Ene
Homilía II Domingo del tiempo ordinario
Año litúrgico 2011 - 2012 - (Ciclo B)
“ Habla, que tu siervo te escucha. ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
Los caminos del Señor son inescrutables.
La primera lectura y el Evangelio tienen en común el tema de la vocación en su sentido más preciso: es Dios quien llama al hombre a seguirle de una manera misteriosa; misteriosa y plural. En estos relatos vemos como la manera de llegar a Dios y a Jesús es diferente y sorprendente: Elí, sumo sacerdote completamente desprestigiado ante los ojos de Dios y de su pueblo, es el encargado de guiar al gran profeta Samuel hacia la respuesta correcta para Dios, Juan el bautista es el que señala a los que eran sus discípulos cual es el verdadero “Cordero de Dios” y uno de ellos, Andrés, es el que va a buscar a su hermano Simón Pedro para llevarlo ante Jesús. Si continuase el relato evangélico veríamos como se completa con la vocación de Felipe, al que esta vez el propio Señor llama (Jn 1, 43) y finalmente con la de Natanael que encuentra a Jesús por indicación de Felipe (Jn 1, 45). ¿De qué nos está hablando esta variedad de situaciones? En primer lugar de que Dios se sirve de infinitos caminos e incluso de caminos impensables para los hombres (como es el caso de Elí) para manifestarse y seducir a los hombres. La vocación, que es la llamada de Dios para todos los hombres a vivir en su plenitud, siempre nace de Dios como un don, como un regalo, pero puede llegar a nosotros a través de muchas mediaciones: un hermano (Andrés), una persona que admiramos (Juan), nuestra comunidad de fe, nuestro trabajo o desde nuestras aspiraciones más altas (la verdad o la belleza). Las mediaciones así no sólo se nos presentan ocasionales sino necesarias para nuestro camino de fe. En definitiva tenemos que afirmar que los caminos por los que Dios nos llama y entra en nuestra vida “son inescrutables” (Rom 11, 33).
Conocer a Jesús es una experiencia vital.
Las lecturas de este domingo también nos hablan sobre cómo se conoce a Dios. El conocimiento de Dios no es un mero acto intelectual sino un acto vital. No es una actitud estática sino sobretodo dinámica. En primer lugar vemos como Samuel aun “estar acostado en el templo, donde estaba el arca de Dios (…) no (le) conocía (…) pues aún no le había sido revelada la palabra del Señor”. La proximidad física e intelectual no implica el conocimiento, sino que éste sólo se da cuando el hombre se pone en movimiento (se despierta) y se dispone a la escucha de la Palabra. Lo mismo le sucede a los discípulos, que al acercarse a Cristo no le preguntan por su identidad sino por donde vive. La respuesta de Jesús es el paradigma de la forma de conocer a Dios “venid y veréis” (Jn 1, 39). La búsqueda de Dios es algo que ha de implicar todas nuestras capacidades y todo nuestro ser. Ha de ser una experiencia profunda que ponga en juego a la persona. En definitiva nos hemos de jugar la vida para ganar la vida nueva que Cristo nos regala. Además es una experiencia dinámica. Si nos fijamos en las dos lecturas cada vez que aparece Dios o Jesús llamando al hombre implica un movimiento: un desplazamiento desde el lugar donde estaba dormido (Samuel) o en reposo (los discípulos con Juan). Esto nos esta hablando de que la única manera de conocer al Dios de Jesús es poniendo en movimiento nuestras vidas para seguirle, olvidarnos de todas nuestras estabilidades físicas, mentales y emocionales para estar abiertos a su mensaje; en definitiva el ser unos peregrinos por la esperanza en este mundo hacia la plenitud del Reino de Dios.
El encuentro con Jesús cambia nuestra identidad.
Hasta ahora hemos visto que implica esta llamada a la vocación cristiana, al seguimiento de Jesús, por parte del hombre; pero ahora nos queda por analizar que implica por parte de Dios. Jesús no sólo invitó a sus discípulos a permanecer con Él sino que les dio una nueva vida y una nueva identidad. El caso paradigmático de ello es Pedro. De él nos dice el evangelio que Jesús se le quedó mirando, lo reconoció y le cambió el nombre (Jn 1, 42). Jesús, cuando nos acercamos hacia Él para recorrer juntos el camino de la vida, nos trata de la misma forma. En primer lugar nos mira fijamente y con cariño porque no le somos indiferentes. El camino del discipulado no es el de una masa siguiendo a un líder mediático o carismático, sino el de una comunidad viviendo y compartiendo con el Rabí su vida, su enseñanza y su misión. En segundo lugar nos reconoce, nos llama por nuestro nombre porque lo sabe, conoce nuestra historia, nuestras debilidades y nuestros miedos y aún así no tiene reparo en llamarnos y confiar en nosotros. Por último nos da una nueva identidad: a Simón le llamó Cefas y a cada uno de nosotros nos da para empezar la nueva identidad de ser hijos de Dios, hermanos en Cristo y templos del Espíritu Santo como nos recordaba hoy san Pablo. Una nueva identidad que no anula nuestra antigua identidad, como sería el caso de una secta, sino que la lleva a la plenitud. Pero este nuevo nombre no es sólo algo propio sino que implica una misión, un papel en el plan de Dios para con los hombres. Pedro es llamado así no sólo por capricho sino porque “sobre esta piedra construiré mi Iglesia” (Mt 16, 18).
Todos tenemos un nombre y una misión para la obra de Dios en el mundo. Descubrirlo es una de las mayores aventuras de amor que implica la vocación cristiana. Sólo de Dios nos viene este nuevo nombre porque sólo de Dios nos viene la vida en plenitud. Además estas lecturas nos ayudan a recordar que todos somos prescindibles para los planes de los hombres, pero ninguno de nosotros somos prescindible para los planes de Dios.