Vie
18
Abr
2025

Homilía Viernes Santo

Año litúrgico 2024 - 2025 - (Ciclo C)

…entregó su espíritu

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

El rostro de la negación

Es sabido que el miedo es mal consejero del corazón humano: lo cierra, lo aísla o lo reprime cuando se siente en peligro. Pero también, suele poner en evidencia dos realidades: la fragilidad de las convicciones que sostienen nuestra vida y la profundidad o superficialidad de las motivaciones que sostienen nuestros compromisos.

Simón Pedro era un hombre impulsivo, rudo, y, al mismo tiempo, totalmente auténtico y transparente. Un hombre con un corazón noble en el que el amor y el miedo eran directamente proporcionales. La confianza que Jesús depositó en él desde el principio lo ayudaba a equilibrar y discernir el amor y el miedo.

Pero ahora, Aquel Hombre de Nazaret que con su predicación y sus signos visibilizó la misericordia del Padre, que despertó la esperanza de los pobres, de los enfermos, de los pecadores y de todos los excluidos del sistema religioso judío, había sido traicionado por uno de los suyos. Aquel Hombre de Nazaret al que seguía como discípulo y apóstol, había sido apresado y estaba siendo sometido a un juicio injusto. Por eso, no es de extrañar el conflicto en el corazón de Pedro. Tampoco es de extrañar su necesidad de pasar desapercibido entre los criados y los guardias del palacio del Sumo sacerdote Anás. Cuando su esperanza se fue opacando, su miedo fue creciendo.

La  experiencia de las negaciones, en su camino discipular, hace que Simón Pedro pase de un «seguimiento ideal» a un «seguimiento» real de Jesús. Un seguimiento marcado por la conciencia de la fragilidad, la experiencia de la incoherencia, y la falta de radicalidad. La tradición marcana invita a considerar esta realidad señalando que, al canto del gallo, Pedro recordó las palabras de Jesús, y lloró amargamente (cf. Mc 14,72). Y en la misma línea, la tradición lucana evocaba una mirada que el Señor le dirige a Pedro (cf. Lc. 22,61).

Para Jesús, en medio de su Pasión, la experiencia de ser negado por Pedro no disminuyó su amistad ni su confianza en él. Sólo una mirada cargada de verdad del Maestro podía ayudar al discípulo a tomar conciencia de su misericordia compasiva y de la radicalidad de su perdón. Por eso, Jesús nunca perdió su esperanza en Simón Pedro, como tampoco la pierde en nosotros.

El rostro de la tibieza

La tibieza personal del corazón suele estar unida a una vida que ha asumido el relativismo como una norma existencial de ser y de obrar. Muchas veces se justifica la falta de pasión, y de decisión con una peligrosa escala de grises a la cual se apela, normalmente, para justificar lo injustificable.

A diferencia de Simón Pedro, Pilato era un estratega militar. Como prefecto de la Provincia romana de Judea, tenía a su cargo la administración del orden judicial y económico. Sin embargo, en la Pasión de Cristo, representa el rostro de la tibieza. Especialmente, aquella tibieza que se esconde detrás de argumentos de autoridad o de figuras de poder, buscando evitar a toda costa aquellos conflictos que ponen en evidencia la fragilidad del orden establecido. Un orden muchas veces artificial e inhumano que sólo puede mantenerse apelando a la violencia.

El corazón de Pilato se vio desbordado por una cuestión religiosa: se acusaba a Jesús de pretender ser Hijo de Dios (cf. Jn 19,7-8); y una cuestión política: la amistad con el César (cf. Jn 19,12b). Aunque no encontró ninguna culpa objetiva en el proceso seguido contra Jesús (cf. Jn 19,4 y 6), e intentó ponerlo en libertad (cf. Jn 19,12a), terminó cediendo a la presión de la clase religiosa judía y entregó a Jesús para que sea crucificado (cf. Jn, 19,16).

A veces, tratamos de identificar la tibieza con la prudencia, cuando lo único que buscamos es no vernos demasiado comprometidos con la realidad ni identificados con una determinada línea teológica, una postura moral, o una determinada praxis pastoral. Muchas veces tiene más peso cuidar la autoimagen que asumir maduramente las consecuencias de la verdad o de la Verdad.

Pilato no se animó a dejarse interpelar por la Verdad, una Verdad que no es un conjunto de postulados teóricos ni de imperativos morales abstractos, sino por la persona de Jesús de Nazaret. El silencio de Jesús apelaba a la inteligencia del Prefecto romano y, al mismo tiempo, era una invitación a bajar la guardia del corazón, ya que la inocencia y el inocente nunca necesitan imponer la verdad. Pero Pilato decidió lavarse las manos públicamente (cf. Mt 27,24), liberó a Barrabás y entregó a Jesús.

El rostro del amor

El amor es la experiencia humana y teologal más profunda del corazón humano. El amor da consistencia a la radicalidad, horizonte a la proexistencialidad y profundidad a la pasión. El amor es revelador tanto del misterio de lo humano como del Misterio de lo divino. El amor es el punto de encuentro de ambos misterios.

Frente a la negación de Pedro y a la tibieza de Pilato, Jesús no pierde la dimensión gratuita y oblativa de su entrega. Una entrega sostenida por la fidelidad del Padre, la esperanza de su Madre, y el rostro de los pobres, de los enfermos, de los marginados y de los sobrantes. En medio de su dolor, de su sufrimiento y de su humillación pública, Dios Padre acompaña en silencio suscitando un rostro de amor al pie de la cruz.

En la Pasión y el calvario, la Virgen María vuelve a pronunciar el amén (cf. Lc 1,38) a Dios. Ese mismo amén que en su juventud la llevó de la Anunciación al pie de la cruz de Jesús en su madurez. Ese amén que no es el signo de una sumisión irracional o de un temor reverencial, sino que está enraizado en la confianza total propia de los anawin en ese Dios fiel que nunca defrauda, aunque permanezca en silencio. El amén de la Virgen de Nazaret al Padre, la convierte en el rostro humano del amor para el Hijo, en Madre de la Iglesia y en mujer de la esperanza.

En la vida de Jesús, sobre todo en su Pasión, la Virgen María ha encarnado el rostro del amor; ese amor que le dio sentido y horizonte de esperanza al sufrimiento del calvario. Desde la cruz, el Hijo contempla a su Madre: contempla su dolor, contempla su fidelidad, contempla su esperanza. De ella ha recibido todo lo humano que lo hace uno de nosotros en todo, menos en el pecado. El Hijo contempla el corazón de su Madre atravesado por el dolor. Un corazón dolorido, pero no resignado. Un corazón obediente, una vez más, a la fidelidad del Padre a sus promesas.

 

¿Me he sentido como Simón Pedro, capaz de dar mi vida por Cristo y capaz de negar que lo conozco? ¿He actuado como Poncio Pilato, sin jugármela por la verdad y la justicia? ¿He sido como María, un rostro de amor al pie de la cruz de quien sufre?


Abril 2025