Sáb
23
Abr
2011

Homilía Vigilia Pascual

Año litúrgico 2010 - 2011 - (Ciclo A)

¡Oh noche maravillosa!

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Esta noche celebramos que, en contra de todas las apariencias, Dios siempre tiene la última y definitiva palabra. Y esta palabra es el amor. Dios ama al ser humano. En la resurrección de Cristo el amor de Dios se manifiesta mucho más poderoso que el pecado del mundo. El pecado del mundo consiste en rechazar a Dios y en rechazar al ser humano, creado a imagen de Dios. Este pecado encuentra su culminación en la crucifixión de Cristo, el enviado de Dios, que se identifica con los más pobres y necesitados de los humanos y les anuncia un Reino en el que encontrarán saciedad y alegría. Pues bien, al resucitar a este Jesús, rechazado por aquellos que no quisieron escuchar su palabra y no acogieron su llamada a la conversión, Dios manifiesta que es más poderoso que todas las muertes, que su voluntad de amor termina cumpliéndose a pesar de todos los obstáculos y rechazos. La muerte no tiene dominio sobre Jesús, porque los que tienen a Dios con ellos tienen el poder de vencer a la muerte.

Nosotros celebramos este acontecimiento salvador reunidos como comunidad de fe. Aquí, en medio de esta asamblea, se hace presente Cristo resucitado. Con una presencia real, pero no material. Confesar la resurrección de Cristo sólo puede hacerse desde la fe. Una fe que, como dice Tomás de Aquino, anticipa la vida eterna en nosotros. Pero la fe la tenemos nosotros, en este mundo, mientras que los bienes futuros que esperamos, la vida divina, siguen siendo futuros. Nosotros sólo los poseemos sacramentalmente y en la fe, como en una especie de pregustación, no como una posesión plena y definitiva.

De ahí que esta sea una noche especialmente sacramental, en la que la Pascua de Cristo se hace presente en los dos sacramentos principales que construyen la Iglesia, el bautismo y la eucaristía. Cristo resucitado viene esta noche a cada uno de nosotros por medio de estos sacramentos, que contienen la vida eterna de Dios, pero no son la plenitud de esta vida. Así se explica que, junto con la pregustación de la vida eterna, seguimos experimentando las arideces y dificultades de la vida en este mundo.

En esta línea me parecen de suma actualidad las palabras del ángel que anuncia la resurrección a las mujeres, palabras que luego repite Jesús resucitado cuando se encuentra con ellas: “no tengáis miedo”. ¿Cuál es el miedo que puede dar la resurrección de Jesús? La de encontrarnos solos en nuestra tarea cotidiana en el mundo, sin la esperada presencia de Dios que parecen prometer los consuelos espirituales. Esta noche todos estamos felices, porque estamos convencidos de que Cristo ha resucitado y que por medio de su Espíritu dinamiza nuestras vidas con el poder de su resurrección. Por eso, sentimos con fuerza su llamada a vivir en el amor y en el perdón, su llamada a trabajar por un mundo más justo en el que se encuentren ya fragmentos de su presencia vivificadora.

Pero, terminada la celebración, más de una vez experimentaremos el silencio y la lejanía de Dios. ¿No es extraño que en el tiempo pascual el cristiano experimente la dureza de la vida? Cristo ha resucitado, pero nosotros seguimos siendo peregrinos en un mundo difícil que esconde cruces por todas partes. Cuando lleguen las dificultades corremos el riesgo de preguntar dónde está Dios, y el poder de su resurrección, y la fuerza de su Espíritu. Para estos momentos son estas palabras que hemos escuchado esta noche: no tengáis miedo. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Estoy con vosotros a pesar de mi aparente silencio, a pesar de la dureza de la vida, a pesar de las decepciones y de los fracasos.

No tengáis miedo, hay que seguir adelante. Cada vez que os levantáis de vuestras caídas, cada vez que continuáis a pesar de vuestro cansancio, ahí está la prueba de mi presencia, que vence el miedo, el cansancio, la debilidad. Porque la resurrección de Cristo se vive hoy en la debilidad de la Iglesia y en la debilidad de nuestra vida. A Cristo resucitado le encontramos hoy, como entonces, “en Galilea”, o sea, en lo cotidiano de la vida, en el trabajo habitual, en el esfuerzo por construir ya el Reino de Dios, en la vida familiar. Allí estoy yo, nos dice, “allí me veréis”, allí está el poder de mi resurrección que os acompaña siempre.