Dom
25
Ago
2019

Homilía XXI Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2018 - 2019 - (Ciclo C)

Esforzaos en entrar por la puerta estrecha

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La salvación es la cuestión más importante de nuestra vida, y, a su vez, es también la más misteriosa. En tiempos de Jesús, en el mundo grecorromano había muchos predicadores itinerantes ofreciendo la salvación por medio de diversas filosofías de vida: la estoica, la epicúrea, la platónica, etc. Éstas ‒supuestamente‒ ayudaban a vivir en armonía y a que el alma retornase al idílico mundo de los dioses tras la muerte. Otros ofrecían la salvación por medio de ritos mágicos que ‒supuestamente‒  libraban de todo mal. Asimismo, muchos se gastaban grandes cantidades de dinero para que un adivino ‒supuestamente‒ les vaticinase un buen futuro, lleno de prosperidad. Y uno, así, se sentía salvado.

Esto mismo ocurre ahora, porque también la persona actual busca la salvación de un modo u otro. De ahí el gran auge que tienen las espiritualidades orientales de tipo budista o hinduita, que ofrecen ‒supuestamente‒ salvarnos de los males que amenazan nuestra armonía interior. Otros prefieren gastar su dinero consultando a echadores de cartas, para que ‒supuestamente‒ les aseguren un futuro lleno de fortuna. Y los ateos, aunque no creen en la vida eterna, buscan su salvación en este mundo por medio de un buen uso de la naturaleza y de la ciencia.

Ciertamente, salvarse del mal ha sido, es y será una cuestión fundamental del ser humano, porque, quien se salva del mal, es feliz. ¡Y todos deseamos ser felices!

¿Y qué dicen de esto las lecturas que hemos escuchado?: Que nuestra verdadera salvación sólo depende de Dios, pues sólo Él puede librarnos del mal y hacernos realmente felices. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se describe la salvación como un estado idílico en el que el mal ha desaparecido y el ser humano está junto a Dios expresándole su amor con alabanzas. Pensemos en los pórticos de las iglesias románicas y góticas en los que aparecen multitud de santos tocando instrumentos y cantando alabanzas a Cristo, que está sentado en medio de ellos en su trono celestial. Estos pórticos reproducen el Cielo descrito en el Apocalipsis. Es la «Nueva Jerusalén» de la que nos hablan Isaías y el salmista en los textos que hemos escuchado.

Y, entonces, ¿quién puede salvarse? ¿Quién podrá librarse del mal en esta vida y unirse felizmente al coro celestial en la vida eterna? Eso es lo que le preguntan a Jesús los judíos. Y a ellos se refiere la parábola de la puerta estrecha. Porque los judíos se tenían por el «pueblo elegido» por Dios para ser salvados. Pensaban que, si bien los paganos lo tenían muy difícil, ellos, por ser el pueblo elegido, lo tenían más fácil. Como cumplían con el precepto de acudir a la sinagoga y al templo de Jerusalén, consideraban que eso les facilitaba salvarse del mal en este mundo e ir al Cielo tras la muerte.

Pero Jesús les dice que no. Así como haber comido en un banquete organizado por el señor de la casa no garantiza que éste te deje después entrar en ella, acudir a la sinagoga y al templo no garantiza la entrada en el Reino Celestial. Tampoco lo garantiza el cumplir con el precepto de ir a Misa todos los domingos y fiestas de guardar. Porque lo que Dios desea de nosotros no es un ciego cumplimiento de la ley divina, sino vivir en coherencia con su Palabra. Y la Palabra de Dios es el Evangelio del amor. Si amamos desinteresadamente a los demás, Dios nos librará del mal y nos hará participar de la felicidad eterna. Esa es la función de la Celebración Eucarística: ayudarnos a vivir el Evangelio para así alcanzar la salvación. Por eso debemos ir a Misa. No para «cumplir».

¿Y de qué mal debemos ser salvados? Jesús lo dice en otro pasaje: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede destruir al alma y al cuerpo en el fuego eterno» (Mt 10,28). Es decir, la salvación auténtica es la interior. Jesús predicó el Evangelio para que fuéramos profundamente felices, a pesar de los sinsabores de la vida. Quien es coherente con la Palabra de Dios no se librará de los males físicos, ni de los disgustos, problemas y sufrimientos de la vida cotidiana, pero sí se salvará de algo mucho peor: del mal interior que nos hace egoístas, envidiosos y rencorosos. En definitiva, el Evangelio nos salva de todo lo que nos «mata interiormente», haciéndonos profundamente infelices y conduciéndonos física y espiritualmente a la perdición.

El autor de la carta a los Hebreos nos dice que Dios no sólo nos ofrece la puerta estrecha de la salvación, además, Él nos ayuda a pasar por ella. Y a veces lo hace corrigiéndonos, es decir, ayudándonos a cambiar el rumbo de nuestra vida. ¡Y qué duro es hacer cambios! ¡Cómo nos cuesta modificar conductas, costumbres o ideas! Pero sólo cuando conseguimos cambiar lo que no es coherente con el Evangelio, podemos entrar por la puerta estrecha de la salvación.

Esa es la felicidad que Dios nos ofrece. Y para alcanzarla hay que esforzarse, cambiar, convertirse, dejar el «hombre viejo» y pasar a ser personas nuevas que aman desinteresadamente buscando el bien común. Y, así, por muy mal que nos puedan ir las cosas en la vida cotidiana, en lo profundo del corazón seremos felices, porque habremos entrado por la puerta estrecha del Evangelio y Dios nos habrá salvado del auténtico mal: el que mata el corazón, y, con él, el cuerpo.