Feb
Homilía II Domingo de Cuaresma
Año litúrgico 2012 - 2013 - (Ciclo C)
“ Éste es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle. ”
Comentario bíblico
de Fray Miguel de Burgos Núñez - (1944-2019)
La Transfiguración: una experiencia intensa de Dios
Las lecturas de este segundo domingo de Cuaresma están enmarcadas en unos simbolismos que son propios de unos tiempos lejanos, donde lo religioso, lo legendario, lo mítico y lo real se dan cita en la búsqueda constante por el sentido de la vida, por el futuro y por aquellos aspectos que nos trascienden, que van más allá de lo que cada día sentimos y vivimos.
Iª Lectura: Génesis (15,5-18): Promesa y Alianza a los que se fían de Dios
I.1. En esta lectura de hoy se nos presenta a Abrahán al que se le da a contar las estrellas del cielo para significar que todos los que se fíen de Dios serán su pueblo, su familia. Eso es lo que se quiere representar muy especialmente y ese es el sentido de la “alianza” que Dios hace con él. La narración es muy del estilo bíblico, recuerda incluso la revelación de Yahvé en el Éxodo, pero aplicada a Abrahán llamándolo desde su tierra babilónica. El drama del padre del pueblo lo resuelve Dios prometiéndole alianza, y en ella, un hijo, porque la alianza no puede perdurar sino de generación en generación. Es un relato ancestral en algunos aspectos, pero actualizado con el tema del compromiso de Dios por medio del berit (alianza). La teología se impone, desde luego, a la narrativa, en todos los aspectos. La “intriga” del relato se resuelve en promesa; la angustia del padre creyente encuentra en Dios lo que la vida de cada día no le ofrece: un hijo, un futuro, un nombre de generación en generación.
I.2. Algunos elementos de esta narración solamente pueden ser del narrador creyente, el elohista, (aunque los vv. 5-6 sean de la tradición yahvista) que adelanta en Abrahán una experiencia y un sentido de lo religioso que es muy posterior en Israel. Otro texto de la alianza con Abrahán lo tenemos en Gn 17 (pero este relato es de la tradición sacerdotal). Abrahán no podía ser tan definidamente “monoteísta”, pero eso no quiere decir que el relato no tenga todos los ingredientes religiosos de la antigüedad para poner de manifiesto que en la vida lo religioso cuenta mucho. La fe tiene que ver con el ser humano y con el misterio de la vida y de la descendencia. El hombre no puede darse un futuro por sus propias fuerzas. Abrahán, desde su religión de dioses o Dios familiar no le queda más que contemplar las estrellas; es un signo de que Alguien conduce nuestra existencia. Bajo el símbolo del animal dividido, en rito ancestral, pasa Dios bajo el símbolo de la brasa encendida.
I.3. Vemos, en nuestra lectura, una iniciativa exclusivamente divina, es, lo que se ha llamado un compromiso “unilateral” de Dios; aunque bien es verdad que se cuenta con la confianza (emunah) del padre del pueblo. La teología de la alianza, como sabemos, es determinante en el pueblo bíblico, y aunque la alianza más originaria es la del Sinaí, para sellar la liberación de Egipto, tampoco podía faltar un signo que expresara la alianza y el compromiso de Dios con el padre de un pueblo de creyentes. Así lo verá muy acertadamente San Pablo en su carta a los Gálatas (Gal 3) cuando considera que las promesas que se hicieron a Abrahán se cumplen cuando todos los hombres, judíos o paganos, puedan formar parte de ese pueblo, sencillamente por la fe en Dios, como Abrahán.
IIª Lectura: Filipenses (3,17-4,1): La Transfiguración de Pablo por la cruz
II.1. Nuestra lectura tiene unas resonancias bien características: Pablo invita a la comunidad a que sea imitadora de sus sentimientos, y no seguidora de sus adversarios, que son enemigos de la cruz de Cristo. Porque es la cruz de Cristo, a pesar de su aparente fracaso, lo único que nos garantiza una vida verdadera, una vida que va más allá de la muerte, y que nos hará ciudadanos del cielo. El Dios de la cruz es el único que puede transformar nuestra historia, nuestros anhelos, nuestros fracasos, nuestra debilidad en un grito de libertad y de vida más allá de esta historia, porque es el único Dios que se ha comprometido con la humanidad.
Evangelio: Lucas (9,28-36): La Transfiguración desde la oración
III.1. ¿A dónde nos lleva el evangelio de hoy? Si seguimos el texto en sus inicios: subió al monte a orar. Esto es muy propio de Lucas y siempre en momentos importantes de la vida de Jesús. No hay nombre para el monte en ninguno de los evangelistas (cf Mt 17,1-9; Mc 9,2-10). El evangelista Lucas, a su manera, quiere asomarnos, por un pequeño instante, con los discípulos, a esa vida que no está limitada por nada ni por nadie. Quien escucha, hoy, en este domingo de Cuaresma, este pasaje del evangelio quedará sorprendido, porque no le será fácil entender todo lo que en él acontece. Pero debemos pensar que Lucas, recogiendo la tradición de Marcos, que es el primer evangelista que la asumió de otros, sabe que en su comunidad habrá dificultades para entenderla. De todas formas ha limado un poco su lenguaje y su intención catequética. La Transfiguración es una escena llena de contenidos simbólicos. Es como un respiro que Dios le concede a Jesús en su camino hacia Jerusalén, hacia la pasión y la muerte, con objeto de que alcance a experimentar un previamente la meta. Solo desde la oración, entiende Lucas, es posible vislumbrar lo que sucede en el alma de Jesús. Ese coloquio que Jesús mantiene con los personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, representan la Ley y los Profetas y con ellos se entabla un diálogo en profundidad sobre su “partida” (éxodo), sobre su futuro, en definitiva, sobre su muerte.
III.2. La Transfiguración, pues, quiere ser una preparación para la hora tan decisiva que le espera a Jesús. Los discípulos más conocidos acompañan a Jesús en este momento, como sucederá también en el relato de Getsemaní, en el momento de la pasión, pero tanto aquí como allí, el verdadero protagonista es Jesús, porque es él quien afronta las consecuencias de su vida y del evangelio que ha predicado. No obstante, aquí los discípulos se ven envueltos en una experiencia profunda, trascendente, que les hace evadirse de toda realidad. Dos personajes, Moisés y Elías, que subieron cada uno en su momento al Sinaí para encontrarse con Dios, ahora se hacen testigos de esta experiencia. La presencia de estos personajes “adorna” la escena, pero no la llenan. En realidad la escena se llena de contenido con la voz divina que proclama algo extraordinario. Quien está allí es alguien más importante de Moisés y Elías, la Ley y los Profetas ¡que ya es decir! En realidad la escena se configura sencillamente con un “hombre” que ora intensamente a Dios para que no le falten las fuerzas en su “éxodo”, en su ida a Jerusalén. Todo en un monte que no tiene nombre y que no hay que buscarlo, aunque la tradición posterior haya designado el Tabor.
III.3. Todo ha sucedido, según san Lucas, “mientras oraba”. Esto es especialmente significativo. Estas cosas intensas, espirituales, transformadoras, no pueden ocurrir más que en la otra dimensión humana. Es la dimensión en la que se revela que, sin embargo, el Hijo de Dios está allí. Los discípulos han vivido algo intenso, algo que no se esperaban (aunque de ellos no se dice que oren y esa es una diferencia digna de tener en cuenta); pero Jesús, que ha vivido esta experiencia más intensamente que ellos, sin embargo, sabe que debe bajar del monte misterioso de la Transfiguración para seguir su camino, para acercarse a los necesitados, para dar de beber a los sedientos y de comer a los hambrientos la palabra de vida. Su “éxodo” no puede ser como le hubiera gustado a Pedro, a sus discípulos, que pretenden quedarse allí instalados. Queda mucho por hacer, y dejar huérfanos a los hombres que no han subido a las alturas espirituales y misteriosas de la Transfiguración, sería como abandonar su camino de profeta del Reino de Dios. Probablemente Jesús vivió e hizo vivir a los suyos experiencias profundas; la de la transfiguración que se describe aquí puede ser una de ellas, pero siempre estuvo muy cerca de las realidades más cotidianas. No obstante, ello le valió para ir vislumbrando, como profeta, que tenía que llegar hasta dar la vida por el Reino.