Dom
27
Dic
2015

Homilía La Sagrada Familia

Jesús iba creciendo en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

  • La familia no pasa de moda.

Las personas somos fruto de una relación entre personas. De la relación entre un hombre y una mujer y de la relación con las personas que nos rodean, especialmente aquellos con quienes convivimos. Esta es la razón que hace imprescindible a la familia en la vida humana.

Tan antigua como la humanidad es la familia. Y tan cambiante como es aquella, lo es ésta. La institución familiar y sus roles son construcciones sociales y culturales. Pero no todas las construcciones son igualmente buenas o válidas. Las hay mejores y peores porque, como hemos mencionado, no construimos ex nihilo, sino a partir de la connatural necesidad de relación que se da en el ser humano. Reconocer lo cambiante de la institución familiar no implica, por tanto, un relativismo o una plasticidad total.

La historia ha conocido el derecho absoluto del que gozaba en la cultura romana el pater familias, que podía disponer soberanamente sobre todas las propiedades -donde se incluían las personas- que formaban su casa. También la familia del presente sufre, en ocasiones, el violento complejo de cobardes tiranos que buscan anular al otro cebándose en sus debilidades con el único fin de tapar las suyas propias.

A pesar de estas perversiones, la familia no pasa de moda. Tanto es así, que todavía hoy muchos modelos de convivencia reivindican para sí dicho título. Todos quieren parecerse al ideal de familia en el que la relación de amor origina un compromiso firme y fecundo.

  • Honrar, respetar… y amar.

El libro del Eclesiástico nos recuerda uno de los mandamientos principales del decálogo: honrar al padre y a la madre. Dios -afirma- recompensa a quien honra y respeta a sus padres. Pero más allá de la lógica de la retribución está la del amor, tanto que en ella se resume todo el decálogo (amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo). El mandamiento del amor propiamente es más que un “mandamiento”: no es una norma, sino una forma de vivir que sólo puede nacer de un corazón “convertido”, es decir, vuelto hacia Dios. Una forma de vida plenamente realizada en Jesús, por quien también nosotros la podemos llegar a vivenciar.

Decíamos que la familia es el ámbito fundamental de relación del ser humano. Por eso mismo puede y debe ser un lugar privilegiado para vivir el amor. Aunque, como también señalábamos, hay ocasiones en las que las relaciones humanas no se rigen precisamente por el amor. Cuando esto pasa en la familia, la herida que provoca en la persona es especialmente grave y profunda.

Al superar el esquema normativo del Antiguo Testamento, el evangelio nos coloca en una situación de mayor libertad y, en consecuencia, de mayor exigencia. No hay que cumplir normas, sino vivir según los ideales del Reino de Dios. San Pablo aplica esos ideales a la familia según el contexto de su época. A nosotros nos corresponde hacer lo propio escuchando, para ello, la voz del Espíritu. No hay, por tanto, un único modelo de familia cristiana, pero eso no significa que lo que aporta el evangelio sea irrelevante o difuso. El ideal de fidelidad y la corporeidad de la entrega, la correspondencia generosa y desinteresada, el cuidado del débil y el perdón, el amor a los hijos queridos como don y no exigidos como derecho, la comunicación profunda, …

Como recientemente ha puesto de manifiesto el papa Francisco, debemos tener mucho cuidado de no acabar convirtiendo la exigencia del ideal evangélico en una soga sobre el cuello de los cristianos o en una medida para separar a los puros de los impuros. Estaríamos traicionando el mensaje de Jesús y cayendo en el legalismo inmisericorde que tan duramente condena. La exigencia del evangelio es la exigencia del amor, no de la ley. No hay que condenar a las personas, sino curar sus heridas.

La profundidad humana de la relación familiar es tal que es uno de los mejores referentes con que contamos para hablar de Dios. El evangelio nos refiere cómo Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre; su Misterio se expresa afirmando que es Padre, Hijo y Espíritu Santo; y una de las parábolas más bellas nos habla de Dios como padre bueno. La familia nos sirve para hablar de Dios porque en ella participamos en un cierto modo de lo que Dios es: relación de Amor.

  • La infancia de Jesús

El valor teológico de los relatos llamados “evangelios de la infancia” de Mateo y Lucas es la clave para su correcta interpretación. Lucas escoge -al igual que Mateo, pero desarrollándolo en mayor extensión- un estilo acorde con el conjunto de su evangelio: la narración. No se trata, por tanto, de un discurso teológico, como los que encontramos en Juan, sino de un relato, una historia. Si nos perdemos en los detalles de la historicidad del relato, no llegaremos a captar la idea que el evangelista nos quiere transmitir.

La intención de Lucas no es llenar huecos de la vida oculta de Jesús, como pretendían las múltiples leyendas populares apócrifas que se inventaron en torno a su infancia. Algunas de las cuales, por cierto, han originado tradiciones entrañables que hoy podemos ver en forma de figuritas en nuestros belenes (la mula, el buey y el que los magos de Oriente fueran tres y además reyes). Tampoco pretende referirnos datos biográficos por rigor documental. Lo que Lucas nos quiere decir se ve con claridad en dos momentos de la narración. Primero, cuando Jesús responde a sus angustiados padres “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Segundo, con el versículo con que cierra todo el relato de la infancia: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”.

Respecto a lo primero. El comportamiento de Jesús choca notablemente con el modelo familiar propio del judaísmo de la época. Este contraste es exagerado con dramatismo por el evangelista en su relato para lograr más fuerza expresiva. Jesús manifiesta una autoridad inusitada frente a sus padres, autoridad que procede de la relación única que tiene con Dios Padre a quien llama “mi” Padre. Su intención no es desobedecer a sus padres, sino responder a la misión para la que el Padre le ha enviado. A una edad ya adecuada para la época, Jesús se muestra primeramente concernido por los “asuntos de mi Padre” (en otra posible traducción del texto). Lo que la escena nos dice es, en pocas palabras, que Jesús es el Mesías.

De este modo, el relato anticipa con fuerte simbolismo lo que será el culmen de su misión: la predicación profética en el Templo que le costará la vida. Al tiempo que muestra la radicalidad de la entrega al Reino, que identificará con el seguimiento a su persona: la madre y los hermanos de Jesús son quienes acogen la palabra de Dios (Lc 8, 21) por encima de vínculos familiares (Lc 14, 26). No se trata de rechazar dichos vínculos familiares, sino de asentarlos en la lógica que debe regir toda relación humana: la lógica del Reino de Dios, que es la lógica del amor. Una vez más, Jesús se muestra libre y liberador respecto de los rígidos códigos de su época. La lógica del honor debido a los que son de la propia sangre debe ser superada. Pero también hay que ir más allá del amor a aquellos que nos son más próximos y que me corresponden con su amor. El nuevo mandamiento del amor no elimina nuestras relaciones, las hace nuevas.

Respecto a lo segundo. El último de los misterios gozosos que se contempla en el rezo del Rosario es precisamente este episodio, el del niño Jesús perdido y hallado en el Templo. No es irrelevante cómo enmarca Lucas la historia. Comienza en el v. 40 afirmando que “el niño crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él” y finaliza en el v. 52 diciendo que “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres”, prácticamente lo mismo. Parece querer dejar claro que la nítida y temprana conciencia que Jesús manifiesta de su especial filiación divina no resta nada a su humanidad. Jesús quiere crecer en esta relación con Dios -por eso necesita dialogar con los maestros y los doctores del Templo- y en su relación con los demás -por eso se desarrolla y madura, como cualquier joven, educado bajo la autoridad de sus padres.

La imagen estática de un niño Jesús “adulto” que desde su nacimiento todo lo sabe y que se comporta con actitud hierática o finge rasgos humanos reprimiendo poderes sobrenaturales -imagen típica de las leyendas apócrifas- es una imagen tan poco cristiana como la que niega la divinidad de Cristo. La Encarnación significa que Dios asume plenamente la naturaleza humana.

En síntesis, Lucas resalta a través de este relato tanto la humanidad de Jesús, que nace y se desarrolla como persona creyente en familia y en sociedad, como su divinidad, manifestada en su temprana conciencia de su relación filial única con Dios Padre.

Este es el Misterio central de nuestra fe que en estos días estamos celebrando. Misterio al que no alcanzan las palabras, porque ante la Palabra que se hace hombre, nada queda por decir. Escuchemos.