que revierte en el bien de todos los que comparten la comida con Él. Y, en el caso de la Última de Cena, se extiende a todos aquellos que le seguimos como cristianos.
Pues bien, volvamos al tema que nos ocupa: la Ascensión del Señor. Este es el cuarto gran acontecimiento acaecido en una comida comunitaria. Pone fin a la presencia física de Jesús en la Tierra. Y, como pasa en la Última Cena, no sólo busca el bien de los que comparten el banquete con Él, sino el de todos nosotros. Recordemos esto que dice Jesús a sus discípulos en la Última Cena: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16,7). En efecto, sube al Cielo para enviarnos su Espíritu, el cual vive ahora en nuestro corazón.
Pues bien, aquel sabroso vino que Jesús regaló a los comensales de las bodas de Caná (cf. Jn 2,10), fue el preludio de algo mucho más maravilloso: el Espíritu Santo que nos envía desde el Cielo a todos los que compartimos su camino (Hch 2,1-4). En definitiva, en la Ascensión celebramos que todo aquello que Jesús hizo por el bien común en su vida terrena lo continúa haciendo desde el Cielo, gracias a su Espíritu.
La Ascensión es el nexo necesario entre la realidad física y la realidad espiritual. Los discípulos se relacionaron con su Maestro físicamente. Pero Jesús, gracias a la Ascensión, nos proporcionó a todos un medio mucho más íntimo e intenso de relacionarnos con Él: el espiritual. Ahora Jesús no está al lado de nosotros ‒como lo estaba con sus discípulos‒, sino que está dentro de nosotros, en lo más verdadero, bello y bueno que hay en nuestra persona. Y ello nos hace templo de Dios (cf. 1Cor 3,16; 6,19).
No es una mera experiencia individual y subjetiva, sino algo que, como un banquete, la compartimos con otras muchas personas. Y aquí vienen muy bien las palabras de san Pablo a los Efesios que hemos escuchado: ¿Queremos compartir realmente la experiencia de Jesús? Seamos entonces «humildes, amables y comprensivos» (Ef 4,2). Soportémonos «unos a otros con amor» (Ef 4,2). No ahorremos esfuerzos «para consolidar, con ataduras de paz, la unidad, que es fruto del Espíritu» (Ef 4,3). Porque Dios, que es Padre de todos, «actúa por medio de todos y en todos vive» (Ef 4,6).
Ciertamente, la experiencia de la Ascensión del Señor requiere «altura espiritual», como bien simboliza el monte donde sucedió este acontecimiento. Pero para alcanzar tal «altura» es necesario compartir con los demás no sólo un banquete, sino toda nuestra vida. Sólo siendo humildes, generosos y cariñosos con otras personas, experimentaremos cómo nuestro corazón asciende al Cielo para unirse a Jesús.
En conclusión: vivamos esta fiesta en clave comunitaria, como algo que todos debemos compartir, y entonces la Ascensión de Señor será para nosotros un ejercicio espiritual que nos unirá a nuestros hermanos y nos elevará hacia Dios. Y así podremos cumplir fielmente el mandato de Jesús resucitado: «Id a todo el mundo y proclamad el Evangelio» (Mc 16,15).