Una de la preocupaciones que encontramos con frecuencia en muchos cristianos es la de verse estancados en la rutina y no avanzar como les gustaría, o incluso la de experimentar un cierto cansancio y retroceso en su vida espiritual. ¿Cómo escapar a esta situación? Muchos autores espirituales han tenido una experiencia semejante y por eso, una vez superada y después de haber reflexionado sobre ella, nos han dejado algunas pautas comunes, aunque sin olvidar que el Espíritu de Jesús lleva a cada uno por un camino diferente. También el P. Arintero reflexionó sobre este tema que encaja perfectamente en su concepción de la Iglesia y de la vida espiritual. Recordemos que su obra más conocida y editada lleva por título La evolución mística. La palabra «evolución» tal y como él la entendía tiene que ver con el desarrollo y el crecimiento. En este punto Arintero hace una síntesis original de la enseñanza de la tradición. Nos limitaremos aquí a recoger sus ideas más importantes tal y como se encuentran expuestas en la mencionada obra[1].
Arintero nos recuerda en primer lugar que el nacimiento a la vida cristiana comienza con el bautismo. A partir de ese momento se inicia un proceso de crecimiento «indefinido» que sólo concluye con la muerte. Todo el conocimiento y el amor que podemos desplegar en este mundo no agota sino que ensancha nuestra capacidad de crecimiento, y nos dispone para recibir más luz y más crecimiento divino. De este modo, una gracia está siempre llamando a otra gracia, y el no disponerse a recibir más es exponerse a perder lo ya recibido. A este propósito Arintero recuerda las célebres palabras de santa Teresa de Jesús quien decía que no avanzar es retroceder, «quien no crece, decrece», porque el amor verdadero no se contenta nunca con el estado al que ha llegado.
Este crecimiento indefinido lo fundamenta en las palabras de Jesús, quien quiso que sus discípulos tuvieran cada vez vida más abundante. Para Arintero crecer espiritualmente es estrechar más nuestra unión con Cristo. Cuanto más unidos estemos a Cristo más fácilmente recibiremos de él un nuevo aumento de la gracia.
El crecimiento espiritual es al mismo tiempo eclesial e individual; de todo el Cuerpo y de cada uno de los órganos. Como en la vida humana, hay un crecimiento espiritual, un aumento, unos signos de fortaleza, un alimento, una medicina para las enfermedades espirituales, unos medios de convalecencia y una propagación de este organismo. Para cada una de estas funciones vitales –tanto individuales como colectivas– hay un sacramento: renacemos por el Bautismo; nos alimentamos y crecemos por la Eucaristía; nos fortalecemos con la Confirmación; curamos nuestras enfermedades espirituales y hasta podemos recobrar de nuevo la vida por el sacramento de la Penitencia; purgamos los resabios que la Penitencia no borró, y nos disponemos para presentarnos ante Dios por el sacramento de la Unción de Enfermos; por medio del sacramento del Orden se provee al gobierno espiritual y se dispensan los divinos misterios; y por el Matrimonio se propaga la Iglesia.
Estas funciones sociales siempre son colectivas, y por eso reclaman necesariamente el respectivo sacramento. En cambio, las funciones individuales puede realizarlas cada cristiano en particular; cada uno puede renacer, crecer, sanar y resucitar por la gracia y la caridad cuando no puede recibir los sacramentos, si está resuelto a recibirlos en cuanto sea posible. No obstante, todo eso lo haría mejor y más plenamente recibiendo los sacramentos, porque a través de ellos comunica de lleno y visiblemente con todo el Cuerpo místico de Cristo y, si no pone obstáculos, recibe a torrentes la nueva vida. Jesucristo es la fuente de la vida espiritual y de él fluye esa vida a través de los sacramentos, como si fueran los canales o arterias de su Cuerpo, llegando a cada uno de los órganos para reanimarlos, renovarlos y purificarlos.
Antes de hablar de los sacramentos relacionados más directamente con el crecimiento espiritual vamos a detenernos en los medios que lo potencian en la vida de cada creyente. En primer lugar Arintero habla de las virtudes teologales, que son las que nos unen directamente a Dios, y ejercitándolas crecemos en gracia y santidad.
La práctica de estas virtudes debe realizarse viviendo continuamente en la presencia de Dios, considerándole con fe viva presente en todas partes, y particularmente en nuestro corazón. Incluso en medio del bullicio y del desempeño de nuestras obligaciones podemos conversar con Dios. Esa oración, lejos de hacernos perder el tiempo, nos hace recobrar fuerza y habilidad para llevar a cabo nuestras tareas. Arintero nos recuerda las palabras de san Pablo a Timoteo cuando le dice que «la piedad es útil para todo» (1Tm 4, 8). Con esta presencia de Dios renovamos nuestra pureza de intención, pues recordamos cuál es el objetivo de nuestras acciones. «Estas frecuentes introversiones –nos dice Arintero–, acompañadas de fervientes aspiraciones y jaculatorias, son como dardos de fuego celestial que dulcemente hieren el corazón divino, y de allí repercuten en el nuestro colmándole de gracias»[2]. Los santos recomiendan estas oraciones para alcanzar rápida y fácilmente la perfección cristiana, porque suplen los defectos y la involuntaria brevedad de nuestra oración ordinaria, y nos disponen para sentir la acción del Espíritu Santo y entrar así en la contemplación, aumentan nuestra caridad y nos ayudan a adquirir el habito de la presencia de Dios, practicando de este modo la oración continua que non recomienda Jesús en el Evangelio.
Esta oración continua no excluye el que en algunos momentos determinados nos ocupemos sólo de conversar con Dios. Para que esta oración sea eficaz Arintero nos recuerda que debe ser humilde, confiada, perseverante y fervorosa, y brotar de lo más íntimo de nuestro corazón. Si oramos con vacilación, no debemos esperar nada; si oramos sólo con los labios, provocamos a Dios con nuestra irreverencia. Toda verdadera oración vocal va siempre acompañada de algún modo de la oración mental, aunque esta última pude ser más ferviente y eficaz sin aquella. La oración mental es la que mejor nos dispone para entrar en la contemplación, aunque algunas personas pueden llegar a ella con la oración vocal e incluso únicamente con la recitación del Padrenuestro. Además –nos dice Arintero– todos pueden «remediar las distracciones y aun la sequedad que involuntariamente padecen, apelando a la repetición de breves y ardientes afectos y súplicas, en que está lo esencial de la oración»[3]. La oración es sin duda el gran medio del que disponemos en todo momento para mejorar nuestra vida y acrecentar la gracia. Los santos comparan al cristiano sin oración con un «soldado sin armas que nunca podrá resistir al enemigo». Cuanto más árida sea nuestra oración, más eficaz y meritoria es, siempre que vaya acompañada de grandes deseos de agradar a Dios; pues la devoción no consiste en el fervor sensible, sino en la prontitud y firmeza de la voluntad.
Además de las virtudes teologales ejercitadas viviendo siempre en la presencia de Dios, otro medio de crecer en la vida espiritual consiste en el ejercicio de las demás virtudes cristianas, en especial de las virtudes cardinales. Con la virtud de religión –que para santo Tomás de Aquino forma parte de la justicia– damos a Dios el debido culto, y por amor a Él practicamos la caridad y la misericordia, además de dar a cada uno lo suyo. Con la templanza y la fortaleza procuramos vencernos a nosotros mismos, nos sacrificamos por Dios y por nuestros hermanos, dominamos nuestras pasiones para que no vayan en contra de la razón, moderamos la razón para que se someta al Espíritu Santo, y nos esforzamos por vencer las dificultades y superar los obstáculos que se opongan a nuestra renovación y perfección evangélica.
Otro de los medios que tenemos a nuestra disposición para crecer en la vida espiritual es la acción. La vida espiritual crece continuamente en nosotros siempre que no pongamos obstáculos a su desarrollo y que, por el contrario, realicemos acciones «vitales», es decir, acciones cabalmente buenas, nacidas de la gracia y de la caridad. Para que una acción sea realmente buena desde el punto de vista cristiano tiene que brotar de la gracia y de la caridad y, por tanto, estar ordenada expresa y directamente a Dios como fin último. En cambio, si una acción se separa o se tuerce del orden establecido por Dios, aunque aparentemente sea buena y beneficie a alguien, sin embargo, es mala. Desde esta perspectiva, cualquier acción, incluso la más insignificante, la más natural y la más vil nos hace crecer espiritualmente siempre que proceda de la gracia y de la caridad y tenga por objetivo acomodarse a los planes de Dios. Por eso, también la vida más ordinaria, dedicada a las tareas más viles y despreciables conduce a alcanzar los grados más altos de la santidad cuando todo se hace por amor a Dios y con rectitud de conciencia.
Pero Arintero nos advierte del peligro del activismo que consiste en creer que con nuestras acciones exteriores, y sólo con ellas, alcanzamos la perfección evangélica. La perfección está en el ser más que en el obrar exterior. Y el valor espiritual de nuestras obras está en correspondencia con nuestro grado de renovación y santificación. Si una persona es muy santa y actúa siempre movida por la caridad, sus obras son de gran valor a los ojos de Dios, aunque exteriormente parezcan humildes e incluso despreciables. En cambio, las obras que brotan de un fondo pobre, aunque parezcan grandiosas, son pobres. Cuanto más unidos estemos a Jesús y más llenos del Espíritu Santo mejores serán también nuestras acciones. «Por eso –nos dice Arintero– en el alma santa, que está ardiendo en caridad, todo hiere el corazón del Esposo divino, a quien se entregó sin reserva: le hiere con su dulce y sencilla mirada y hasta con uno de sus cabellos, porque es toda para su Amado»[4].
Las obras exteriores, sin la rectitud de intención y la pureza de corazón, o sin el espíritu de oración que las fecunde con el riego de la gracia y el ardor de la caridad, son de muy escaso valor ante Dios, aunque sean muy apreciadas por el mundo. Incluso pueden resultar del todo vanas y dañinas, si nos absorben de tal modo que dejan agotarse la fuente de las energías y sólo sirven para dar pábulo al amor propio y fomentar la vanidad. Siguiendo a san Juan de la Cruz y a todos los grandes maestros espirituales, Arintero piensa que si las personas que llevadas de buenos deseos se entregan hasta el exceso a la acción exterior dedicaran la mitad de ese tiempo que las consume a cuidar de su alma y a renovar su espíritu, con solo la otra mitad de tiempo darían el doble de fruto y con mucho menos trabajo[5].
No obstante, Arintero matiza sus palabras diciendo que, sobre todo al principio de nuestra vida espiritual, el fervor y la devoción se fomentan con las buenas obras y las prácticas de piedad. Estas últimas deben apartarse de ciertos sentimentalismos vacíos y de la rutina que fácilmente se introduce.
Para avanzar de veras en la oración y en la devoción, ambas deben apoyarse necesariamente en la mortificación continua de nuestros sentidos y pasiones. «El alma regalada –nos dice Arintero– es incapaz de conocer el camino de la divina Sabiduría. Si no mortifica todos sus sentidos y no refrena todas sus pasiones hasta reducirlas al silencio, no logrará oír la dulce voz del Espíritu que le quiere hablar al corazón palabras de paz, ni podrá sentir las delicadas mociones e inspiraciones con que le está sugiriendo y enseñando toda verdad y guiando por las sendas de la justicia y de la vida. Por eso dicen todos los santos a una que, sin gran aprecio de las austeridades, es imposible que haya verdadero espíritu de oración; porque ésta exige una gran pureza de cuerpo y alma, y, por lo mismo, una larga serie de purificaciones. Cuanto se adelante en la purificación, tanto se facilitará y fomentará la obra del divino Espíritu y tanto se progresará en la iluminación, unión y renovación»[6].
La pureza exterior se alcanza con la virtud de la templanza, que domina los sentidos y pasiones corporales para que nunca traten de avasallar la razón. La pureza interior se consigue con el ejercicio de la humildad, la abnegación, la penitencia y la continua vigilancia sobre nuestros deseos, movimientos y sentimientos más íntimos para ahogar en ellos todo lo que desagrade a Dios. Por lo que se refiere a la penitencia, Arintero nos recuerda la necesidad que tenemos de dolernos amargamente de nuestras culpas y buscar los medios de conseguir el perdón, de reparar el mal por las ofensas hechas a Dios y al prójimo y de corregirnos para el futuro. Esto último –la corrección– se alcanza con el frecuente examen de conciencia, que busca las causas de nuestros defectos y pecados para erradicarlos. Como nuestros defectos son muchos, y si atendemos a todos ellos a la vez nunca lograremos desarraigarlos, necesitamos practicar un examen particular centrado en nuestra falta dominante, examen que debe acompañar al general para que sea más fructuoso. Cuando atendemos con preferencia a una sola falta, podemos llegar pronto a corregirla, y si esa falta es dominante, al corregirla se corrigen con ella como de raíz otras muchas.
Otro de los medios para alcanzar el crecimiento en la vida espiritual consiste en recurrir a un buen director espiritual que nos enseñe a ejercitarnos en la oración y a practicar bien todas las virtudes, y que nos ayude a vencer nuestras dificultades, nos aliente a superar los obstáculos y a discernir lo que viene de Dios o del maligno. Cuando alguien esté ya muy adelantado en la virtud y empiece a sentir los influjos del Espíritu, entonces, lejos de ser inútil la dirección humana, es cuando más falta hace, porque al comienzo de la contemplación se producen muchas y nuevas dificultades, creando desconcierto y perplejidad; al no saber discernir las mociones divinas de las que no lo son, si no hay quien le aconseje y desengañe se expone a resistir a las buenas y seguir el falso rumbo. El director espiritual debe ser a la vez sabio, celoso, discreto y experimentado o por lo menos muy versado en la ciencia de los caminos de Dios, de lo contrario será una especie de ciego guía de ciego, que hará más daño que beneficio. No obstante, si una persona busca a Dios con resolución y desinterés, el Espíritu Santo la conducirá, a pesar del director espiritual, adonde quiere. Pero si no es bastante generosa irá decayendo poco a poco, abandonando la vida interior a causa de las oscuridades y dificultades que encuentra.
Al director espiritual no le corresponde señalar los caminos por los que Dios quiere conducir a una persona, sino sólo velar para que no se extravíe dejándose llevar por su propio juicio ni se detenga por vana timidez; debe también refrenarla cuando la ve precipitada, estimularla cuando se vuelve perezosa, alentarla, tranquilizarla y mantenerla en la humildad cuando se conduce como conviene. «Querer meterse en detalles y determinarle la vía que ha de seguir –nos dice Arintero– es como atarla para que resista en vano al Espíritu Santo»[7]. Si una persona descubre que su director no le permite crecer espiritualmente, debe buscar otro mejor, o al menos consultar a uno más ilustrado y discreto, cuando lo encuentre, haciendo así todo lo posible para proceder con acierto. Y si no encuentra lo que busca es mejor quedarse sin director espiritual que ser mal dirigida. En todo caso hay que invocar al Padre de las luces, que da sabiduría en abundancia a cuantos se la piden, y confiar en su Espíritu divino que sabe suplir con creces la falta y las deficiencias de la dirección humana, y hace que las imprudencias de ésta aprovechen más a quien de todo corazón busca la luz y quiere permanece firme en las pruebas.
Quien encuentre un buen director espiritual debe dejarse guiar por él con docilidad, a no ser en casos excepcionales en los que sea preferible seguir el parecer de otro mejor; pues consultar a muchos puede llevar a conducirse finalmente por el propio capricho. Dejarse dirigir y orientar a veces supone sacrificar el propio juicio y la propia voluntad. Pero lo que hacemos por obediencia vale más a los ojos de Dios que la acción más importante llevada a cabo por propia voluntad.
El confesor, con sus breves consejos, puede hacer las veces de director espiritual. Arintero recomienda que cuando alguien no encuentre un buen sacerdote que, juntamente con la absolución sacramental sepa darle «el pan de la doctrina saludable», debe recurrir a cualquier persona que se lo proporcione, sin importarle su estado o condición. Recorriendo la historia del cristianismo podemos descubrir cómo muchos santos encontraron en personas de todos los estados, sexos y edades una excelente dirección que no hallaron en otras partes[8]. Aquí Arintero habla por experiencia, pues en sus mismas dirigidas encontró ciertamente ese pan de la doctrina saludable que le orientó en los momentos difíciles de su vida.
Otro medio para crecer en la vida espiritual es el trato con personas «fervorosas y llenas de Dios». Ellas son verdaderamente la sal de la tierra y la luz del mundo. Su conversación y sus ejemplos son de los medios más poderosos para encender de amor divino nuestro corazón. Entrar en contacto con estas personas nos hace participar de sus luces y del ardor de su caridad. Sus palabras son palabras de vida eterna, porque son las palabras del mismo Dios que nos habla a través de sus labios. Cuando no podemos entrar en contacto con dichas personas, ni escuchar su palabra viva, podemos suplir esta carencia con las lecturas espirituales.
Además de este crecimiento individual en la vida espiritual, obtenido mediante la práctica de la caridad y la comunicación con Dios mediante la oración personal, existe –como decíamos más arriba– un crecimiento colectivo realizado principalmente por medio de los sacramentos. Estos medios confieren la gracia o la aumentan, no sólo por el espíritu con el que se viven, sino en razón de la misma obra –ex opere operato–, aunque por causas involuntarias falte la devoción e incluso la intención actual. Según Arintero, la Penitencia y la Eucaristía son los dos sacramentos más directamente relacionados con nuestro crecimiento espiritual. La penitencia nos hace crecer purificando y sanando, mientras que la Eucaristía lo hace alimentando, fortaleciendo y haciéndonos crecer en caridad y uniéndonos más íntimamente a Jesucristo. La Eucaristía es fuente de juventud y madurez; es el coronamiento de nuestra vida espiritual. «Por la Eucaristía, sacramento de los sacramentos –nos dice Arintero–, nos alimentamos de Jesucristo, crecemos en Él, vivimos de su misma vida, y nos unimos con Él hasta el punto de hacernos una sola cosa y quedar así en Él transformados»[9]. Estos verbos en cursiva nos muestran los principales efectos de este sacramento que Arintero desarrolla ampliamente con citas de autores espirituales. La Eucaristía sobre todo nos hace crecer en el amor. Pero el amor a Jesús en la Eucaristía debe ser como el que Él mismo nos muestra en este sacramento, es decir, no un amor beatífico, sino complaciente y abnegado o crucificado. En la Eucaristía Jesús nos pide que nos asociemos a su misma entrega. De ahí que en este sacramento se junten las dos causas mayores del crecimiento espiritual: el alimento divino y el amor que se sacrifica para cumplir la voluntad de Dios[10].
Cuando nos vemos privados de la comunión sacramental, o no podemos recibirla cuantas veces desearíamos, podemos suplirla en gran parte con la comunión espiritual, que se puede renovar a todas horas, y que por el amor con que se realiza y el deseo que uno muestra de recibirla nos hace crecer espiritualmente.
Para Arintero el amor a la Eucaristía está relacionado con el amor a la virgen María; quien se distingue en uno de estos amores sobresale también en el otro. Si los favores más importantes de la vida mística suelen recibirse durante la comunión, en casi todos ellos interviene la virgen María, a quien, como a una madre, acuden los verdaderos místicos en todas sus necesidades, dificultades y oscuridades[11].
Como en la vida cristiana no necesitamos sólo crecer sino que estamos obligados también a renovarnos cada día, a purificarnos de todas nuestras imperfecciones, a lavar las manchas que contraemos, a curar nuestras dolencias espirituales, y, si perdemos la gracia, a revivificarnos, necesitamos recurrir al sacramento de la Penitencia. Dado que nadie –salvo Jesús y la virgen María– pasan por esta vida sin ceder al pecado, aunque sólo sea venial, después de la Eucaristía la Penitencia se convierte para nosotros en el principal medio para fomentar, directa o indirectamente, el progreso espiritual. Por el sacramento de la Penitencia quitamos los obstáculos que impiden que la gracia llegue a nuestro corazón y la acrecentamos, al menos en su aspecto medicinal; nos volvemos más firmes para no caer de nuevo, y más vigorosos para rechazar los gérmenes del pecado. Cuando la absolución sacramental se recibe en gracia, acrecienta la vida espiritual, al mismo tiempo que sana, purifica y vigoriza. El sacramento se puede suplir en parte –nos dice Arintero– con la frecuencia de la Eucaristía y la virtud de la penitencia. Esta última es siempre indispensable para corregir todas nuestras faltas tan pronto como las advirtamos, pero no sustituye a la Penitencia sacramental[12].
Con la Eucaristía y la Penitencia principalmente, aunque apoyándose en todos los demás medios, crece el Cuerpo místico de Cristo y se santifican y perfeccionan sus diversos miembros, desarrollando el germen de vida eterna recibido en el bautismo[13].
Todos los medios de crecimiento en la vida espiritual que nos propone el P. Arintero, apoyándose en la tradición más genuina de la Iglesia Católica, siguen siendo válidos para nosotros, cristianos del siglo XXI. La determinación de aplicarlos a nuestra vida, dejándonos guiar por el impulso delicado y respetuoso del Espíritu de Jesús, es el primer paso para avanzar en este crecimiento. La constancia en su aplicación garantizará el éxito, aunque siempre apoyándonos en la gracia de Dios.
Fray Manuel Ángel Martínez, O.P.
Salamanca
[1] Utilizaremos la edición publicada en la BAC en 1952.
[2] La evolución mística, p. 272.
[3] Ibid., p. 274.
[4] Ibid., p. 276.
[5] Cf. Ibid., p. 277.
[6] Ibid., pp. 277-278.
[7] Ibid., p. 281.
[8] Cf. Ibid., p. 292.
[9] Ibid., p. 296.
[10] Cf. Ibid., pp. 309-310.
[11] Cf. Ibid., p. 305.
[12] Cf. Ibid., pp. 291-292.
[13] Cf. Ibid., p. 310.