El mejor sermón de Fray Luis de Granada

Fray Luis no murió víctima del dolor que le produjo el engaño de la «monja de Lisboa». Fray Luis está tranquilo con la seguridad que rezuma de su último sermón. Ya hacía tiempo que iba diciendo y afrontando el paso definitivo, lejos de las pompas y vanidades del mundo, desde la soledad deseada y buscada, la que como él dirá «la verdadera y perfecta soledad no la hacen los lugares, sino los corazones: solo está quien está con Dios, y solo está quien vive dentro de sí; y solo está quien cortó y despidió de su corazón todas las aficiones del mundo, porque fuera está ya del mundo quien no quiere nada de él, no tiene porqué recibir pena ni gloria de las cosas que no ama, pues donde no hay amor no hay pena, ni cuidado ni alegría ni turbaciones». Fray Luis sabía que el fin de su andadura terrena estaba cercano. Esperaba con gozo a la hermana muerte. Está preparado para el encuentro definitivo con el Señor. Este fue el Padre Granada: el siervo fiel y prudente hasta el fin. Sólo le queda recibir el premio y entrar en el gozo de su Señor. Y así fue. Está finalizando la última etapa de su vida; entrevé la meta. Ha conservado hasta el fin la lucidez de su mente y la fidelidad a su vocación.

Lo que ha sido el objetivo de su celo apostólico, se presenta ahora a su memoria: «El mayor de todos los espacios del mundo (para lo cual sólo el hombre fue criado y para el cual fueron criadas todas las cosas del mundo, y por el cual el mismo Criador y Señor de todo vino al mundo y murió y predicó en el mundo) es la salvación y santificación del hombre». Fray Luis espera esta misericordia del Señor, él que tantas veces la había practicado y proclamado. Anhela ya el abrazo definitivo con el Padre. La esperanza de su vida es ya dicha cercana. Para fray Luis se acerca la posesión de la Paz definitiva, la Luz sin ocaso, la Vida sin fin.

El padre maestro fray Luis de Granada falleció en el convento de Santo Domingo de Lisboa a las nueve de la noche del día 31 de diciembre de 1588. Tenía ochenta y cuatro años cumplidos.

Fray Juan de las Cuevas, testigo de los últimos momentos de la vida de fray Luis y de su santa muerte, nos ofrece un testimonio insustituible. Sus palabras son claridad gozosa, luz serena, fraternidad hecha proximidad y anhelo, esperanza rendida. Es el testimonio del amigo, del sacerdote y del hermano:

«No se contentó el año de 1588 con todos los males que nos tenía hechos, sino que nos llevó también al buen padre fray Luis de Granada. Murió víspera del año nuevo, a las nueve de la noche, y fue a tener los buenos años en el cielo, donde mudará la cuenta de ellos en eternidad.

El principio de su enfermedad fueron unos vómitos de cólera [=bilis]; y pensando los médicos que procedían de frialdades del estómago, comenzaron a curarle con cosas calientes, y comenzó a tener calentura, de suerte que, yendo en crecimiento, le enflaqueció de manera que habiendo caído malo a los 15 de diciembre, cuando vino a los 30 del mismo (mes) le hallaron los médicos tan flaco, que le mandaron dar luego los sacramentos. Y llegándose a él un padre grave de esta casa, le dijo: “Padre Maestro, sepa vuestra paternidad que los físicos dan poca esperanza de su vida, y dicen que está en mucho peligro”. Y el buen viejo entonces levantó las manos a Dios y le dio gracias, y respondió al padre que esto le dijo: “Ningunas nuevas me pudierais dar, padre mío, mejores ni de mayor consuelo que éstas”.

Y avisándome de ello su compañero (fray Francisco Oliveira), fui luego a verle y le dije que sería bien recibirlos, y él dijo que holgaba mucho de ello, y que fuese luego. Y por estar fuera el prior de esta casa (fray Amaro López), pidióme el suprior se los administrase yo; y mientras él se reconciliaba (porque había confesado el día antes), fui a traer el Santísimo Sacramento; y después de haber hecho las ceremonias que se habían de hacer según ordinario, llegando a darle el Santísimo Sacramento, le pregunté si creía que aquel Señor que yo tenía en las manos era Jesucristo, hijo de Dios vivo, salvador del mundo. Respondió las palabras que se siguen:

«Creo que está aquí la gloria de Dios, la bienaventuranza de los ángeles, el Redentor del mundo. Yo os doy muchas gracias, Señor, por la merced que me habéis hecho de traerme a este punto. Recibo de vuestra santísima mano la muerte sin resistencia ni contradicción alguna».

Y después de otras devotas palabras, concluyó diciendo: «Venid, venid, Señor, para remedio de mi alma».

Y entonces le di el Santísimo Sacramento; y le pregunté si pedía el santo Sacramento de la Extrema-Unción en caso que lo tuviese [en] necesidad. Respondió que sí, y que se lo trajese luego, porque quería oír todo el oficio y responder a él. Y así le traje luego el santo sacramento de la Extrema-Unción, y dicha la confesión antes de dársele, pidió, como es ordinario, perdón a todos los que estaban presentes de cualquier ofensa que les hubiese hecho o mal ejemplo que les hubiese dado. Y luego le di el santo sacramento, y él lo recibió con mucha devoción, respondiendo a todo lo que se decía.

Acabado el oficio, llamó a todos los novicios y les hizo una plática, en la cual, entre otras cosas que les dijo, les encargó mucho que tuviesen cada día un rato de meditación de la pasión de nuestro Señor, y que cada día hiciesen examen de su conciencia, y que siempre procurasen cerrar la puerta del corazón a todas las cosas del mundo y fuesen muy observantes en su religión; y con esto, besándole los novicios la mano, les dio su bendición.

Fuímonos todos, y él se quedó encomendándose a nuestro Señor, como siempre lo estaba haciendo.

Tornéle yo después a hablar, y le fui siempre visitando algunas veces, diciéndole algunas cosas espirituales, porque él holgaba de ello, que, aunque ya no podía hablar, preguntándoselo yo, por señas me lo daba a entender. Y leyéndole algunos ratos de la pasión de nuestro Señor, le pregunté si lo entendía, y díjome que sí. Y preguntándole si tenía algún dolor grande que le impidiese pensar en Dios, me hizo señas con la mano diciéndome que no.

Y pocas horas antes que muriese pidió que le pusiesen en las andas o féretro para descansar allí.

Y así se fue acabando poco a poco, sin hacer muestras de dolor ni trabajo. Y fue su muerte tan sosegada y dichosa como él la pudiera escoger.

Bien sabe todo el mundo cuán devoto era este buen padre, y particularmente este adviento pasado, porque tenía más oración y ayunaba todos los días; y con ser de ochenta y cuatro años, tomaba muchos días disciplina, según me certifica su compañero. Y esto, juntamente con la pena que recibió de las cosas de María de la Visitación, tengo entendido que fue mucha parte para acabarle.

Llóranle en esta ciudad muchos pobres y personas necesitadas, a quienes hacía limosna de cantidad de dineros que personas principales fiaban de él para que los repartiese. Y a mi parecer, le debemos llorar todos, pues nos falta un hombre que tanto nos ayudaba con su doctrina y ejemplo para el camino del cielo. Yo le lloro por esta razón y por la soledad que me hace. Pero consuélame mucho el haber visto el discurso de su enfermedad y muerte, en que he echado de ver cuán bueno y fiel es Dios para con los suyos, y cómo no sabe desamparar en la muerte a los que con verdad le han servido en vida.

Como yo le había dado los sacramentos, pidióme el padre prior que hiciese todo el oficio del entierro, y así se hizo la recomendación del ánima, y le llevamos a la iglesia aquella noche que murió, donde por la mañana, como se supo su muerte, comenzó a concurrir gente a verle, porque estaba el rostro descubierto, y verdaderamente hacía devoción mirarle: porque estaba de mejor semblante y parecer que cuando estaba vivo.

Hízose el entierro a las cuatro de la tarde el día de año nuevo, y movióse toda la ciudad, y concurrió tanta gente que apenas nos le dejaban enterrar. Y fue tanta la devoción del pueblo, que se ahogaban por llegar a verle y besar la ropa y tocar rosarios en su rostro. Y cuando le llevábamos a la sepultura, le fueron cortando la capa y los hábitos para reliquias, de suerte que cuasi le echaron desnudo en la sepultura, y si no le defendieran los religiosos, no le quedara hilo de ropa: hasta un diente solo que tenía en vida, se lo quitaron en muerte.

Hízose el entierro con mucha solemnidad y devoción y concurso del pueblo y de las religiones. Diósele sepultura particular y honrada, como se debía a tal persona.

Luego el día siguiente hubo misa y sermón, de gran solemnidad y concurso de gente.

Fue cosa de consideración acertar a hacer su entierro día de año nuevo y primer domingo de mes, donde se hacen en esta casa dos fiestas muy señaladas: la una, del nombre de Jesús, que se celebra con mucha solemnidad, aderezando la iglesia muy ricamente, y con música de instrumentos y voces; y la otra solemnidad es de la procesión del rosario de nuestra Señora, que también se hace muy solemnemente, de manera que estaba su cuerpo en el coro (que es la capilla mayor) y tratábamos de su entierro, y estaba el coro y la iglesia muy bien aderezada y se celebraba su sepultura con música y regocijos. Y así parece que, con ser la muerte de este dichoso padre uno de los mayores trabajos que agora nos pudiera venir por la falta que nos hace, parece que por otra parte ha sido un linaje de alivio y consuelo por los trabajos de estos días pasados: porque con la santidad tan venerada y fundada de este buen padre se ha remediado algo de la fingida y mentirosa de María de la Visitación, y dejan los hombres de hablar ya de ella con lo mucho que tienen que hablar de las grandes virtudes del padre fray Luis de Granada».

De esta forma, rodeado de sus hermanos en la celda humilde del convento de Santo Domingo de Lisboa, con la pluma en la mano y la luz de Dios en su alma, se apagó una de las más claras lumbreras en la historia de España: Fray Luis de Granada.

Urbano Alonso del Campo, O.P.
Granada