Dom
26
Sep
2010

Homilía XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

Año litúrgico 2009 - 2010 - (Ciclo C)

Lo que sembremos será nuestra recompensa en la vida

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

La lectura del Evangelio, nos sitúa ante la pregunta de: ¿Qué nos ocurrirá tras la muerte? Pues bien, no lo sabemos. Y tampoco lo sabían los autores de las Escrituras Sagradas. Ni siquiera Jesús desde su plena humanidad podía saberlo, ya que eso habría sido “jugar con ventaja”, con información y conocimiento privilegiado. Pero lo que está claro es que ni a Jesús, ni a los evangelistas, ni a nosotros hoy, nos resultaría fácil aceptar que Dios pudiera equiparar tras la muerte (del modo que fuere) al rico despreocupado sin misericordia, con el pobre que pide humillado a su puerta. Algo dentro de nosotros clama justicia y exige explicación.

Ahora ya desde nuestro momento, desde nuestra teología, desde nuestro diálogo amistoso con las culturas, podemos identificar ese clamor como un lugar teológico en el que Dios habla y se manifiesta con claridad a través de la historia.

Tal vez hoy estemos en mejores condiciones que ayer, para poder captar la imagen en la que se nos revela Dios, que no actúa desde la venganza, ni condena como creían los judíos o los cristianos de épocas pasadas (con la imagen del Pantocrátor en los ábsides de sus iglesias).

La Teología descubre hoy a un ser humano imagen y semejanza de Dios, al que se le encarga dar nombre y continuar la obra del Padre - Madre de la Creación. Un ser humano en el que Dios descarga plenamente su poder, de modo que aquel ya no puede como antes culpar de nada de lo ocurrido a Dios, sino que es responsable tanto de lo que hace por mejorar el mundo, como de lo que no hace, como en el caso de nuestro rico inmisericorde.

En eso consiste la encarnación. Dios se hizo plenamente humano en Jesús de Nazaret, para desvelarnos su manera de abajarse (su kénosis), su forma de estar presente mediante su Espíritu en nuestra propia humanidad.

De ahí que cuando hacemos el bien, hacemos visible a Dios en el mundo y saciamos una sed de la que apenas somos conscientes, nuestra sed de felicidad, o sed de Dios, lo cual nos realiza y nos identifica como hijos e hijas suyos herederos de su proyecto.

Ya nos decía también Jesús que hay mayor dicha en el dar que en el recibir, como nos recuerda San Pablo (en hch 20,35) porque el que da se permitir obrar desde la caridad a imagen y semejanza de Dios y eso le otorga una felicidad profunda que toca lo más auténtico de su ser.

Del mismo modo, el que cierra sus ojos y sus entrañas al dolor y al sufrimiento de su prójimo, se cierra él mismo la puerta del Reino de Dios, la puerta de la felicidad, porque no permite que Dios se manifieste en y a través de su vida. Y eso no es ninguna venganza de Dios, sino la consecuencia de su obrar equivocado.

En cuanto a los pobres (un grupo especialmente querido por Jesús dentro de todos los marginados y excluidos por la Ley judía), hoy estamos en mejores condiciones que los judíos para comprender que ellos son un lugar teológico en el que Dios se manifiesta. Es un gran paso el que dio Jesús, cuando afirmó a propósito del Dios justiciero de la retribución, que esa no podía ser la forma de obrar de Dios. Así en el Evangelio de Juan, ante la pregunta de quién pecó para merecer nacer ciego, su respuesta fue:

“Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,2-3).

Como dice San Pablo en la segunda lectura: “practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza...” y serás “un hombre de Dios”, y como consecuencia “conquistarás la vida eterna a la que fuiste llamado”.

Descubrirnos como parte del proyecto de Dios abre nuestra mirada sobre el mundo y nos llena de un nuevo sentido, que antes nos pasaba desapercibido y que ahora nos ayuda a descubrir la huella de bondad y amor en todo lo que nos rodea.

Y desde ese Espíritu, es de donde surge en nosotros la alegría, el agradecimiento y la alabanza a Dios, como se expresa en el salmo responsorial, “alaba alma mía al Señor”. Porque nuestro Dios es fiel y no nos abandona, porque nos ha devuelto la esperanza, porque podemos confiar en Él y podemos estar seguros de que siempre nos bendecirá con su Gracia a pesar de nuestra debilidad, de nuestras luchas diarias y de nuestras cruces cotidianas.