Fray Bartolomé de las Casas profeta, y los juicios en torno a su acción profética
“Si repasamos la nómina de carismas que aparecen en la Biblia otorgados por Dios en beneficio del pueblo de Dios, el indicado por lo ajustado en este caso (de Fray Bartolomé de las Casas) es el de “vocero de Dios” ante los más altos responsables del pueblo a ellos encomendado, ante los altos dignatarios y reyes; el de “profeta”.
“Profeta”, “vocero de Dios”, personaje sincero, íntegro, insobornable que tiene el atrevimiento de denunciar ante el rey los problemas que acaso no llegan a sus oídos por otro camino, que le propone los remedios que a él le parece que se pueden adoptar, le recrimina si no se da por enterado e incluso le amenaza con castigos de Dios si, indolente o cobarde, no pone remedio alguno. Este es el retrato exacto del quehacer que centró la vida del padre Las Casas. Quehacer de “profeta”, que le define a él mismo como un profeta de la altura de Natán, Isaías, Jeremías y otros máximos profetas. “Defensor de los indios y “defensor de los negros”, sin duda, ejerciendo el carisma de “profeta de los españoles”; del rey abajo, de todos los que necesitaban el mensaje oportuno y urgente; sobre todo, el rey y sus Consejos reales.
Desde la altura de su carisma profético se comprenden perfectamente las apreciaciones contradictorias que sobre él ha habido y antes resumí en sendas letanías. Fueron las mismas que nacieron en tomo a los profetas de Israel: unos no los reconocieron y otros sí. Con la peculiaridad de que nadie quedaba indiferente.
Es humanamente muy comprensible esta polarización. Es un pronunciamiento casi inevitable. El profeta, como tal, es un enviado por Dios a hacer de intermediario. Ante sus intervenciones proféticas, tienden a agruparse a un lado los que no le reconocen como tal, y a otro los que le reconocen.
Los que no reconocieron el carisma profético del padre Las Casas fueron -como siempre- los afectados ingratamente por sus intervenciones. Los podemos ver apareciendo en dos momentos:
1º. En un primer momento (es decir, mientras vivió), los encontramos concentrados en los conquistadores y encomenderos y otros afines y adeptos. ¿Cómo iban a admitir sosegada y apáticamente las denuncias que el padre Las Casas efectuaba, que iban dirigidas directamente contra ellos, ni admitir la solución que proponía en la corte, que consistía en prohibir las conquistas y suprimir las encomiendas? Imposible; y de aquí que recurriesen a definir al padre Las Casas como persona sin personalidad, presentándolo en caricatura e ironía mediante el recurso a la multitud de evasivas que asoman en sus descalificaciones. Por ejemplo:
Le llamaron “‘inquieto, sin reposo, desasosegado”. ¿Qué querían, que fuese una estatua inmutable -de pie o sentada- que viese con ojos de piedra las fechorías que ellos estaban haciendo? Hay hechos ante los cuales hasta los ojos de piedra enrojecen de las lágrimas y de ira y son capaces hasta de desenciar las estatuas haciéndolas removerse de su sitio.
Naturalmente, el padre Las Casas, en su vida profética, no estuvo nunca quieto. Y en esto se distingue de los profetas clásicos, que residían en la corte real o cerca de ella. Pero ¿cómo podía el padre Las Casas estar permanentemente en la corte siendo así que los asuntos de los que era vocero ante el rey estaban a miles de leguas de distancia? Los hechos ocurrían en el Nuevo mundo y la corte se encontraba en el Viejo mundo. ¿Cómo iba a estar informado de los hechos si no estaba en el Nuevo mundo? ¿Y cómo iba a denunciarlos al rey si no estaba en el Viejo mundo? Los viajes transatlánticos se imponían, eran la única manera de enlazar los dos mundos en busca de eficacia.
“'Apasionado, iracundo, indiscreto”. ¿Cómo querían que actuase? ¿Con el corazón apático, helado? Es cierto que contra pasión, apatía, contra ira, templanza, contra indiscreción, discreción. Pero dígame el lector cómo se toma esta triaca cuando se trata de comportamientos ante los cuales ni la ciencia fría puede mantenerse fría porque es invadida por el apasionamiento y la ira de la justicia.
Por otra parte, pregunto: ¿Quién era apasionado, el padre Las Casas o los conquistadores y encomenderos que le acusaban de eso? Si el lector admite que éstos, yo admito que también el otro. Pero el análisis que brinda el santo teólogo máximo -santo Tomás me permite distinguir: la “pasión” cuando precede a la razón, ciega; la sigue, es una señal de la razón que se tiene. ¿Qué razón tenían los conquistadores y encomenderos, víctimas de la “ceguedad” originaria del legado mental por el que se guiaban, arropada por los intereses particulares que protegía?
Y dígame el lector la dosis de apatía que ha de tomarse el profeta cuando ve padecer injustamente a las gentes y de qué templanza ha de revestirse cuando las ve sufrir y morir por el trato indignante que reciben.
¿Y la iracundia? Los denigradores se han apresurado a considerarla como subproducto del temperamento colérico del padre Las Casas, saliéndose así automáticamente de la cuestión -saltando de la historia a la fisiología- y olvidándose de que existe la santa ira” o indignación resultante de presenciar el pisoteo de la justicia.
¿Y la indiscreción? Dígame también el lector de qué otra discreción ha de adomarse su celo (que no se reduzca a la inútil de dar palmaditas amigables en el hombro del sinvergüenza o del insolente obseso de codicia), distinta de denunciar tales atropellos a quien toca eliminarlos.
Así podría seguir enjuiciando todas las descalificaciones de la letanía denigratoria anteriormente registrada, resultantes de “interpretaciones” retorcidas del comportamiento de la persona y esfuerzos lamentables para tapar y que no se reconozca su personalidad. Pero líbreme el lector de tal faena, que sería mucho más larga que la misma letanía.
2º. En el segundo momento al que antes me referí, los epíteto insultantes han procedido de los “patriotas” a ultranza, que podemos llamar con nombre ajustado “patrioteros”, como contrapuesto en este caso a “conquistadores y encomenderos”.
Estos patriotas a ultranza, no teniendo ya nada que perder personalmente por haber pasado ya el tiempo de las conquistas y de las encomiendas, se dedicaron a motejar al padre Las Casas con una variada gama de motes sin tino, que creo podemos ver encabezados por el de “antiespañol”.
Este remoquete secular ha sido la resonancia desmayada de vituperios de tiempos pasados, lanzados contra él por sus compatriotas al sentirse vituperados por las ondas que los extranjeros lanzaban contra España: los fautores de la Leyenda negra contra ella. Este es el fundamento histórico de tal actitud. Pero ¿Qué tiene que ver el padre Las Casas con la Leyenda negra contra España? Nada, absolutamente nada, aunque tal Leyenda negra tuviese que ver mucho con él, que es cosa muy distinta. 1 No sé cómo explicarme brevemente. Diré tan sólo, como en clave, que nos encontramos ante un caso que puede servir de ejemplo típico del oscurísimo tema de las “relaciones”, que he enseñado durante cuarenta años en cátedra de Teoría crítica del 1 conocimiento. Entre la Leyenda negra y el padre Las Casas hubo una relatio realis; pero entre el padre Las Casas y la Leyenda negra sólo se encuentra una relatio rationis... Esta es la distinción.
¿Entiende el lector? Dicho de otro modo: El profeta Las Casas no es responsable de las manipulaciones que se puedan hacer de sus intervenciones proféticas, lo mismo que Cristo no es responsable de las manipulaciones perversas que se puedan hacer de su intervención redentora.
Los que han reconocido el espíritu profético del padre Las Casas han sido, naturalmente, los afectados gratamente por sus intervenciones con los indios, es decir, los frailes que los evangelizaban, quienes veían y palpaban lo que ocurría y contaban con la normativa evangélica. Por esto podían ver fácilmente al profeta en su auténtica personalidad como un hombre de Dios que ve las injusticias y las trata de remediar en cuanto le es posible denunciándolas con gran celo y entereza a quienes tienen en su mano remediarlas.
¿Y las altas autoridades? Algunas del Nuevo mundo no veían los problemas, otras los veían, pero no veían una solución que no les crease problemas de gobierno aún más graves de resolver.
¿Y la corte y el rey? Desconocían los hechos, pues les llegaban a través de informadores a la vez que las propuestas de acción las más diversas, los unos y las otras enjuiciados desde principios de acción tradicionales, pero inadecuados para la acción a que el profeta urgía. De donde el profeta se le imponía una insistencia y un tesón que, cediendo al juego verbal, fácilmente pueden ser definidos como importunidad y terquedad.
Pero es obligado hacer una advertencia importante: la reacción de las más altas autoridades de Israel (incluido el rey) frente a los profetas clásicos, fue, generalmente, intentar taparles la boca, encarcelarlos y, al fin, matarlos. No así las más altas autoridades españolas con nuestro profeta Las Casas. Aunque, estando en su diócesis, en una ocasión un encomendero irresponsable intentó amedrentarlo disparando su arcabuz a una ventana de la casa en que el padre Las Casas se encontraba, nunca el Consejo de las Indias ni ninguno de los reyes le impuso silencio, ni menos le metió en prisión. Siempre pudo intervenir con entera libertad y fue tratado con el máximo respeto. Si vocero de Dios era fray Bartolomé, temerosos de Dios eran las máximas autoridades de la nación, comenzando por los reyes. Si servidor de Dios era él con su don de profecía, servidores de Dios eran ellos con su don de gobierno. Si él clamaba en nombre de Dios y ellos oían, nunca dejó de reconocer él que ellos mandaban. Si él nunca claudicó en su misión de ex-ponerles los problemas y recordarles su gravísima responsabilidad en resolverlos, nunca se rebeló contra ellos porque no los resolviesen. Veía que la “imprudencia profética” era cosa de él, pero también veía que la “prudencia política” era cosa de ellos”
(Pérez Fernández Isacio, Bartolomé de las Casas, viajero por dos mundos. Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”. Perú 1988, pp. 16164-169.