Feb
Homilía Domingo quinto del Tiempo Ordinario
Año litúrgico 2008 - 2009 - (Ciclo B)
“ ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! ”
Pautas para la homilía de hoy
Reflexión del Evangelio de hoy
Las lecturas de este domingo tienen a primera vista muy poco en común. Hay, no obstante, una categoría unida a la praxis de Jesús y de la comunidad cristiana que las ponen en relación: la predicación, el anuncio del Reino, que es la tarea de toda la vida del Señor y de sus seguidores. Un anuncio que es palabra, pero sin olvidar que esa palabra se hace creíble mediante signos eficaces de libertad y solidaridad.
“Vamos a predicar, que para eso he venido”
En los primeros momentos de su misión Jesús debió estar expuesto a varios baños de multitudes. Los evangelios cuentan algunos de ellos. Ese “todo el mundo te busca” que le dicen Simón y sus compañeros debe reflejar algo de ello. Le buscan porque les resuelve problemas y dificultades. Y cuando “la población entera se agolpaba a la puerta” es fácil dejarse atrapar por la necesidad y también por el éxito y el halago.
Jesús recibe la noticia reclamando su libertad, pero no para huir del agobio sino para ir a predicar a otros lugares. Libre no para rehuir su misión sino para poder realizarla. Para eso ha venido a Galilea y, más radicalmente, para eso ha venido al mundo.
Ni siquiera el bien que hace a las personas con las que se encuentra debe desdibujar su misión. Jesús ha venido, ante todo, para anunciar el Reino y para dejar ver que el Reino, la cercana y fiel apuesta de Dios por los hombres, ha llegado con Él y en Él.
“Ay de mí si no anunciara el Evangelio”
Este vivir para anunciar es un legado que Jesús ha dejado a los suyos. Pablo expresa muy bien su condición de seguidor de Jesús: le contempla y le agradece haberle conocido pero, sobre todo, se siente urgido a darle a conocer a otros. Ese “ay de mí” indica que la predicación para el cristiano no es un oficio al que se dediquen unos pocos profesionales: es una urgencia interior. Me importa sobremanera hacer llegar a los demás lo más valioso que he recibido: la fe en el Evangelio de Jesús, en su palabra reveladora, en sus gestos compasivos, en definitiva en su persona que me permite vivir con sentido y esperar sin temor a verme frustrado.
Cada cristiano no es un receptor pasivo de la predicación de otro. Si realmente su fe está moviendo su vida, si su fe le está haciendo feliz, desea contarla. Todo cristiano es un apóstol.
Una predicación que las circunstancias sociales y culturales hace a veces difícil y costosa. Como Pablo muchos pueden, podemos, decir que “lo hago a pesar mío”. Porque dudan, dudamos, de cómo anunciar, porque desanima que el anuncio no sea recibido, porque nos humillan las distancias entre lo que anunciamos y lo que de hecho vivimos, como personas, como comunidades y como institución.
Pero nada de ello justificaría el silencio del seguidor de Jesús, del apóstol, del predicador. Más aún, son circunstancias que muestran hasta qué punto anunciamos “de balde”, desde la gratuidad, de aquello o, mejor aún de Aquél, que se nos ha revelado y nos ha seducido.
Con signos de la llegada del Reino
En los evangelios hay muchos vestigios de milagros de Jesús como los que narra Marcos en el fragmento leído hoy. Vestigios de un modo de actuar que no debemos poner en duda.
Aunque lo más importante es saber por qué Jesús actuó así. ¿Qué buscaba con esos milagros? Lo confesó él mismo: mostrar que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Mt 12,28).
No pretendió deslumbrar con poderes ocultos, ni acumular fama de milagrero y prestigio entre la multitud, sino significar lo que anunciaba con su palabra y con su modo de vivir: que Dios es un Padre bondadoso que se conmueve ante los sufrimientos de sus hijas e hijos; que Dios no causa el mal sino que reacciona con compasión y solidaridad con quienes lo sufren.
Jesús sabe bien que en el corazón de cada persona que sufre y está poseída por espíritus que la amenazan y la inquietan hay un Job al que atormenta que “sus días corren más que la lanzadera y se consumen sin esperanza”.
La predicación para Jesús, más que palabra que ilustra es palabra que cura. Sus milagros son signos que dan fe de la veracidad de sus palabras.
Con ellos nos muestra también a nosotros hasta qué punto sin gestos de compasión solidaria la palabra de los cristianos es sólo doctrina. Y no salva la doctrina, sino el amor.