Vie
14
Abr
2017

Homilía Viernes Santo

Año litúrgico 2016 - 2017 - (Ciclo A)

Mirarán al que traspasaron

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Traspasado por nuestras rebeliones

Para los cristianos, la cruz de nuestro Señor Jesucristo es el signo de nuestra redención. Desde los primeros tiempos de la Iglesia se reflexionó sobre la muerte de Jesús como un acto de expiación por nuestros pecados realizado por Dios.

En las primeras cartas de san Pablo, tal como leemos en Gál 3,13, se exponía que con la muerte de Cristo se cumplían las Escrituras: él tomó nuestro lugar y cargó con nuestras culpas, para que la bendición de Abraham llegara hasta nosotros. Se toma la imagen del siervo sufriente del texto de Isaías y se hace una relectura de su muerte. Por este motivo se lee como primera lectura el cuarto canto del siervo quien, cargando con nuestros crímenes, justificó a muchos, y nos sanó con sus heridas (Cf. Is 52,13 – 53,12).

No obstante, la profundidad teológica de la muerte de Jesús en la cruz no se limita a lo que sucedía en los sacrificios de la Antigua Alianza, en los cuales se expiaban los pecados ofreciendo una víctima propiciatoria: “como cordero llevado al matadero”. Sino que en este acto salvador se manifiesta el ser de Dios y la plenitud de lo humano.

La prueba de que Dios nos ama (Rm 5,8-9)

Dios es amor y la cruz del Señor es su ostensorio. La muerte de Jesús en la cruz, al mismo tiempo de mostrar una crudeza y crueldad profundas, donde se contempla morir como un criminal a quien sólo había hecho el bien, manifiesta que Jesús, siendo Dios, no se podía negar a sí mismo. Su muerte en cruz entra dentro de su dinamismo vital: una vida entregada a los demás.

Los discípulos experimentaron en Jesús un amor sin límites, en su vida como en su muerte. Pues cuando había llegado la hora “de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 15). Jesús pone de relieve el amor con que Dios nos ama y manifiesta con su entrega vital que “no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

La cruz de Nuestro Señor ha sido venerada desde siempre en nuestra Iglesia, contemplando en el Cristo muerto el gesto total del amor de Dios hacia nosotros. Adoramos en ella no a un Dios muerto, sino la total vitalidad de su amor manifestado al mundo en su entrega plena para nuestra salvación, para que nada, ni la muerte, nos pudiera separar de su amorosa presencia.

Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente (Jn 10,18)

En la cruz también acontece la revelación del ser humano, un ser débil y contingente pero capaz de Dios. Esta realidad que acontece en lo humano (debilidad-fortaleza) no es una paradoja, sino que aquello que parece hacernos débiles es lo que realmente nos hace fuertes, y una fortaleza que alcanza lo divino. Estamos hablando del amor.

Jesús manifiesta en la cruz la capacidad del ser humano de acoger lo divino y de actuar como tal. Este hombre que entrega su vida por los demás, primero lo hace a sus cercanos en la Última Cena, para finalmente hacerlo por toda la humanidad en la cruz. Fue el último acto de amor humano realizado por Jesús que se convierte en el paso previo a la Resurrección, acontecimiento donde lo humano alcanza dimensiones divinas.

Para los cristianos, la cruz de Cristo no es sólo motivo de veneración sino que es el camino propuesto por nuestro salvador para poder llegar al destino final preparado por Dios para nosotros. Hemos de abrazar la cruz, en la que nos entreguemos totalmente al servicio de los demás, para así acoger la vida que Dios, por su gracia, nos regala.