Abr
Homilía V Domingo de Cuaresma
Año litúrgico 2013 - 2014 - (Ciclo A)
“ Yo soy la resurrección y la vida ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
El aguijón de la muerte
Trozos de nuestra vida van desapareciendo, cuando perdemos familiares y amigos. El vacío se va apoderando paulatinamente de nosotros. La muerte produce un vacío incolmable, pero no puede quedarse ahí la reacción ante la misma. Ante la última prueba de la vida que es la muerte, nos sentimos inermes y desarmados, como las hermanas de Lázaro, que acuden a Jesús. Como buenas judías el ansia irreprimible de la vida también formaba parte de su sentido religioso. Ante la muerte sentimos un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede curar. Pero tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos. Nuestra fe está depositada en el Dios de vivos.
La voluntad de vivir que alienta en el hombre lo induce a rebelarse contra esa devastación irreparable. Por eso algunos han querido calmar esta rebeldía definiendo al hombre como «ser para la muerte». Así pretenden apagar todos los anhelos de transcendencia que anidan en el corazón de los hombres. La muerte, cercana o lejana, prevista o imprevista, esperada o imprevisible es siempre un aguijón para nuestras vidas. No vale cualquier actitud, ni ocultarla ni sucumbir ante su terror. La primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además de existir, es que la muerte es inevitable. Cerrar los ojos ante esta realidad para vivir en la ilusión de liberarse de su condición de «aguijón» y de sus interrogantes, sería una solución demasiado artificial y fácil de la vida.
Yo soy la resurrección y la vida
La sociedad actual tiene posturas contradictorias ante la muerte. Para unos es un tema socialmente incorrecto, que hay que ocultar. Ocultamiento o disimulo que se adorna con flores o solemnes y concurridos funerales. Pero la despreocupación no responde a la seriedad de la muerte. No se pueden buscar consuelos verdaderos en los engaños. Para otros el poder despótico de la muerte produce abatimiento y paralización ante el dolor. Por eso se convierte en un espectáculo apropiado para comerciar y traficar con él. Pero la muerte no es un ídolo ante el que los conjuros rituales nos liberarían. Queremos distraernos de ella, ocultándola. Los hombres han dado culto a la muerte, parándose a celebrar actos funerarios o paralizados por el miedo. En ambos casos se produce un silencio de lo esencial, que no es bueno.
No basta con aspirar a una inmortalidad en línea con nuestros deseos más naturales y espontáneos, sino que debemos tomarnos en serio lo que somos: nuestra condición de mortales. El asunto de la muerte siempre ha estado rondando en todas las situaciones humanas y en todas las religiones. Por eso, los grandes espíritus religiosos han anunciado la vida y la vida sin límites. Es, ante todo, la vida lo que nos debe interesar. Los evangelios presentan a Jesús como predicador infatigable del reino de gracia y de vida de Dios. Jesús no dijo que fuéramos inmortales, sino que nuestra vida es frágil y pasajera. La muerte lo que nos dice es que somos pasajeros y peregrinos en este mundo.
Las palabras humanas apenas si tienen sentido en esta situación. Las palabras humanas alivian las lágrimas, pero al final ni las enjugan ni dan luz a los ojos. Por eso, nosotros nos servimos de la palabra de Dios para iluminar este dolor y animar nuestras conciencias. En esta palabra de Dios se encuentra el verdadero sentido de la vida. Las enseñanzas de la sabiduría popular siguen siendo válidas. Una inscripción grabada en una piedra de nuestra ciudad advierte: «Los que dan consejos ciertos a los vivos, son los muertos». Es cierto que ante la muerte se relativizan tantos desvelos, afanes y proyectos que nos absorben en la vida y que nos enfrentan a otros, incluso familiares. Ante la muerte todo esto debiera pasar a segundo lugar y otorgarle un valor muy relativo. La muerte nos abre los ojos a la dimensión real de las cosas de este mundo. Sólo hay que dar importancia a lo esencial.
Los antiguos cristianos, al final, después de buscar todas las posibles evidencias confesaban que la resurrección corresponde sólo a la omnipotencia divina y que está ampliamente profetizada en las Escrituras (Sal. 28, 7; 3, 6; 23, 4; Job 19, 26). Mientras los cristianos atribuyan al testimonio bíblico del mesianismo mayor peso que a las apariencias del humanismo optimista, tienen en cuanto tales las mismas posibilidades que el cristianismo original. Ciertamente la vida es el valor más importante que tenemos, pero nos sentimos desarmados, como las hermanas de Lázaro, ante la última prueba que es la muerte y de su poder terrorífico. Nos guía El modo de morir Cristo: «Padre en tus manos encomiendo mis espíritu» y sus palabras a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida». A la luz de la resurrección de Cristo podemos serenarnos ante la muerte. Sólo la Palabra de Dios nos asegura la vida eterna. No damos culto a la muerte, sino que la seriedad con la que la tomamos nos conduce a confesar la fe en la resurrección.
Las verdaderas enseñanzas de los milagros
Nos cuesta admitir que el dolor, la angustia, la enfermedad o la muerte sean realidades de la vida y pensamos en intervenciones espectaculares de Dios. Algunos piensan que los milagros serían la solución de nuestros problemas y dificultades. Incluso la lectura superficial de la curación de ciegos, paralíticos y leprosos o lo que es más sorprendente la resurrección de varios muertos, podía llevar a encomendarnos a esta solución. Pero las mismas resurrecciones milagrosas fueron volver a esta vida por un espacio nuevo de tiempo, no eran la vida eterna, porque terminaron por acabarse. Antes o después los curados de una u otra manera deberán enfrentarse al final de su vida, de la que no libran ni los milagros. Jesús, ante la tentación de saltarse las leyes de la naturaleza con gestos espectaculares, dice al tentador «no tentarás al Señor tu Dios». Arrojarse desde el campanario del templo llamando a los ángeles como paracaídas es proponer una solución mágica que no casa con la cruz de Cristo.
Pero los milagros de Jesús no tenían como objetivo alargar esta vida, sino prepararnos para creer que hay una vida después de la muerte. Y para hacer entender que la muerte sin esperanza es una muerte que nace del alejamiento de Dios. Nosotros vivimos preocupados por la vida física o biológica, pero a Jesús le preocupa todavía más la angustia y la desesperación ante la ausencia de sentido de la vida, como si todo fuera absurdo. La Biblia no trata de la muerte biológica, la que los médicos certifican, sino de la experiencia personal y concreta que el hombre tiene de la muerte como corte y ruptura desoladora y absurda, la muerte dolorosa y terrible, de la que todos nos defendemos. Ésta es la muerte que no ha querido Dios, porque produce alejamiento y huida de Él, que es la fuente y la plenitud de vida.
Con este milagro Jesús va más allá de alargar simplemente la vida, porque al final también Lázaro murió de nuevo. Jesús interviene mostrando así su interés real por la vida biológica de su amigo, pero sobre todo para proclamar que hay una vida después de la muerte. Jesús invita a creer en la vida eterna. Se trata de creer que la vida verdadera es creer y confiar en Él. Esta fe desmiente a todos los que piensan que la muerte es la solución final. La resurrección de Lázaro es, pues, un anticipo de la victoria final. Jesús hace este milagro para que los hombres crean que hay una vida después de la muerte.
Jesús está preocupado por las realidades materiales, pero añadiendo en ellas algo más profundo o algunos signos. Del evangelio no se excluye el horizonte de la muerte, que por supuesto puede llegar en cualquier momento, sino que subraya que debemos estar preparados para vivir. Por eso necesitamos algo que dé sentido a la vida, para que la muerte física no se convierta en un obstáculo infranqueable para creer en la vida eterna. La vuelta de Lázaro a esta vida es signo de que hay una vida eterna que supera la dura realidad del sepulcro. Nuestra fe está depositada en el Dios de vivos. La imagen de Dios revelada en la vida de Jesús no puede ser una fuerza mágica que nos libra de la muerte física. Sería fácil hablar de un Dios que sólo nos reserva triunfos, pero sería engañoso, porque nuestras derrotas no tendrían solución final.
El signo de hoy «yo soy la resurrección y la vida» resulta incluso evidente para sus enemigos. La resurrección de Lázaro provoca la oposición de los que no aceptan la fe en Jesús y adelanta su persecución hasta la condena final. Lo que hay de provocador en este milagro no es un anuncio de una vida por un espacio temporal, sino presentar a Dios como vida.