Una serie de conflictos ocurridos en la comunidad de Vergara, en los que se vio involucrado, propiciaron su traslado al convento de Corias. Los seis años de su profesorado en Corias fueron principalmente los de su gran fervor evolucionista.
En un primer momento combatió el evolucionismo, hasta que descubrió algunos de sus datos son ineludibles y que dentro del mismo evolucionismo caben distintas corrientes. Hay un evolucionismo radical que no cuenta con un soporte científico sólido y que se impone a base de apriorismos. En Corias proyecta una gran obra, en ocho tomos, titulada La evolución y la filosofía cristiana, de la que publicó únicamente el primer tomo y la Introducción general a toda la obra en otro tomo aparte. Según dice A. Huerga, es difícil oír en el mundo católico de aquellos días un cántico a la evolución tan sonoro y audaz como el que entona el P. Arintero en esta Introducción[1]. En ella podemos leer el siguiente párrafo donde se palpa el entusiasmo de Arintero por el evolucionismo: “La evolución es una teoría encantadora y sublime, por lo mismo que tan al vivo representa la infinita sabiduría de aquel Artífice supremo que tan sabias y perfectas hace sus obras, que apenas se acierta a discernir si es él mismo o si son ellas las que obran y las que hablan; es encantadora, porque es la expresión de aquel grandioso plan divino, tan complejo en sus manifestaciones, tan uno en sí mismo y tan unido y encadenado en toda su realización. El encadenamiento natural se impone forzosamente; todas las obras de Dios están unidas entre sí y unidas con el mismo Dios”[2].
Tal vez estas palabras nos recuerden los cánticos cósmicos de Teilhard de Chardin (1881-1955), aunque en realidad estos dos personajes no se conocieron, ni fueron por el mismo camino; ni sus teorías coinciden en el fondo. Estas palabras son importantes porque constituyen ya el núcleo del que nacerá su obra la Evolución mística[3].
Por estos años de Corias comenzó a leer la obra de Henri Joly, Psicología de los santos, libro que ejerció sobre él un gran influjo y que va a citar en sus escritos místicos. Él mismo dirá al respecto: “agradezco infinito a un escritor seglar, M. Joly, que en su interesante libro la Psicología de los santos me despertara la afición a estos estudios, que hoy juzgo tan necesarios, sobre todo a eclesiásticos y religiosos; y hasta casi me avergüenzo del ardor con que antes estudiaba, por ejemplo, las psicologías del genio o de la locura, olvidando la de aquellos a quienes debía imitar, y cuya imitación debería guiar a otros…, aventajándome tanto un seglar en estos estudios tan propios de mi vocación”[4].
El motivo por el que comenzó a interesarse por este tipo de lecturas fue el hecho de haber sido nombrado confesor de las monjas de Cangas de Narcea, localidad muy cercana a Corias. A raíz de ese momento tomó conciencia de que necesitaba estudiar a fondo la teología espiritual como requisito indispensable para conocer los caminos de Dios y guiar a los demás con acierto. En ese monasterio entró en contacto con una de las monjas que dejó en él una fuerte impresión (Sor Pilar Fernández Berdasco). Otra persona que le impresionó fuertemente en esta época fue una niña, María de las Mercedes del Busto, hija de una familia a cuya casa iba el P. Arintero a pasar unos días de descanso en verano. Quedó admirado al ver cómo la gracia obraba en ella. Con ella mantuvo amistad hasta la prematura muerte de la joven, que entonces formaba parte de la congregación de las MM. Reparadoras.
De ésta última hablará más tarde a D. Miguel de Unamuno. Arintero cuenta en uno de sus libros cómo un sabio profesor de gran prestigio (Unamuno) acudió a él preguntando “dónde podía ver la verdad vital del catolicismo”, porque en la mayoría de la gente que se declara cristiana sólo encontraba la antítesis del Evangelio. A esta cuestión Arintero le respondió diciendo lo siguiente: “No se fije usted en esos que, llamándose cristianos, viven como si no lo fuesen, y si lo son, tan poco se les conoce, contentándose con una fe del todo muerta: fíjese en los que procuran ajustar su vida a la del Salvador, en los verdaderos justos, que viven de su fe. Éstos, aunque aparenten pocos -por vivir escondidos- no faltan: en ellos podrá ver la eficacia de esa verdad que nos hace libres. La Iglesia a pesar de tantos pecadores siempre es santa, siempre cuenta en su seno gran número de santos, de fieles seguidores de Jesús: ahí es donde se percibe claramente esa divina eficacia. Ande usted cerca de ellos, y sentirá el buen olor de Cristo. En prueba de lo cual le referí, como pude, algunos portentosos ejemplos de virtud consumada que yo mismo acababa de presenciar en el lecho mortal de la admirable sierva de Dios M. Mª. de R. A.; y ví cuán vivamente le impresionaba esta humilde narración”[5].
Poco a poco el P. Arintero se vio envuelto en un mundo de experiencias místicas que terminarán por orientar definitivamente su propia vida. La mística comienza a atraerle con fuerza.
Fray Manuel Ángel Martínez de Juan, OP
[1] “La «evolución»: clave y riesgo de la aventura intelectual arinteriana”, p. 137.
[2] Esta cita recogida por A. Huerga se encuentra en dicha Introducción general, Madrid 1898, p. 191.
[3] Cf. A. HUERGA, “La «evolución»: clave y riesgo de la aventura intelectual arinteriana”, p. 137.
[4] “Los fenómenos místicos II”, La Vida Sobrenatural 11 (1926) 181.
[5] Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia. III. Mecanismo divino de los factores de la evolución eclesiástica, Fundación Universitaria española, Madrid 1976, p.412. Unamuno frecuentaba el convento de San Esteban y conversaba con el P. Arintero, a quien deseaba elegir como director espiritual, dolido y escarmentado por la falta de discreción del P. Juan José de Lecanda, su viejo amigo. Pero no llegaron a entenderse. Cf. E. SALCEDO, Vida de Don Miguel (Unamuno, un hombre en lucha con su leyenda), Salamanca 19983, p. 110.