Ago
Homilía La Asunción de la Virgen María
Año litúrgico 2011 - 2012 - (Ciclo B)
“ Dichosa tú, porque has creído ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
La Asunción de María, fiesta de la devoción popular
La glorificación corporal de María después de su muerte la atestigua la devoción espontánea de los fieles. En realidad estas tradiciones encontraron su lugar más apropiado en la inspiración poética de los himnos de la fiesta de la Dormición. Era para los fieles la enseña y el estandarte del destino de toda la humanidad como consecuencia de la resurrección de Cristo. Los textos hablan de la muerte natural de la Virgen. En realidad muchas expresiones de devoción mariana de los antiguos cristianos no son más que ilustraciones de la fe en la unión hipostática de la divinidad y la humanidad en Cristo, por la que se comunican sus propiedades.
Pero con la figura de María nos sucede, a veces, que nos encantamos tanto con su figura que terminamos por elevarla a una criatura tan nimbada de gloria que no nos dice nada sobre nuestras tristezas y angustias. Todas las gracias que podamos atribuir a María, no deben ocultar que continúa siendo una mujer de nuestra raza. El camino no es atribuirle lo que ni es ni tiene. Pero también sucede, otras veces, que la reducimos a nuestras limitadas perspectivas de la vida sin reconocer la singular dignidad de la Madre de Dios. Así ocultamos lo que es y tiene. Sin duda que el reconocimiento de su excelencia es el mejor camino para conducirnos a su Hijo, nuestro Salvador. En su obediencia a Dios reconocemos al modelo acabado de humanidad.
La Asunción en cuerpo y alma a los cielos es el término normal de su vida. La Asunción manifiesta la fe de la Iglesia en el triunfo de María, realidad que todos esperamos alcanzar. Es expresión de la resurrección y de la plenitud de ser, consecuencia de toda una vida entregada enteramente a Dios. La última palabra sobre nuestro destino no la tiene la muerte.
La dureza de la realidad, sobre todo la muerte, contradice el mensaje de la Asunción
El problema de la muerte no deriva de que algunos ambientes la consideren como una herencia maldita y fatal, sino en que su poder devastador fácilmente nos induce a renegar de Dios. No se trata, pues, de negar la muerte biológica, sino de asumir la muerte como finitud de las tareas presentes. El problema aparece cuando tenemos que enfrentarnos a la realidad última de nuestra existencia como experiencia tenebrosa, que produce alejamiento y huida de Dios. Ante esta realidad de toda vida humana no vale cualquier actitud. Cercana o lejana, prevista o imprevista, esperada o imprevisible la muerte es siempre un aguijón para nuestras vidas. Es preciso buscar una respuesta a este corte definitivo de la vida humana. Cerrar los ojos ante esta realidad para vivir en la ilusión de liberarse de su condición de «aguijón» y de sus interrogantes, sería una solución demasiado artificial y fácil de la vida. Por eso, la manera de morir de María es una necesaria lección para todos.
Nosotros vivimos preocupados por la vida física o biológica, pero a Jesús le preocupa todavía más la angustia y la desesperación ante la ausencia de sentido de la vida, como si todo fuera absurdo. La Biblia no trata de la muerte biológica, la que los médicos certifican, sino de la experiencia personal y concreta que el hombre tiene de la muerte como corte y ruptura desoladora y absurda, la muerte dolorosa y terrible, de la que todos nos defendemos. La voluntad de vivir, que alienta en el hombre, lo induce a rebelarse contra esa devastación irreparable. Por eso algunos han querido calmar esta rebeldía definiendo al hombre como «ser para la muerte». Así pretenden apagar todos los anhelos de transcendencia que anidan en el corazón de los hombres. La dormición de María enciende esa luz en los corazones de los fieles.
El canto de María proclama que la muerte no tiene la última palabra
Necesitamos una figura que nos ayude a asociarnos a la grandeza de la salvación otorgada en Cristo. Por suerte está María para llevarnos a lo esencial, para conducirnos a la sabiduría. En el umbral de la casa de Zacarías, nace el himno mariano del Magníficat. La visitación da paso a un desahogo espiritual de María por lo que ha vivido en Nazaret. La Iglesia lo repite en la liturgia. En el saludo Isabel llama a María, primero, «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» y, luego, expresa elocuentemente la actitud de María: «Dichosa tú, porque has creído». Estas dos bendiciones «bendita y dichosa», no son una cortesía, sino que se refieren directamente a la fe de María en el momento de la anunciación.
La alegría de la fe parece una paradoja. Para algunos aparece como un obstáculo para la felicidad, porque nos coarta la libertad. Dios no alegra nuestro rostro, sino que más bien parece ensombrecerlo. Así desaparece del horizonte de nuestras vidas la fe que hizo feliz a María. La fe es la mejor gracia que podemos pedir a Dios para ir hasta el fondo del misterio de las cosas: la realidad es siempre mucho más grande y sorprendente que lo que vemos. La fe no es el límite que vemos desde el valle, sino el horizonte que se vislumbra desde la montaña.
Así María puede cantar a pleno pulmón que «todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». La madre de Dios es la realización más plena de cuantas posibilidades están inscritas en la naturaleza humana, capaz de recibir la plenitud del Ser divino. Toda su vida es expresión del uso correcto del don de la libertad. Es la llena de gracia por antonomasia. El canto que María dirige en el evangelio a Dios ensalza a la humanidad redimida por la divina misericordia frente a cuantos quieren erigirse en dueños de nuestro destino en esta historia. Por eso puede cantar que la muerte no es la última respuesta a las aspiraciones humanas. La gracia de Dios la cubrió desde el principio con su sombra. Su fidelidad hizo que se uniera más y más a Dios, de modo que toda su persona estaba preparada para entrar en el cielo. Esta es la verdad que hoy celebramos.
Es necesario promover imágenes de esperanza
Hay que confesar que las imágenes usadas para representar el misterio de la esperanza eterna (supervivencia postmortal, visión beatífica, los novísimos...) serán siempre muy débiles. Conviene advertir que este género literario religioso, muy presente en la Biblia, sobre las últimas cosas de la vida y de la historia es una literatura para tiempos de crisis. Tiene la ventaja de defender la identidad religiosa frente a los que pretenden arrasar con todo, incluido Dios, pero tienen el inconveniente de ser refugio de los que sólo pronostican amenazas terroríficas en nombre de Dios. De esto sabemos demasiado los predicadores. Pero más allá de esas imágenes está la fe en Dios. El problema es que las imágenes con las que hemos traducido las últimas realidades de la historia son más espectáculo impresionante que serena esperanza.
Pero no podemos dejar de advertir que al desaparecer esas imágenes podemos quedarnos sin el contenido religioso de las mismas. Es alarmante que se abandone la escatología cristiana por falta de fe, pero es todavía más alarmante que se rechace, porque ofende a la razón. Hemos perdido las representaciones escatológicas y nos perdemos también su mensaje. Seguramente que nuestra vida religiosa estuvo sobrecargada de imágenes celestiales o infernales, pero lo cierto es que la ausencia de unas y otras puede obscurecer el acceso a las profundas y esperanzadoras realidades que anunciaban.
La Iglesia inmersa en la historia es consciente de que el triunfo final no ha llegado todavía, pero puede dirigir la mirada a aquélla que es para nosotros «señal de esperanza cierta y de consuelo». La Asunción de María quiere decir que, por la resurrección de Cristo, su cuerpo y alma, su plenitud de ser, viven para siempre. El resto de los mortales debemos esperar al momento final del tiempo para se produzca esa reconstrucción de la naturaleza humana que la muerte rompió. María ya lo consiguió. Y esto es una viva imagen de esperanza para los fieles.