Lun
25
Dic
2023

Homilía Natividad del Señor

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros

Pautas para la homilía de hoy


Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

Absortos en el Misterio navideño

Desde la altura que da la experiencia de la vida, el Prólogo del evangelista Juan nos introduce de lleno en una espiritualidad navideña firme y bien fundamentada, recia y comprometida. El  lector se encuentra ante un antiguo himno cristiano en el que la comunidad confesaba y expresaba su fe en Cristo, Palabra eterna de Dios. Un himno de reconocimiento y alabanza a Jesucristo que está desde siempre en Dios y que ahora se acerca y ofrece a los hombres para revelarle sus designios ocultos y participar plenamente en su proyecto de plenitud para todos. Él es la Palabra del mismo Dios hecha carne. No una palabra cualquiera, sino esa Palabra que sale de la boca creadora de Dios y lleva a efecto cuanto pronuncia.

En este Prólogo, san Juan pretende ante todo subrayar y acentuar su dimensión “manifestativa”. Más que hacer referencia directa a Dios mismo, presenta a Cristo como Palabra que habla “viniendo al mundo” en la cercanía amorosa de la carne: es el Hijo único que está en el seno del Padre, quien nos lo ha dado a conocer (v. 18). Como Palabra de Dios que es,  nos revela en su persona la densidad y plenitud de un Dios que se acerca a la humanidad como misterio de benevolencia y de comunicación.

Hoy nos ha nacido nuestro Salvador

En la etapa final de la historia Dios nos ha hablado en Hijo (2ª lectura), en esa Palabra abreviada del Padre hecha carne, la Palabra definitiva y amorosa que se nos revela en su ser más íntimo: ha aparecido la bondad de Dios entre los hombres (Tito 2,4-7). Es así como concebían y presentaban los primeros cristianos la identidad de Jesús en el marco del misterio de Dios. El que es la Palabra de Dios se nos hace cercano, se aproxima, ha venido a los suyos y se ha hecho uno de ellos. El Dios trascendente, el totalmente Otro, se hace humano: la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La Palabra eterna del Padre, como dirá san Mateo, se ha hecho Emmanuel, Dios con nosotros (1,23).

Es el Dios que ha buscado y busca a toda costa conversar amigablemente con los suyos y que adopta el inesperado gesto de acercarse al hombre en las entrañas de una sencilla mujer nazarena. Así nos lo deja entrever el evangelista Lucas en su pintoresco y entrañable relato del nacimiento de Jesús mostrándonos, en su aparente sencillez, la paradójica grandeza escondida en el arcano de un Dios convertido en la frágil figura de un niño.

El Papa San León Magno (siglo V), uniéndose a la celebración festiva de todo el pueblo cristiano, comenzaba el Sermón sobre la Natividad del Señor con estas solemnes palabras: Alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida. Como reza poéticamente nuestra liturgia: hoy, en el mundo, los cielos destilan miel, porque del cielo ha descendido la paz verdadera, el Príncipe de la paz.

¿Qué queda de la Navidad?

¿Qué queda de la algarabía y el alborozo popular con que celebramos estas fiestas navideñas contagiados por las luces que iluminan y llenan de colorido los barrios, plazas, calles y rincones de nuestras ciudades y pueblos? Es verdad que en estos días emergen nuestros mejores sentimientos y deseos tanto dentro de las familias como en la sociedad. Pero, ¿qué filtramos, qué poso nos queda como vivencia personal?

El Papa Francisco nos dice en su Carta Apostólica Admirabile signum (invito a leerla) que el belén constituye para todos, empezando por los más humildes y sencillos, “un Evangelio vivo”. Un evangelio que nos hace ver y presenciar este acontecimiento único y extraordinario que ha cambiado el curso de la historia: “la Vida (el mismo origen de la vida) se nos hizo visible en él” (1Jn 1,2). Y prosigue: es así como Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da esperanza y dignidad a los desheredados, a los marginados, la revolución del amor, la revolución de la ternura.

Ahora bien, no olvidemos también que el portal del belén pone a prueba la capacidad de comprensión y aceptación de nuestra fe cristiana. Lejos de la algazara consumista y del sentimentalismo huero, el evangelista san Juan ha dejado caer una oportuna advertencia: vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Son palabras que suenan muy duras dentro del contexto navideño y que evocan de soslayo aquella requisitoria quejosa del profeta Isaías a su pueblo: el buey reconoce a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no me conoce, mi pueblo no tiene entendimiento (1,3).

Para todos, ¡Feliz Navidad!