Dom
8
Mar
2015

Homilía III Domingo de Cuaresma

Año litúrgico 2014 - 2015 - (Ciclo B)

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré

Pautas para la homilía de hoy

Reflexión del Evangelio de hoy

Si la Cuaresma era en su origen un tiempo de preparación previa al bautismo de los nuevos convertidos al cristianismo, ¿qué sentido tiene que la repitamos todos los años los que ya hemos sido bautizados? ¿Tal vez no nos descubrimos convertidos, pues todos los años nos repetimos la necesidad de conversión? ¿Esperamos, pues, que acontezca algún signo especial en nuestras vidas que nos dé señales fehacientes de haber alcanzado la conversión? ¿O tal vez, esperamos experimentar una conversión milagrosa?

Por otro lado, se nos recuerda que la conversión cuaresmal involucra una serie de actitudes y acciones voluntaristas de la persona – las condensamos típicamente en oración, abstinencia, limosna-, que parecen necesitar de una continua justificación y atribución de sentido en la vida cristiana; de ahí, que habitualmente recurramos a argumentos de universalidad basados en la sabiduría natural del hombre (el ayuno ha probado ser una acción saludable para regenerar el cuerpo y liberar el espíritu, la oración es un efectivo medio de encontrarse a uno mismo y favorecer una vida psicológica sana, la abstinencia se actualiza a todo tipo de dependencias viciosas – consumismo, tecnología, ….-, etc.).

Ni signos (milagros traduce la lectura litúrgica la palabra griega semeion) ni sabiduría humana (nos responde Pablo), la conversión cristiana no puede apoyarse ni buscarse en signos extraordinarios en nuestra vida, ni tampoco en el voluntarismo del hombre: tanto lo uno como lo otro se pierde en la interpretación de la ambigüedad que los caracteriza, y en la conversión cristiana no cabe ambigüedad (“muchos creyeron al ver los signos que realizaba, pero Jesús no se fiaba de ellos”).

El pueblo de la Alianza expresaba sin ambages la conversión en el cumplimiento del pacto del Sinaí, objetivado en la Ley, condesada, a su vez, en el Decálogo. ¿Es el Decálogo signo de Dios o sabiduría humana? El Decálogo – como todo Código – es expresión de la sabiduría humana fundada en la experiencia y deseo de la misma existencia y convivencia entre los hombres, pero existencia y convivencia que se descubre posible sólo fundamentada en la misma sabiduría y voluntad de Dios, que quiere que su pueblo viva. “¿Qué signo nos das para obrar así?”, ¿qué signo nos das de que quieres nuestra vida?; ¿qué signo nos das para que seamos tu pueblo? Y Yahvé da un signo, el signo: “Yo te hice salir de la esclavitud”. Ese será para siempre el signo de Dios. El signo de Dios es liberar de toda esclavitud.

Dos formas son la expresión extrema de la esclavitud, de las que sólo Dios mismo puede liberar: la que la persona ejerce sobre sí misma y la que se ejerce en nombre de Dios mismo. Son las máximas expresiones porque ante ellas el hombre está ciego, es incapaz de verlas. El evangelio de hoy nos muestra que ambas se pueden dar unidas en la relación del hombre con Dios: el que el mismo hombre puede encadenarse a sí mismo a través de las estructuras religiosas que ha creado para mediar su relación con Dios. De esta forma, el signo mismo de Dios hacia el hombre – la liberación de la esclavitud – queda pervertido, y con ello, el mismo sentido de la religión: la relación de Dios con el hombre. El vínculo cultual – la mediación entre Dios y el hombre– ha devenido cadena. El culto ha encadenado al hombre en su relación con Dios, porque ha suplantado y desvirtuado la vía experiencial de acceso del hombre a Dios (y de Dios al hombre -“sabe lo que hay en el interior del hombre”-), sin la cual el culto carece de espíritu.

Hombre como es - al declararse a sí mismo estructura fundamental de la mediación de Dios con los hombres - Jesús sanea esa relación, y lo hace bajo el signo mismo de Dios: la liberación de aquello que ha quedado encadenado. Así, al ofrecer su humanidad al sacrificio (“Cristo crucificado”), destruye la atadura cultual liberando ambos extremos: de un lado, al hombre; de otro lado, a Dios mismo. Al destruir la carne humana (“este templo”) en el sacrificio cultual ha liberado el espíritu del hombre para que pueda adorar a Dios en espíritu y verdad. Al destruir el Templo de piedra (“la casa de mi Padre”), ha liberado el Espíritu para que pueda ser adorado en espíritu y verdad.

Jesús ha liberado a Dios mismo para que Dios pueda liberar al hombre; Jesús ha liberado al hombre para que el hombre pueda salir al desierto a adorar a su Dios.

¿Buscas signos de tu conversión? Mira si eres libre de ti mismo; mira si dejas libre a tu Dios; mira si dejas a Dios liberarte. Para ser libres nos liberó Jesucristo; también, de la misma religión.