Como en la vida de todos los grandes misioneros, su fortaleza exterior se asentaba en una fe inquebrantable en la verdad del mensaje evangélico de salvación. Fe que el P. Zubieta y la mayor parte de sus compañeros cultivaban con una disciplinada y fervorosa vida interior. Podríamos señalar algunas de estas claves de esa fuerza interior de donde brotaba su generosidad evangelizadora.
a) Humildad y sencillez de espíritu
Para las personas que, como el P. Zubieta, han tenido que dar comienzo a un trabajo evangelizador tan complejo y problemático como el de poner en marcha el Vicariato de Puerto Maldonado, en plena selva amazónica, no es fácil conciliar la responsabilidad de tomar decisiones con fortaleza y, a la vez, permanecer con un corazón sencillo, reconociendo ante Dios y ante los compañeros más cercanos sus propias limitaciones.
Los testimonios del P. Osende, uno de los misioneros más cercanos al P. Zubieta, y del Obispo Sarasola, su sucesor, garantizan sobradamente la difícil armonía de estos dos aspectos en la vida del P. Zubieta.
Nos dice el P. Osende: «El gran explorador y apóstol de la montaña del Perú, cuando se olvidaba de sí era un coloso; cuando volvía sobre sí, era como un niño. Al tratarlo en la intimidad eso era lo primero que se advertía, y ese era sin duda el secreto de la atracción y simpatía que inspiraba, porque nada encanta tanto como la humildad en la grandeza. Ignoraba sus talentos y buenas cualidades y se reconocía el más inútil de los hombres. Vivía siempre con la obsesión de renunciar a su puesto por parecerle que era un obstáculo para el bien de las misiones. Era dócil a las menores indicaciones, casi hasta el exceso; pues si alguna vez se le notaba vacilación en sus decisiones, esto obedecía generalmente a que prestaba demasiada atención al parecer ajeno».
Con motivo de su muerte Mons. Sarasola escribió lo siguiente: «Le conocimos a fines de 1919: era alto, robusto, de rostro grave, color sanguíneo y gesto noble… En cuanto se le trataba, inspiraba confianza y simpatía; era llano y sencillo, sin rebajarse; ocultaba cuanto podía las insignias episcopales; huía de ceremonias y revelaba un gran corazón. ¡Cuántas veces rodaban por sus mejillas lágrimas que no podía ocultar…!»
b) Oración en todo momento y lugar
Ningún trabajo y ocupación podía ser obstáculo para mantener el permanente contacto con el misterio de la presencia del buen Dios, manifestado a través de la naturaleza exuberante de la selva, y sobre todo en aquellos seres humanos que la habitaban inmersos en el más absoluto desamparo y abandono.
Impresiona por su sencillez, austeridad y hasta por un cierto candor, la crónica testimonial de una de las primeras misioneras dominicas, mientras navegaban en una frágil canoa, hacia su campo de trabajo misionero, bajo la tutela del P. Zubieta: «Nuestro primer quehacer todos los días es seguir nuestros rezos, la primera parte del Santo Rosario, Horas, y la estación al Santísimo, uniéndonos a todas las misas y comuniones de las almas santas… Después de las dos rezábamos vísperas y la segunda parte del Rosario: también teníamos nuestras lecturas espirituales e instructivas. Trabajábamos en los intermedios las labores que llevábamos preparadas. Este orden lo seguiremos todos los días».
El rezo del Rosario era el instrumento de paz y sosiego al finalizar las duras jornadas expedicionarias por los ríos de la selva. Trascribimos una de esas entrañables escenas en las palabras del buen misionero, P. Wenceslao, admirador y compañero de trabajos del P. Zubieta: «Todo ya en marcha, señalados los sitios de cada pasajero bajo la carpa, hirviendo ollas a todo ful, y antes que alguno se tumbe a la larga sin otro aviso ni preámbulo, se persigna y santigua con parsimonia y con voz clara comienza el rezo del Rosario. Nadie se extraña, ninguno remolonea, todos contestan, aunque algunos han de estar cuidando las ollas, probando el caldo o soplando el fuego; aquello es un hogar cristiano donde reina el amor, la paz. ¡Playas benditas del Tambopata, que daréis testimonio de tantas fervientes plegarias que desde vosotras se elevaron al cielo implorando la salvación de las almas de los infieles de la Montaña!».
Pero lo que llenó de gozo y de paz al primer misionero del nuevo Vicariato Misionero fue, sobre todo, la presencia del misterio de la salvación en la Eucaristía. La inauguración del segundo sagrario en medio de la selva amazónica fue para el P. Zubieta un día inolvidable. Escribe en una de sus cartas: «Otra noticia que te alegrará más te tengo que dar… La colocación del segundo sagrario en la Montaña, en la Misión de San Jacinto. Fue un día que jamás olvidaré; uno de los mejores de mi vida… Pasamos gran parte del día en la Misión con cuatro de las religiosas, quienes a porfía hacían visitas y acompañaban a Jesús. Yo recé el Oficio en la Capilla, henchido de gozo y sin ganas de salir de ese lugar donde se celebró la fiesta que más recuerdos ha dejado en mi alma. Sea Dios bendito que así sabe premiar los trabajos de los que luchan por Él».
c) Cumplir la voluntad de Dios
Esta disciplinada e intensa vida interior del P. Zubieta de la que acabamos de manifestar unas pinceladas, se manifestó en una entrega sin reservas a los acontecimientos diarios de la misión, que en los difíciles comienzos del Vicariato estuvieron llenos de contrariedades e incertidumbres.
Desde el principio de su vida misionera entendió con claridad meridiana que lo más importante en la misión era dejarse guiar por la mano de Dios: «Muchos me hablan de la fiereza de los nativos de esta región, y de las enfermedades de la Montaña, mas yo a nada atiendo; cumpliremos con nuestro deber, poniendo como siempre nuestra confianza en Dios».
Llegado el momento de la prueba el P. Zubieta asumió con gran fortaleza los difíciles retos a los que tuvo que enfrentarse en su acción evangelizadora: «Mi alma templada en los sufrimientos de toda clase de tribulaciones, se contenta con unirse a Dios, cumpliendo su divina voluntad, aun a costa de todos los padecimientos, se contenta con ver a Dios en todo y actuar sus designios con fe ciega en Él y en sus obras; siempre dispuesto a dar la vida por Dios y la salvación de las almas que le redimió con su preciosa sangre. Mil veces la he expuesto a peligros inminentes, si Dios no la ha aceptado y me ha sacado del fondo del río, Él sabrá por qué lo hace: el sacrificio estaba hecho».
El P. Zubieta, acepta las contrariedades y sufrimientos de la vida misionera, como parte integrante del trabajo evangelizador: «Esos sacrificios, esos tormentos, esas luchas, tristezas y contrariedades, esa oposición del cuerpo al espíritu, ¿será señal de que debemos abandonar el camino de la salvación?... La victoria supone lucha. Ninguno será coronado sin pelea, dice San Pablo».Probablemente quien mejor plasmó este espíritu de confianza absoluta del P. Zubieta en los planes misteriosos de Dios, fue su amigo y admirador el P. Wenceslao, que lo sintetizó en esta frase: «Mons. Zubieta era sabio, piadoso y místico; en todas las cosas veía la mano de Dios, su Providencia, su Bondad, y los demás atributos divinos».