Memorias de un viaje heroico
Vicente Cudeiro González, O.P
El sábado 12 de enero de 1544, después de la misa conventual, entre sollozos y lágrimas, se despide un grupo de 16 dominicos de sus Hermanos del Convento de san Esteban de Salamanca camino de Chiapas. Conocemos sus aventuras, o, mejor, sus desventuras, por la Crónica de Fr. Tomás de la Torre, a quien se encomendó ese cometido dos días después de la partida. Su relato constituye uno de los libros de viajes más apasionantes e informativos de cuantos se escribieron hasta entonces en lengua castellana (1).
Seducidos por el ardor apostólico de Fr. Bartolomé de las Casas, recién consagrado Obispo en Sevilla, salen dispuestos a conquistar para Cristo el más preciado tesoro de las Américas: las almas de los indios. Después, en su larga travesía, se les irán uniendo otros frailes procedentes de Valladolid, Valencia, Extremadura y Andalucía. Atrás dejan sus cátedras, sus honoríficos cargos, su fama de prestigiosos predicadores y su vida confortable en sus conventos para protagonizar una de las más heroicas odiseas misionales que registra la Historia de la Evangelización. Conformes en todo con el ideal apostólico diseñado por Cristo (cf Lc. 10,4), en la más estricta pobreza y observancia religiosa, no llevan más que lo puesto, un bastón, el ajuar imprescindible, libros para el rezo y el ministerio, y dos asnillos “ruines y una jaca, ajada en años y trabajos, para transportar esos enseres y los posibles enfermos graves. Andando a pie de cuatro a cinco leguas por día, atraviesan parte de Castilla, Extremadura de norte a sur y Andalucía, en busca del puerto de Sanlúcar de Barrameda para recalar después en C. Real de Chiapa (México). En ese larguísimo itinerario tuvieron que superar trabajos, penalidades y peligros increíbles e incontables. Sólo unos hombres de acero, templado por el ardiente fuego del amor de Dios y de las almas, son capaces de arrostrar tantos y tamaños sacrificios.
En la primera etapa entre Salamanca y Sevilla siguen aproximadamente la Ruta de la Plata. Hasta llegara Fuente de Cantos tienen que caminar con lluvias torrenciales y persistentes. Pero ellos sobrepasando arroyos desbordados y cenagales impracticables iban con “suma alegría cantando letanías” y, a imitación de “santo Domingo en voz alta Veni Creator Spiritus, y Ave Maris Stella” (pM).
Pasada la primera noche en Almozábares parando en una posada. y arreglándoselas cada uno como pudo para dormir. Afortunadamente dos dominicos, que por allí estaban, les proporcionaron buena cena y comida del día siguiente, y leña para calentarse. Aquí determinan que en llegando a los distintos lugares del descanso nocturno habrían de cantar las Completas con la Salve y hacer un rato de oración, “como se hace en los conventos”. Al día siguiente, que era domingo, después de celebrar la misa con predicación, se ponen en camino para dormir en los mesones de Siete Carreras. A la mañana siguiente dicen misa en Calzadilla, comen en Frades y llegan a dormir en El Endrina!. Aquí reciben un mensaje del Provincial, que, antes de conocer su contenido, les llenó de inquietud, temiendo se tratase de la revocación del permiso de ir a los Indias, que algunos habían obtenido con dificultad y muchos ruegos. Para alegría de todos, se trataba de una caritativa recomendación: que cuidasen su salud, y les dispensa de la ley de la abstinencia y de vestir de lana hasta el final de su viaje.
En la siguiente jornada pasan por Valdefuentes para pernoctar en Calzada. Los vecinos de esta localidad tratan de disuadirlos de seguir adelante. Pues el río iba muy crecido, los puentes sin terminar, y el vado intransitable. No obstante nada les detiene y pasan a cuestas como pueden unos las bestias, otros las albardas, y Fr. Pedro Calvo, el hombre polifacético y fortachón de la expedición, pasa a hombros a los más débiles. Fr. Vicente Núñez, toma una albarda al hombro y, con devoto humor, pasa el río recitando las palabras del Sal.72: Señor “me he hecho un jumento ante ti”. De allí van a Monte Mayor, donde son acogidos y tratados por los Marqueses como “ángeles del cielo”. Les aposentan con tanto lujo y cariño como si del mismo Emperador se tratara. Por la tarde como los Marqueses no habían oído el canto de Completas tienen que repetirlas para contento de los buenos Señores y familia. Después de tres días de auténtica fiesta, reemprenden la marcha, desoyendo los consejos de sus caritativos huéspedes, quienes les advierten de la dificultad de los arroyos desbordados. Ante la decisión de los misioneros de seguir adelante les obsequian con dinero, abundancia de alimentos y vino. El Cronista anota el detalle de que la marquesa se portó con ellos como una verdadero madre, y ella, su marido y sus hijos los despiden llorando.
El mismo Marqués les recomienda a sus súbditos de Lagunílla, término de la siguiente jornada. Por ello son muy bien acogidos, tratados y provistos de más alimentos. Después se adentran en Extremadura para detenerse en Guijo. La belleza de los campos de la montaña extremeña, la grácil silueta de los ciervos saltando por su camino, les causan una gratificante impresión. Extenuados por el largo transitar lloviendo y con los caminos encenagados, pernoctan en una mísera posada, donde los goteras seguían mortificando sus cuerpos por la noche. Allí, como de costumbre dicen misa y predican al pueblo; y éste les da limosna con generosidad. Por Santibáñez Alto pasan a Santa Cruz para saludar al Obispo de Coria, a quien algunos frailes conocían. El Prelado los trata muy afectuosamente, les proporciona provisiones para tres días y les da una carta para el cura de Monte Hermoso recomendándole que les dé albergue. Pero no pudiendo dar con él, tuvieron grandes dificultades para encontrar donde dormir. No menores dificultades tuvieron para pasar el río, porque a la hora de pagar la travesía al barquero, no tenían otra cosa que darle que una hogaza de pan. Este, depechado, les dirige toda clase de improperios y hasta les amenaza con llevarles a la justicia. Pero ellos ante esos denuestos callan humildemente. Llegan después a Galisteo pasando por un verdadero mar da agua, producido por las intensas lluvias. Afortunadamente aquí son recibidos con inmenso cariño por sus Hermanos dominicos, y reponen sus fuerzas durante tres días, al cabo de los cuales se despiden de ellos “con muchas lágrimas y sentimiento” (p.32). Pero, a causa de la lluvia sólo pueden llegar aquel día a Holguera, a dos leguas de distancia. Aquí son acogidos por dos caritativos hermanos, que les tratan “muy cumplidamente”. Pero las gentes bajas del pueblo les miran como bichos raros, y les dirigen frases de charra ironía. En el siguiente pueblo, El Cañaveral, incluso un arriero les dedicó groserías, propias de su oficio. Ellos, guardando un humilde silencio y un porte distinguido y honesto, y el P. Vicario dirigiéndole a él y a sus compañeros una amable reconvención les hacen cambiar de actitud hasta el punto de quedar altamente edificados, e incluso les dan una buena limosna.
Con los trabajos de siempre por la lluvia incesante, la crecida de los ríos y la dificultad para hallar donde cobijarse, llegan a Cáceres en tiempo en que se estaba edificando el futuro convento de la Orden. Por ello los pocos frailes que allí están no tienen lugar donde hospedarles. Pero les instalan en una casa del arcediano de Plasencia, donde pudieron lavarse y dormir muy confortablemente. No les fue tan bien en Aldea del Cano al tener que dormir en un pajar, ateridos de frío. Mal descanso para la jornada siguiente hasta Aljucén. Allí les proveyó la Providencia con la ayuda de una ventera viuda y un cuñado suyo. Conociendo por unos recueros su comportamiento y la causa de su viaje, los acogen con gran respeto y entre ambos les proporcionan alojamiento, comida y lumbre para calentarse y enjugar sus ropas. Por su parte ellos acceden muy gustosamente a cantar en la iglesia un solemne responso por el alma del esposo de la atribulada mesonera. Enterados los vecinos, les encargan también muchos responsos por sus difuntos, les dan toda clase de alimentos, cada uno según podía. Y accediendo a sus ruegos se quedan para celebrar con gran solemnidad la fiesta de la Purificación, predicando la víspera Fr. Diego de la Magdalena un gran sermón. Por la tarde invitados por el cura, partieron para Carrascalejo, para que predicasen con motivo de la fiesta. Allí tanto el clérigo como los alcajides los reciben muy amablemente, les hospedan muy cómodamente y les dan muy bien de cenar. Lo mismo hizo el vicario de Mérida, de la Orden de Santiago, que venía a decir la misa de domingo. Los religiosos celebran todos y predica Fr. Tomás de la Torre. El clérigo y sus deudos los tratan “como los de su estado lo saben hacer cuando quieren” (p.37).
Allí les alcanza Gregorio Pesquera, que había sido un conquistador y después, convertido por el V.P.Las Casas, se hizo su mejor colaborador. Fue enviado por él con cartas del Rey para el Provincial de Andalucía, oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla y Virrey de México, mandándoles que prestasen a los misioneros toda la ayuda necesaria para llegar a su destino. Por su parte, tanto el clérigo como los buenos paisanos, les dan abundantes limosnas y les dispensan una despedida muy entrañable. Llegan a Mérida “lloviendo a cántaros”, de modo que Fr. Pedro Calvo tiene que hacer una vez más de san Cristóbal pasando los arroyos con los mas débiles a cuestas. El vicario de Mérida les lleva a una buena posada y les provee de comida y vino, que mucho necesitaban. El Guadiana iba tan crecido que ni por el puente se podía pasar. Así se detienen un día en el que pueden lavar las ropas, remendar los zapatos y ver las cosas más interesantes de aquella Ciudad. Por fortuna el día 5 de febrero cesaron las lluvias. Pero los caminos eran lodazales, donde se enterraban hasta la rodilla, perdían los zapatos y las bestias salían con mucha dificultad de aquel atolladero.
En la siguiente jornada con idénticas dificultades del barro, pero con buen tiempo llegan a
Fuentes del Maestre. El Cronista anota que había allí un buen órgano con que Fr. Diego Calderón armonizó el canto de Completas con la iglesia llena de fieles. Les dieron abundancia de leche con que paliaron de alguna manera la mala posada. A sólo dos leguas se encuentra la villa de Zafra, donde los pocos frailes que allí había los acogen con mucho afecto; y las monjas clarisas los hospedan y les ofrecen una abundante comida “aderezada como ellas lo saben hacer”. Por la tarde hicieron una gran fiesta, y les dieron una cena mejor todavía que la comida y provisiones para llegar a Sevilla. Desde Zafra van a Puebla de Sancho Pérez, donde son agasajados por los familiares de uno de los misioneros, llamado Fr. Vicente Núñez. Después de comer, éste se despide para siempre de ellos, quienes lloran desconsolados su partida. La siguiente noche la pasan en Calzadilla donde son hospedados con toda suerte de atenciones por un fraile de la Orden, que allí vivía. El 9 de Febrero llegan a Fuente de Cantos, en donde almuerzan. Seguidamente salen para Monasterio, y allí pernoctan muy bien atendidos por dos jóvenes clérigos. Era día de fiesta y predica Fr. Diego de la Magdalena y los demás celebran la misa. Después de comer reemprenden su andadura hasta un pueblo llamado Realejo. Llegan de noche y no pudieron encontrar donde dormir; así tienen que pasar la noche en un pajar. Los ratones les obsequian con su compañía; pero se la cobran, royéndole un nuevo Testamente, y los registros del Breviario de Fr. Pedro de la Cruz. Al día siguiente almuerzan en una pradera, para ir a dormir después a Almadén de la Plata, ya en la actual provincia de Sevilla. Desde allí salen para Castilblanco. Dos leguas adelante, en una venta, comen con fruición un poco de pan negro y duro. Andan tres leguas más para pasar la noche en una venta donde no hallan nada qué comer. El procurador les hace una sopa de ajo, que con la salsa del hambre, les resultó muy sabrosa. A la puesta del sol llegan a Puebla, donde una vez más tienen grandes dificultades para encontrar alojamiento. Después de una búsqueda inútil solo consiguen seis camas en la casa de un franciscano. A la mañana siguiente, por Alcalá del Río pasan el Guadalquivir en barca y llegan hasta Sevilla. Como eran tantos no se atreven a pedir hospedaje en san Pablo, el Convento más importante de la Orden. Por ello dos se quedan en el monasterio de san Jerónimo, cuatro se hospedan en Santo Domingo de Portacoeli y las restantes se aposentan primero en san Pablo, donde fueron acogidos “con regalo y buen tratamiento”. Aprovechan la breve estancia para ver las cosas más notables de la Ciudad. Y sobre todo descansan y se curan de las heridas de los pies, que un viaje tan largo y en pésimas condiciones les había producido a todos. A las asperezas del camino se añadía la dureza de los zapatos que por las noche tenían que secar al calor del fuego, y “a la mañana siguiente estaban como cuernos” (p.4S). Dado que la partida para las Indias se retardaba por diferentes motivos, el Provincial de Andalucía los repartió por los conventos cercanos para que pasasen la cuaresma con sosiego y ayudasen en el ministerio, quedando en Sevilla unos cuantos para preparar el embarque. Allí se incorporan al grupo varios frailes procedentes de los lugares arriba indicados, siendo depositados unos y otros en los Conventos de Jerez, Sanlúcar de Barrameda, Rota y Alcalá de los Gazules. En Sevilla se une a ellos Fr. Bartolomé de las Casas. Se hospeda en san Pablo, y allí es consagrado obispo de Chiapa el domingo de Pasión, 30 de Marzo de 1544.
La singladura hasta la Isla de Santo Domingo
A pesar de ser muy queridos en los conventos respectivos y prever las penalidades que les aguardan, todos los misioneros tenían gran deseo de proseguir s viaje (p.54). Preparado el matalotaje y prestos los navíos para la partida en Sanlucar de Barrameda, embarcan 48 frailes el día 8 de julio, después de muchos ires y venires, de órdenes y contraórdenes. Conscientes de los peligros que les aguardan, dicha la misa mayor, se confiesan “como para morirse” (p. 37). Con todo no pueden los marineros levar anclas hasta el día 10, por falta de viento. Con qué ánimo emprenden la singladura nos lo dice el Cronista:”lbamos todos cantando letanías y otras oraciones y con tanta alegría nos desterramos de nuestras tierras con propósito de no volver a ellas (...) y recibimos con gran gozo aquellos trabajos” (60-61).
Desafortunadamente la nao en que iban la casi totalidad de los frailes estaba mal lastrada y peor comandada, quedándose detenida en la barra del Río Guadalquivir. Allí padecieron durante dos días un calor infernal “porque la brea del navío ardía y porque iba mucha gente” (p.61). Al ser muchos, los marinos los trataban “como a negros. Los mandan ir a dormir a las bodegas, tirados por el suelo, muchas veces pisados, y tratados sin respeto ni miramiento alguno. Aparte de esta falta de consideración, el calor abrasador: “Unos iban debajo de cubierta, cociéndose vivos, otros asándose al sol sobre cubierta” (p.62). Unos hombres que nunca habían viajado en un medio rápido de locomoción, es lógico que a la media hora de navegación estuvieran todos maltrechos por el mareo. En este estado el mayor tormento para ellos “era rezar las horas canónicas”. Pero a pesar de ello, todos las rezan en particular aunque “tarde y mal”. Sin embargo no omiten cantar la Salve al fin de cada día.
Resulta estremecedora la descripción que hace el Cronista de la vida a bordo: “Primeramente el navío es una cárcel muy estrecha y muy fuerte donde nadie puede huir, aunque no lleva grillos ni cadenas y tan cruel que no hace diferencia entre presos; igualmente los trata y estrecha a todos. Es grande la estrechura y ahogamiento y calor; la cama es el suelo comúnmente (...). Hay además en el navío mucho vómito y mala disposición, pues van como fuera de sí y muy desabridos; unos más tiempo que otros; y algunos siempre. Hay muy pocas ganas de comer y arróstranse mal las cosas dulces; la sed que se padece es increíble; acreciéntala ser la comida bizcochos y cosas saladas. La bebida es medida, medio azumbre de agua al día (1 litro aproximadamente) (...) hay infinitos piojos, que comen a los hombres vivos, y la ropa no se puede lavar porque la corta el agua del mar. Hay mal olor especialmente debajo de cubierta, y intolerable en todo el navío cuando anda la bomba; y anda más o menos veces, según el navío es bueno o malo” (p.64).
Al ir la nave mal lastrada, corrieron serios peligros de naufragar, poniéndose a veces de costado y llegando el agua a la mitad de la cubierta. Los marineros se mofaban de los frailes, diciéndoles frecuentemente “frailes acá, frailes acullá”. Providencialmente el tiempo fue tan bonancible que los mismos marineros llegaron a pensar ser algo milagroso. Después de todos estos avatares llegaron a la Gomera con mucho retraso el día 19 de julio, “molidos y podridos y fatigados”. Los isleños les recibieron con cariño, y les dieron comida y bebida. No teniendo casas espaciosas para acoger a tantos, tienen que albergarse en la iglesia. En el patio contiguo pudieron hacer lumbre y comer caliente. Empero, cuando llegó el cura los trató ásperamente por considerar que le habían invadido su casa. Al fin los deja, pero con frecuentes desplantes. Los fieles afearon su conducta, por lo que moderó sus denuestos. Permanecieron encerrados en la iglesia durante diez días, que aprovechan para predicar y confesar al pueblo, cuando el clérigo gruñón se lo permitía (p. 69).
Salen de la Gomera el 30 de julio. Con viento favorable, la nave alijerada y la mar en calma, navegan a gran velocidad. Ello les permite hacer la travesía cumpliendo todas las observancias religiosas: comen juntos con lectura, dicen misa en privado, menos los domingos y días festivos que la cantan todos juntos y predican a toda la tripulación. El día de Santo Domingo (6 de agosto) hicieron una gran fiesta, igual que al día siguiente, fiesta de S. Salvador, que daba nombre a la nave. Con parecidas penalidades a las ya consignadas de calor, sed, mareos, etc. pasan junto a las islas caribeñas Deseada, Marigalante, Guadalupe, Los Frailes, Santa Cruz, e Islas Vírgenes. Allí conocieron el estado salvaje de los caribes, y sintieron el deseo de que Dios los arrojase a tierra para remedio de sus almas (p. 75). La falta de viento les fuerza a detenerse frente a S. Juan de Puerto Rico los días 1 y 2 de septiembre con gran calor, sed y cansancio. Por orden del Capitán de la flota la S. Salvador hubo de bordear la Isla para recalar en S. Germán. Allí visitan la pobre y reducida vivienda de dos religiosos dominicos, quienes no pueden ofrecer a los misioneros otra cosa que cosabe, ají y frutas. Pero sí pudieron saciar su sed con agua abundante y fresca, y aprovisionarles de ella para la travesías hasta la Isla de Santa Domingo, en cuyo puerto entran el día el 9 de septiembre. Antes estuvieron a punto de estrellarse contra una roca y de embestir contra la nave capitana y perecer ahogados. Al saltar a tierra son recibidos por el obispo de Puerto Rico, miembros de la Orden y gentes del pueblo. Después se dirigen procesionalmente al convento dominicano, entran en la iglesia y dan gracias a Dios con el canto del Te Deum.
En la capital de Santo Domingo no les faltaron penalidades. Como desde su llegada a la Isla, los dominicos habían fustigado duramente en su predicación a los españoles por el maltrato a que sometían a los indios, y sabiendo las autoridades que su más celoso defensor, Fr. Bartolomé de las Casas, iba al frente del grupo apostólico les reciben muy mal y no les dan limosnas ni les prestan socorro alguno. Entonces el Obispo acude a los frailes menores en demanda de ayuda. Estos al principio se muestran recelosos, temiendo ser tratados por los españoles igual que los dominicos. Por fortuna en la fiesta de S. Francisco acuden todos a celebrarla con los hijos del p. poverello. Fr. Jordán de Piamonte, uno de los misioneros, predica un maravilloso panegírico; uno de los efectos del sermón fue la gran amistad que se entabló entre los hijos de Francisco de Asís y los de Domingo de Guzmán. A partir de ese día fueron a comer y a cenar con aquéllos trece o catorce frailes del grupo misional. El Cronista termina la narración de este episodio en estos términos: “Si todas las caridades que aquellos padres nos hicieron se hubieran de contar, sería hacer de solas ellas una larga historia” (p.83). Tampoco se olvida el Cronista de reseñar un hecho conmovedor protagonizado por una negra horra, que les proporcionaba diariamente bebida y alimentos que “casi nos sustentaba” (p.86).
Durante la estancia en la Isla de Santo Domingo organizan su vida en estricta observancia religiosa, y aprovechan el tiempo que les queda a estudiar comunitariamente en forma de ejercicios escolásticos el tema de las guerras y de la libertad de los indios; “cosa muy provechosa”, tanto par los misioneros como para los clérigos de aquellas tierras. Y predican en toda ocasión que se les ofrece, exhortando a los encomenderos que dejen libres a los indios. Ello desagradó a muchos; pero otros se rindieron a sus razones, y terminaron siendo sus bienhechores.
De Santo Domingo a Chiapas
Aunque dos misioneros se quedaron en Puerto Rico y cuatro en la Española, vencidos por el temor de los penalidades que preveían les esperaban, los restantes estaban deseosos de partir para su destino. Después de vencer muchas dificultades para encontrar un navío que los llevase, se despiden de los dominicos y de los franciscanos con “muchas lágrimas”. Una rica viuda, que antes había tenido encomienda de indios, y a quienes dejó libres por la predicación de los frailes, les aprovisiona de variados y abundantes alimentos para el viaje; y la ya mentada negra les entrega todo lo que para ellos había podido juntar. Con esas provisiones se embarcan para Yucatán. En la travesía tuvieron que soportar idénticas privaciones e incomodidades que las anteriores. Y a ellas se añadieron las grandes tempestades propias del Mar caribe en aquella época del año. Tan perdidos se vieron en la que se desencadenó entre los días 19 y 21 de diciembre que todos se creyeron abocados a la muerte irremediablemente. A la bravura del oleaje se añadía la bisoñez de los marineros. Tan grande era ésta que fueron aconsejados por el V. Bartolomé de las Casas y Fr. Pedro Calvo, a quienes la experiencia de los viajes anteriores les había hecho expertos en el arte de navegar.
Por fin desembarcan en Campeche (México) el 6 de enero de 1545 con mucha alegría pero también con la preocupación de ser recibidos a arcabuzazos. Por fortuna los españoles los reciben bien al igual que muchos indios, “donde vimos -anota el Cronista- los tesoros que veníamos a buscar a las Indias” (p. l00). Y añade: “Mucho nos holgamos de ver nuestra gente por que tanto habíamos trabajado” (ibid.). Pero si incontables fueron las calamidades sufridas entre Salamanca y Sevilla, mucho mayores fueron todavía las que tuvieron que arrostrar entre Campeche y Chiapa. Mencionar siquiera las más notables es imposible en esta breve noticia del viaje misional. Por ello solamente aludiremos a aquellas más indicativas del espíritu que animaba a aquellos heroicos apóstoles.
Para llegar a Tabasco lo mejor era atravesar la laguna de Términos en barcazas o en canoas. Como de éstas no había suficientes para transportar a los religiosos y su pesado equipaje, deciden enviar éste y diez religiosos en una barcaza en mal estado y con sobrecarga, debido, como siempre, al afán lucrativo de los dueños. Salieron el 8 de enero; y a media noche se levantó un viento norte muy fuerte con el consiguiente oleaje. De repente vino una ola muy grande; y, dado que la barca iba muy hundida tanto por la carga como por el agua que se había filtrado, le pasó por encima, y la hizo zozobrar, ahogándose casi todos los tripulantes. De los frailes sólo se salvó Fr. Fernando de Quesada. En su esfuerzo por salir a flote, topó con una maroma y trepando por medio de ella pudo asirse a una argolla de popa. Y aunque fue arrojado al agua por la fuerza de las olas repetidas veces, sabiendo nadar, pudo volver otras tantas a su agarradero hasta que, calmada la tormenta después de dos días, y, empujada por las olas y el viento, la barca encalló de costado en la arena. Y así se salvó él y varios seglares. Ni que decir que el matalotaje se perdió casi por completo. Después de narrar con impresionante patetismo los detalles del naufragio, Fr. Tomás de la Torre escribe en su Crónica una estremecedora oración fúnebre por sus entrañables y malhadados hermanos fenecidos (cf. pp.115-116).
El día 26 de enero, después del canto de Vísperas y Completas, un español comunica al P. Vicario, Fr. Tomás Casillas, la trágica nueva. Éste, presa de un inmenso dolor, no pudo musitar palabra durante unos momentos. Después, haciendo un esfuerzo sobrehumano, dijo a los frailes: “Padres, nuestros hermanos son ahogados; y quiso decir más y no pudo”. Todos, “echados por tierra delante del altar lloran amarguísimamente con tantos sollozos y gemidos que los que allí acudieron no entendían palabra” (p. 119). El día 27 de enero tratan de atravesar la laguna, y, sin pretenderlo, el viento los llevó hasta el lugar del naufragio. Pero por mucho que lo intentaron no hallaron ningún cadáver. Lo único que recuperaron fueron dos partes de la Suma de Teología de Santo Tomás, cuatro cajas de libros y algunas mantas. El día 1 de febrero con gran dificultad y peligro de naufragar pudieron llegar al río Tabasco ya de noche. Desde allí el buen obispo Las Casas se les adelantó para preparar con tiempo en Chiapa la instalación de los misioneros, mientras éstos se quedan unos días en la isla de Términos para intentar rescatar lo que pudieran hallar del naufragio, disperso en la playa. Allí encontraron a Fr. Francisco de Quesada, al mancebo Segovia y a algunos supervivientes más. Es fácil imaginar con qué emoción vivieron aquel encuentro con el hermano, testigo y superviviente de la enorme tragedia. Los dos supervivientes del grupo, traían algo de comida y la repartieron con los que allí estaban. Cruzada la laguna, emprenden caminando los últimos 334 km. que los separaba de su destino misional.
Como resulta difícil identificar hoy la topografía completa de la ruta seguida por el grupo, nos limitaremos a señalar lo más notable de esa última etapa, llena de penalidades. La primera de éstas fue el mismo deambular por caminos y veredas abruptas, empinadas e impracticables. Especialmente dificultosa les resultó la cuesta de Tlapílula “famosa en toda la tierra” Para remontar “aquella espantosa cuesta” (p.154), tuvieron que caminar a veces a gatas, otras veces a pie y casi todos enfermos. Igualmente dura fue la cuesta que tuvieron que subir hasta el lugar de Amatclan. Según señala el Cronista, “todas las cuestas de España son salas barridas en comparación de estas cuestas” (p. 156). Por ello no es extraño que de vez en cuando tuvieran que descansar tirados por tierra. En alguna ocasión hubieron de pasar los ríos dándoles el agua hasta el cuello, vestidos con la túnica, que después tuvieron que llevar mojada hasta que se secaba con el calor corporal. El Cronista expresa bien de qué modo iban: “Estaban que se helaban de frío y temieron no poder ir adelante; y así comieron un poquito de pan y queso que llevaban y, cierto fue cosa de maravillar no morir cada día los religiosos según lo que padecían, sino que Dios los quería maravillosamente guardar” (p. 157). Más adelante apostilla: “Aun no venían bien enjutas las túnicas cuando aquí nos mojamos otra vez. No bastaba nuestro calor apenas para vivir, cuanto más para enjugar la ropa” (p. l5l). Estas penalidades se agravaban muchas veces por la falta de una alimentación adecuada. Ya vimos cómo antes de dejar la isla de Santo Domingo se aprovisionaron de los alimentos necesarios para la etapa final. Pero todos se perdieron en el naufragio. Así tuvieron que sustentarse con los pobres y escasos alimentos que pudieron proporcionar a tantos las almas caritativas, especialmente los indios de los distintos lugares por donde pasaban. Una vez, tan desfallecidos de hambre estaban, que intentaron matarla comiendo yerbabuena que encontraron por allí; pero no pudieron comerla. Ya muy tarde les dio lo que había preparado por los suyos la mujer del principal español. Lógicamente aquella poca comida para tantos más les estimuló el hambre que se la satisfizo. Así pasaron “aquel día mucha hambre y necesidad”. En ese estado de extrema necesidad, el Cronista confiesa que los pobres misioneros se acordaban de los frailes que a la misma hora comían buenas viandas y tomaban vino fresco en sus conventos (p. 152).
No es extraño que en esas condiciones de desnutrición, faltos de casi todo lo necesario para vivir, apagando su sed con aguas contaminadas, cayeran todos enfermos, generalmente con afecciones gástricas y fuertes calenturas. Tal era su situación que el Cronista exclama: “Era lástima vernos” (p. 156). Caminar en aquellas condiciones constituía un verdadero suplicio. Tal fue la debilidad de algunos que tuvieron que ser transportados por los voluntariosos indios en hamacas. Tan mal se encontraban, que a veces tenían la sensación de perecer irremediablemente, y, agotados, no podían contener el llanto.
A estos sufrimientos, se añadían los ataques y temores de los animales salvajes. Sobre todo en repetidas ocasiones tuvieron que soportar la tortura de las picaduras de unos mosquitos apenas visibles pero terriblemente molestos por la noche. Para preservarse de sus irritantes aguijones embadurnaban con barro las partes desnudas del cuerpo. Otros para poder dormir un poco, encendían hogueras; y así espantaban mosquitos y pumas. También tuvieron que soportar los ataques indoloros pero peligrosos de los vampiros. El Cronista describe con de los vampiros. El Cronista los llama murciélagos y describe con justeza el modo que tienen de atacar a los humanos mordiendo las yemas de los dedos, la punta de la nariz y las ternillas de las orejas, y anota que “no dan pena; (...) antes causan comúnmente risa y placer” (p. 146). El mayor consuelo que encuentran al término de su largo viacrucis fueron los indios a quienes iban a evangelizar. El Cronista, con emoción incontenida, destaca su cariño, hospitalidad, generosidad y servicialidad. Cómo reciben a los misioneros con fiestas y danzas, y adornan los caminos y calles con arcos de flores y enramadas para acogerlos (p. 159). Igualmente señala en los indígenas su deseo de ser instruidos en la fe, y la incuria de los encomenderos que tenían el deber de catequizarlos; y con manifiesta tristeza exclama: “;Oh ceguera grande de los cristianos que el que más enseñó a los indios fue una o dos veces en el año, cuando iba a ver sus ganados y coger sus tributos!. Juntábalos a palos en la iglesia y decíales el credo en latín y los mandamientos en romance, si los sabia; y los oí yo alabarse muchas veces de esto y llamar a los indios perros emperrados que no querían saber las cosas de Dios ni creer en él” (ibid.).
Después de inenarrables trabajos, llegan los abnegados misioneros a C. Real de Chiapa el 12 de marzo de 1545, justamente un año y dos meses después de salir de Salamanca la mayoría del grupo. Pero cedamos la palabra al Cronista para relatar su entrada: “Desde el río que está cabe a la Ciudad entramos todos (....) callando. Nos fuimos a la iglesia y, hecha oración y dadas gracias al Señor por las mercedes que nos había hecho en traernos a tierra de cristianos y dar fin a nuestra jornada, nos fuimos a casa de un vecino que se llamaba Diego Martín, en donde nos tenían aposentados. Luego vinieron los vecinos a vernos y mostraron que se holgaron mucho con nuestra venida y hiciéronnos grandes ofertas que con las obras las confirmaron muchos días” (p. 161).
A los que seguimos paso a paso la crónica nos sabe a poco, y nos sobreviene el deseo de que la obra continuase con una segunda parte en que se relatase la vida y la acción evangelizadora y colonizadora de los misioneros. Pero el Cronista, cumplido con rigor el encargo que se le encomendó, concluye su obra con su instalación en el lugar de su destino. Mas por el tono de vida que adoptaron en su larga singladura, por los sentimientos y afanes que manifiestan, por algunos datos que nos ofrecen otras fuentes históricas, se puede concluir que ellos, una vez establecidos en sus puestos de misión, después de aplicarse con máximo ahínco al aprendizaje de las lenguas indígenas, desde una rigurosa observancia religiosa, se dedicaron en cuerpo y alma a la evangelización y defensa de los indios, luchando contra la avaricia, incuria y oposición de los encomenderos, estimulados y dirigidos por la colosal personalidad del obispo, Fr. Bartolomé de las Casas, cuya causa de beatificación ha sido incoada. Honor y veneración que, en nuestra opinión, merecerían todos los demás.
(1) Cf. FR. TOMÁS DE LA TORRE,O.P., Diario de Viaje De Salamanca a Chiapa, 1544-1545, Edit. OPE, Caleruega (Burgos), 1985.