"Cuestiones místicas" (1916)

            La preocupación principal de los últimos 15 años de la vida del P. Arintero fue decididamente la mística, no sólo desde el punto de vista del estudio sino también como vivencia, aunque no faltaron las polémicas doctrinales en este ámbito que vinieron a enturbiar la paz.

            En marzo de 1914 comenzó la publicación de una serie de artículos en la revista La Ciencia Tomista con la intención de esclarecer una serie de cuestiones palpitantes y de gran importancia en el terreno de la mística. Dos años después, en 1916, fueron publicadas en forma de libro con el título: Cuestiones místicas. O sea, las alturas de la contemplación accesibles a todos. En la tercera y última edición que se realizó estando el P. Arintero en vida, sustituyó este subtítulo, sin que sepamos por qué, por: y el ideal cristiano. La última edición, ya agotada, es de 1956. En su mente el ideal cristiano implica la oración contemplativa. Ésta es la tesis central del libro. En este libro estudia siete cuestiones, la última de ellas titulada Grados de oración, tuvo cinco reediciones aparte.

            El mismo Arintero dice que esta obra es un complemento a Evolución mística[1]. Insiste de nuevo en el llamamiento universal a la santidad, pero no se refiere sólo a una santidad genérica, sino también a una santidad mística que busca alcanzar las alturas de la contemplación. Cada vez tiene más claro que esa perfección a la que llama Jesús a sus discípulos en el evangelio coincide plenamente con la llamada a la vida mística. Por tanto, si la perfección es un precepto, no lo es menos la vida mística. Para Arinterio la contemplación es la oración típica o característica del estado místico. Supuesto ese universal llamamiento, la aspiración a la contemplación y a la mística, lejos de ser un atrevimiento peligroso, es un deber para todo cristiano. Si uno es fiel a esta vocación o llamada, puede llegar a la más alta contemplación. Para él las expresiones “espiritual”, “místico”, “contemplativo” o “perfecto” vienen a ser en ocasiones términos sinónimos.

            La mística es para Arintero, al igual que para otros autores, el camino ordinario de la vida cristiana. Piensa que esa no es solamente la doctrina de santo Tomás, sino la de toda la tradición. Pero, como nos recuerda en el prólogo de este libro, el oscurecimiento de esta doctrina tradicional comenzó a notarse principalmente en el siglo XVI, se acentuó en el siglo XVII y llegó a su extremo en el siglo XVIII.

            Ya en el siglo XVI santa Teresa no cesa de lamentarse de la escasez de buenos directores que, conociendo las vías del espíritu, sean capaces de enseñarlas, alentar y no estorbar el aprovechamiento, y de la abundancia de aquellos que en todo lo espiritual ponen miedos y no ven más que peligros, mientras no quieren verlos en el camino ancho. También san Juan de la Cruz, cuyos libros fueron objeto de duras críticas, dice que son innumerables los que por ignorancia apartan a la gente de la contemplación a la que Dios invita, y la obligan a resistir a la acción delicada del Espíritu Santo.

            Esta desconfianza hacia la mística fue poco a poco aumentando y generalizándose casi en todas partes, sin distinción de órdenes religiosas ni de escuelas. Los divulgadores de estas desconfianzas estaban preocupados únicamente de reaccionar contra los excesos del quietismo[2].

            De ahí los lamentos de tantas personas por ver tan olvidados, abandonados y despreciados los caminos del Espíritu y tan combatida la oración contemplativa precisamente por aquellas personas que deberían recomendarla.

            En el siglo XVIII los prejuicios contra la contemplación son tan comunes que se llegó a evitar el término. Es la época del cartesianismo, del ontologismo, del galicanismo y del rigorismo; una época de oscurecimiento. Y por eso –dice Arintero– escasearon también los verdaderos santos.

            En cambio, como dice Saudreau, a quien cita Arintero, “el siglo XX parece prometer un feliz renacimiento de la ciencia mística, que desde hace algunos siglos venía siendo considerada como un dominio reservado, peligroso, difícil y poco útil de explotar. Ahora, por el contrario, las cuestiones místicas son estudiadas con ardor y discutidos vivamente sus principios fundamentales”[3].

            En su reflexión Arintero quiere evitar a toda costa dos peligros extremos. Por una parte, el contentarse con poco en el orden sobrenatural. Tal actitud nos expone a llevar una vida rutinaria, que no nos permite alcanzar la perfección, la intimidad con Dios ni la santidad a la que estamos llamados. El otro peligro consiste en aspirar a las íntimas comunicaciones divinas sin estar aún el alma bien purificada y liberada de sus esclavitudes[4]. Sin embargo, el camino que proponen los místicos y el propio Arintero consiste en “tratar de ir subiendo como podemos y aun ingeniarnos y esforzarnos por trepar, conforme a las reglas ordinarias de la ascética, hacia la cumbre del monte santo para que el Señor se comprometa a mostrarnos sus ocultos caminos y llevarnos Él mismo -místicamente- por ellos”[5].

            Veamos cómo se plantean las siete cuestiones.

La primera se pregunta si se debe desear la contemplación. El P. Arintero tiene claro que desear la contemplación no es ni presunción ni temeridad. Al contrario, debemos desearla y aspirar ardientemente a ella porque es necesaria no sólo para alcanzar esa perfección evangélica a la que todos estamos llamados, sino también para cumplir fielmente el primer mandamiento de la ley de Dios, que consiste en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas y facultades.

            Quien de veras ama a Dios con un amor así muestra que está lleno de los dones y de los frutos del Espíritu Santo y que vive en la más alta contemplación. Pues la perfecta caridad sólo se alcanza por la contemplación enseñada por los teólogos místicos. De ahí que todos no sólo podemos sino que debemos aspirar a ese único medio de amar a Dios perfectamente.

            Arintero identifica la vida mística con la margarita preciosa del evangelio, o con el verdadero tesoro escondido en el campo de nuestros corazones (Mt 13, 44-46) por el que hay que cambiar todos los bienes, o con la misteriosa piedra blanca, o el inapreciable maná escondido del que habla el libro del Apocalipsis (2, 17). La mística es lo único necesario, es decir, el bien indispensable para alcanzar la unión con Dios a la que todos estamos llamados.

            La vida mística o la contemplación no es otra cosa que el recto ejercicio de los dones del Espíritu Santo que se nos han dado en el bautismo juntamente con la caridad y como propiedades de la misma caridad, y mediante los cuales podemos ser dóciles a las inspiraciones divinas.

            La contemplación –nos dice Arintero– tiene por principio al Espíritu Santo; por objeto al mismo Dios; por fin, la íntima unión con él, y por sujeto, al entendimiento elevado por los siete dones.

            En una palabra, la contemplación consiste en el trato íntimo con Dios. Es un sabrosísimo conocimiento experimental de las tres divinas personas, que es como un anticipo de la vida eterna.

La segunda cuestión se pregunta si la contemplación es asequible a todos los que la buscan sinceramente. Respondiendo a esta cuestión Arintero identifica la contemplación con esa sabiduría de la que habla la Escritura. Se trata de esa sabiduría que se deja encontrar fácilmente de quienes la buscan y la aman. Esta sabiduría, que es el principal don del Espíritu Santo y el que más propiamente nos hará contemplativos y místicos, debe ser preferida a todo lo demás. Esta sabiduría se ofrece a todos sin excluir a nadie, ni a sus enemigos más declarados.

            En esta cuestión Arintero dice abiertamente que la contemplación no es un carisma. Por tanto, no está reservada a un pequeño grupo de personas, sino que es una gracia necesaria para la propia santificación.

            La contemplación tampoco es un obstáculo para la vida apostólica, al contrario, es el mayor estímulo y la ayuda más poderosa de la acción cristiana más verdadera y eficaz.

            En esta misma cuestión se refiere también a la llamada “contemplación adquirida”, expresión que -según pensaba el P. Arintero- había sido puesta de moda por P. Tomás de Jesús en 1620. Para Arintero, este tipo de contemplación o se reduce a la contemplación puramente filosófico-teológica, que no es oración, sino simple especulación o estudio –y así deja el corazón del todo frío– o es efecto del don de sabiduría, y, por tanto, es verdadera contemplación infusa. En realidad, para Arintero la llamada contemplación adquirida no es sino el grado inferior de la contemplación infusa. Y por tanto, según los grandes maestros, sería mejor llamarla contemplación sobrenatural incipiente o imperfecta.

            Por lo que se refiere a la perfecta contemplación no está en nuestra mano alcanzarla o adquirirla, sino que nos es infundida amorosamente por Dios y obrada de un modo sobrenatural, sobrehumano y divino por el mismo Espíritu Santo mediante alguno de sus dones.

La tercera cuestión se pregunta: ¿Por qué hay tan pocos contemplativos? La respuesta del P. Arintero es bien clara y concisa: Por no querer decidirse a entrar por la puerta estrecha de la abnegación cristiana ni abrazar cada cual su propia cruz para poder seguir a Cristo por su estrecho camino. A ello se añade la falta de perseverancia a la hora de pedir a Dios su Espíritu.

La cuarta cuestión se pregunta: ¿Son místicos todos los santos? Para Arintero es claro que no hay ni puede haber verdaderos santos que no sean místicos. Según enseñan los maestros espirituales, la verdadera santidad o la verdadera perfección cristiana implica la imitación fiel de Jesucristo en la pureza de corazón y en la relación de familiaridad y unión con Dios y en la docilidad continua al Espíritu Santo. Como esto es lo característico de la mística, es claro que es imposible ser santos sin ser místicos.

En quinto lugar se pregunta: ¿Son independientes o difieren esencialmente la mística y la ascética? A ello responde diciendo que la ascética y la mística se diferencian en cuanto al grado, no en cuanto a la esencia. No son dos caminos independientes o perfectamente separados. La ascética está subordinada a la mística. Por tanto, ascética y mística están íntimamente unidas y compenetradas.

            La teología mística, en su acepción más amplia, abarca toda la vida espiritual en todas sus fases y desarrollos, mientras que la ascética sólo trata de las primeras fases de esa misma vida. En esta acepción la teología ascética es como una primera parte de la mística, y así se distinguen como la parte y el todo.

            La ascética trata de los medios de buscar a Dios y enseña a caminar hacia él por las sendas de sus mandamientos, esforzándonos y sirviéndonos de todos los métodos que nos ayuden a practicar la virtud a nuestro modo, según las normas de la razón cristiana, y a continuar en nuestro propósito, procurando superar los obstáculos que se nos opongan, sin desistir por nada hasta encontrar a aquel a quien amamos y deseamos.

La sexta cuestión se refiere a la característica propia del estado místico. Según nos dice aquí el P. Arintero, el estado místico se caracteriza por el predominio de los dones del Espíritu Santo, y, por tanto, por el modo sobrehumano de obrar. El místico se deja mover y dirigir por el Espíritu divino. En cambio, lo propio de la ascesis es el predominio de las virtudes infusas y el proceder bajo la dirección y las normas propias de la razón.

Para entrar en el estado místico -nos dice el P. Arintero- tenemos que salir de nosotros mismos y de todos nuestros modos y maneras para entrar en los de Dios mismo. Para ello no hay que apoyarse en las propias fuerzas y en las luces de nuestra pobre y débil razón, sino en la luz y fortaleza divinas. Este estado se caracteriza también por la vida de unión o de oración perfecta.

La última cuestión trata sobre los grados de oración y principales fenómenos que los acompañan. Para Arintero los grados de oración vienen a ser como un resumen de toda la vida mística, y la vida mística abarca, a su vez, toda la vida espiritual y en definitiva toda la vida cristiana[6]. La verdadera sustancia de la vida mística consiste en reproducir en nosotros los misterios de la vida de Cristo; y esto se consigue especialmente en la oración.

Los diversos grados o maneras de oración son para Arintero como los diversos talentos espirituales que Dios da a cada uno para negociar con Él. A cada uno Dios le da y le señala una manera especial de oración.

Por lo que se refiere a la enumeración de estos grados de oración, Arintero rechaza la clasificación de otros autores y acepta la de santa Teresa de Jesús, según la cual pueden reducirse dichos grados a los cinco siguientes: el recogimiento, la quitud, la unión, el desposorio y el matrimonio espiritual[7].

            En la conclusión habla de lo que debe entenderse por “ordinario” y “extraordinario” en la vida mística, y de la excelencia de la vida contemplativa sobre la activa y de la mixta o apostólica sobre ambas. En definitiva, la perfección de la vida cristiana se mide por el grado de caridad[8].

 Fray Manuel Ángel Martínez de Juan, OP


[1] Cf. Cuestiones místicas, Madrid 1956, p. LII.

[2] Movimiento espiritual que propone un abandono de la voluntad a Dios y la renuncia del alma a toda actividad. Uno de sus máximos representantes fue Miguel de Molinos (s. XVII).

[3] Cuestiones místicas, p. 6.

[4] ID., pp. 8-21.

[5] ID., p. 22.

[6] Cf. ID., p. 538.

[7] Cf. ID., p. 593.

[8]Las últimas obras del P. Arintero fueron: Exposición mística al Cantar de los Cantares (1919), obra en la que, junto a la traducción del texto bíblico, ofrece un comentario místico, no exegético, viendo en este libro -en la línea de otros comentarios de autores anteriores- la narración de los amores de Cristo con la Iglesia. Existe un resumen de esta obra hecho por el propio Arintero, titulado: Declaración brevísima del Cantar de los Cantares; otras obras son: La verdadera mística tradicional (1925) y Las escalas del amor y la verdadera perfección cristiana (1926).