Por Emilio Castelar
El tiempo que abraza la vida de este sacerdote extraordinario es un tiempo creador. La última mitad del siglo décimo quinto y la primera mitad del siglo décimo sexto tienen virtud tal para producir grandes hombres, que parece el género humano otra estirpe superior y semejante a las estirpes angélicas. Jamás han visto los celajes del tiempo estrellas de primera magnitud como las aparecidas en esta edad deslumbradora. Diríase que el espíritu moderno, al formarse, despedía de si, como mágicos chispazos, almas iluminadas enardecidas en las inspiraciones divinas. Todo crece en tales días, desde la tierra material que hollamos con nuestros pies de barro hasta el espíritu impalpable cuyas facultades nos unen a Dios con sus ideas de luz. Quién nos diera ver aquel crepúsculo en que el gótico florece para morir y los arcos triunfales del Renacimiento se elevan para aguardar la libertad; en que legiones de estatuas, animadas por soplo de nueva vida y hermoseadas por líneas de nuevas formas se destacan de los rosetones ojivales, cuyo brillo semeja al brillo del sol próximo a su ocaso; en que la antigüedad clásica transmite por el advenimiento de los helenos a nuestro mundo occidental todo el tesoro de sus ciencias, y por las excavaciones romanas entreabre todo el tesoro de sus artes; en que los pintores de celeste inspiración ponen la idea cristiana con todo su misticismo en la belleza griega con toda su armonía; en que el Pontificado mismo evoca los dioses desde las alturas del Vaticano, conjurándolos a resucitar en su antiguo esplendor la naturaleza, y los reformadores audaces elevan sobre este paganismo exuberante de vida el disco de la humana conciencia y su inmaculada pureza; en que, allá, en el cielo, se fija el sol, antes tenido por satélite de la tierra, como centro de los planetas, y aquí, en el bajo suelo, se descubre un Nuevo Mundo tan hermoso que parece ofrecer al género humano, reivindicador de su libertad, un paraíso inmaculado para extenderla y para gozarla.
Estos días vieron a Vives, a Vinci, a Rafael, a Miguel Ángel, a Gonzalo de Córdoba, a Colón, a Lutero, a Copérnico, a Bramante, a Savonarola, a Maquiavelo, a Carlos V, al Ticiano, a los hombres mayores quizás de los modernos tiempos. Mucho brillo debía tener quien brillara en aquellos cielos y esferas. Pues brilló con verdaderos resplandores Fray Bartolomé de las Casas, obteniendo que su voz se oyera en semejante coro de divinas voces y que su figura se destacara en semejante legión de gigantescas figuras. Bien es verdad que, para alcanzar esto, nació con dos virtudes esplendentes: la virtud de creer y la virtud de sentir lo que creía. En el alma, la inteligencia es como la etérea luz, que esclarece y la sensibilidad como el vívido calor que fecunda. Sin una idea sois como ciego y sin un sentimiento estáis como muerto. Pensar, ejercicio del espíritu tan divino que excede a los límites de nuestra naturaleza, y sentir lo pensado y difundirlo y encarnarlo en la viviente realidad, ministerio humano por excelencia. Así la gratitud universal se aleja de esos pensadores solitarios que aparecen rígidos como estatuas con una estrella pálida sobre su frente allá en regiones inaccesibles, mientras se rinde de hinojos ante el que ha sabido luchar con fortaleza y morir en el sacrificio, dando pedazos de su corazón alas gentes. Platón tendrá discípulos y Sócrates adoradores; porque si el uno supo pensar, el otro supo morir. Las Casas pensaba como los solitarios de su tiempo, dados a la religión y a la ciencia; y luego sentía con vivo sentimiento lo mismo que pensaba. Este ejercicio de la sensibilidad y de la inteligencia, esta armonía de la idea y de la acción, estas vocaciones múltiples que hacían de él un apóstol y un guerrero, un filósofo y un mártir; todas estas cualidades le daban esos caracteres verdaderamente extraordinarios que se elevan a ser como un ideal en la historia.
Las Casas no fijó su inclinación desde los dos primeros años de su vida. Al contrario, en los comienzos parecía tener vocaciones bien opuestas a las que luego fueran su tormento y su gloria. Originario de aquellos cruzados franceses que así venían a Occidente en busca de Toledo y Sevilla, como iban a Oriente en busca de Jerusalén y Constantinopla, su sangre heredaba el ardor, sus nervios la inquietud, su complexión la fuerza, sus músculos la energía, su natural todo el atrevimiento congénito a los destinados en estos continuos dramas de la historia, por una designación providencial, como a vivir y morir peleando. Hijo de un navegante que acompañara al descubridor del Nuevo Mundo en sus primeros viajes, tentaban le las aventuras, las navegaciones, las porfías con el furor de los elementos y la cólera de los hombres, las empresas maravillosas, la victoria sobre los mayores imposibles, creyendo panjearse poder y renombre. Quien había visto al autor de sus días perderse en el Océano inexplorado y traer una nueva creación del abismo inmenso donde solo parecían reinar el silencio y la muerte, bien podía creer borradas todas las fronteras que separan el deseo de su objeto, la esperanza de su cumplimiento, la idea de su realización, y la fantasía exaltada de las tristes realidades sociales. El hijo de uno de los descubridores del Nuevo Mundo, con harta razón podía creerse redentor nato de los habitantes de ese Mundo. Luego la ciudad de Sevilla, su cuna, como que mueve a la imaginación de atrevidas creencias y al intento de arriesgadas empresas. Aquel cielo deslumbrador, de arreboles tan varios, eleva el cerebro a otro cielo espiritual de ideas bien múltiples. Aquel río con cuyas aguas perfumadas soñaron los primeros poetas del mundo, susurra como el acompañamiento eterno a los cánticos de una eterna epopeya. Las torres, por cuyas cimas todavía veis discurrir las blancas figuras de los astrónomos árabes; los jardines, entre cuyos alicatados suenan los ecos de las guzlas y de los romances confundidos con la vibración de las armas; los naranjales, que os embriagan y exaltan con sus aromas; desde la vela flotante por el Guadalquivir hasta la palma meciéndose en la floresta; desde los luceros sembrados en sus noches hasta los ojos relampagueantes de sus mujeres, todo provoca, no solo a la concepción de muchas ideas y al fantaseo de muchos ensueños, sino a su realización y cumplimiento. Para ver como eran los hombres de aquellas edades, no hay sino entrar en la nave de la Catedral, erigida adrede tan grande, para que los venideros tomaran a sus constructores por locos, y bajo cuyas bóvedas creéis bogar impulsados de una brisa celestial en los espacios inconmensurables y en los abismos cerúleos del divino éter.¿No os parece que raza, origen, sangre, cuna, educación, todo cuanto le pertenecía y aun todo cuanto le rodeaba, movía al Padre Las Casas hacia las mayores empresas?
Y sin embargo, como antes he dicho, fijo tarde, muy tarde, una vocación, la cual, según su firmeza y su intensidad, dirías congénita al calor de su vida y movida por el primer movimiento de su voluntad y de su animo. Ejemplos de esto hay en la historia. Nadie descubriera al primer escritor del siglo decimoctavo, a Rousseau, en el músico que anotaba sinfonías inacordes y componía operas medianas, como nadie descubriera al redentor que renovara las llagas de Cristo, a Francisco de Asís, en el joven coronado de flores, rey de festines, cantor de jácaras, que daba serenatas por las oscuras noches y requería de amores en exaltados coloquios a todas las muchachas de su pueblo. Y no cabe dudarlo, no; estas vocaciones tardías suelen ser vocaciones decisivas. No esta en nuestra complexión nacional ni en nuestros hábitos escribir memorias. El pudor que oculta las buenas acciones tiene tanta fuerza como la vergüenza que oculta las malas. Creemos que no importan a los demás ni nuestras virtudes ni nuestros vicios. Cierta soberbia nativa, cierta suficiencia orgullosa, cierta apelación continua a nuestro fuero interno, cierto individualismo un tanto excesivo nos arrastran a tal indiferencia por el ajeno juicio, aunque tenga la universalidad y la importancia de los juicios históricos, que jamás llegaran a comprenderlo aquellos pueblos, como el pueblo francés, por ejemplo, eminentemente sociable, y por lo mismo fácil de atemorizarse ante el tribunal de la historia, por lo cual aspiran sus naturales con defensas, alegatos, relaciones, autobiografías, a merecer bien de sus contemporáneos y bien de la posteridad. Nosotros, por el contrario, juzgámonos bastante pagados con parecernos bien a nosotros mismos. Así no existe en toda la literatura española un libro como las confesiones de San Agustín o como las confesiones de Rousseau. Y por este achaque o virtud ignoramos particularidades de la vida privada de nuestros prohombres, que acaso nos explicaran fases enteras de su vida pública. Respecto a las mocedades de Las Casas, debemos decir que este teólogo dominicano, orden llamada Jauría de Dios, profeso la jurisprudencia; que este defensor acérrimo de los indios tuvo por esclavo un indio en Salamanca; que este reformador, cuyas invectivas atacaban la apropiación de los hombres, empezó su vida en aquel Nuevo Mundo con ranchos y repartimientos; que este obispo, calzado de sandalias, vestido de sayal, con su crucifijo en las manos y el ardor místico en los ojos, abordo a las playas de América como los mas vulgares aventureros, aguijoneado por el apetito mas ordinario, por la sed de oro. ¿Como, por qué causa, por qué motivo de la voluntad, por qué impulso de la inteligencia, por qué afecto cambio súbitamente su vocación? Misterios de la historia. Lo cierto es que el abogado de Sevilla, el propietario de un pobre indio, el rebuscador de lucros se convirtió en misionero, en redentor de esclavos, en sacerdote de Dios y de la libertad.
Llegado fraile Bartolomé de las Casas a cierto período de su vida, un pensamiento evangélico le poseyó por completo, el pensamiento de la natural igualdad entre los hombres. Y el pensamiento obra sobre la voluntad como el motor inmóvil de Aristóteles sobre el movimiento universal. Como en toda fuerza aplicada hay algo de la fuerza cósmica, en toda acción concreta hay motivos generales y en todo motivo general o particular, hay ideas puras. El alma del alma de Las Casas estaba en su pensamiento de igualdad natural y el móvil de los móviles en su amistad a los indios. Casi todas las inclinaciones naturales de la humanidad se encuentran reunidas en cada individuo fundamentalmente. La causa generadora del genio en el desequilibrio, que da a unas facultades exclusivo predominio sobre el conjunto de todas las demás y con este predominio aptitudes sobresalientes merecedoras de sobresaliente gloria. Pasa con los móviles humanos lo que pasa con los gustos. El alimento que unos paladean con placer produce nauseas en otros; la melodía que halaga un oído fino se estrella en duro oído; el móvil que mueve a unos hacia el bien y el amor de su prójimo, mueve a otros hacia el mal, y a veces hacia el suicidio, hacia la destrucción de sí mismo. El límite con que los hechos exteriores refrenan toda acción desconcierta a los débiles y acera a los fuertes. Fray Bartolomé de Las Casas no luchara con tanto ahinco si no hubiera tropezado en su camino con tantas y tan diversas oposiciones.
En el mundo se repiten siempre los mismos fenómenos históricos. Todo redentor pasa por una pasión. Las dudas le asaltan, los dolores le acongojan, los amigos le venden, el error o el mal amenazador lo calumnian, los discípulos más queridos le abandonan, hasta que llega el DIA de la hoguera, de la cicuta, de la crucifixión, de la muerte en el desengaño y en la tristeza. Pero así como en la naturaleza reina la fatalidad, en la historia reina la libertad. Así como a la piedra no le pedís cuenta de su caída, se la pedís al hombre. El fatalismo de la materia bruta nada tiene que ver con la moralidad, y nuestras acciones son esencialmente morales. Por eso el bien, una idea verdadera, una acción recta, una obra de caridad, el esfuerzo por los oprimidos, la luz llevada a la conciencia de los ignorantes, la pugna por el derecho y la justicia pueden transitoriamente malograrse; pero en el movimiento general de la humanidad les toca, tarde o temprano, seguramente, una grande y definitiva victoria. Los defendidos por tanto ahínco por Las Casas habitan hoy el continente de la democracia, de la libertad y de la República.
El Nuevo Mundo se descubrió al terminar la Edad-media, pero bajo ideas de la Edad-media. Aunque su aparición debía, dilatando el planeta, dilatar también bien el espíritu, desconociéronse los efectos de revolución tan súbita hasta que brotaron a impulsos de los siglos y por el desarrollo natural de los acontecimientos Los descubridores iban guiados por la antigua idea de que todo vencido es naturalmente cautivo, y de que todo cautivo es naturalmente esclavo. La apropiación del hombre por el hombre reinaba todavía en el espacio, porque la idea de la desigualdad humana todavía reinaba. El mismo Colon aquel profeta de la naturaleza, aquel revelador de la tierra, aquel mártir de su propio genio, inmortal como todos los redentores por sus ideas y por sus desgracias, trajo de regalo, al tornar del primer viaje, entre productos del campo y riquezas del suelo, varios grupos de indios como pudiera traer varios hatos de ganado. Uno de estos indios le tocó en suerte a Las Casas que, en la irreflexión de su juvertud, lo reservó para su hogar y lo esclavizó a su servicio hasta que vino a despojarle de tamaña propiedad un regio rescripto.
Sin duda algún movimiento de su corazón, como aquel de Pablo en el camino de Damasco; alguna revelación de su conciencia, como aquella de Loyola en su lecho de dolor, trastocaron el natural artificioso, por la educación o por las costumbres sobrepuesto a su natural índole, y le movieron a buscar, sumergiéndose dentro de sí mismo, en los abismos insondables que cada alma guarda, aquellos tesoros de piedad, aquellos arrebatos de pasión, aquellas ideas de derecho que le alzaron a inmensa altura entre los conquistadores y los conquistados, para defender con pleno sacrificio de su tranquilidad y riesgo continuo de su vida la inocencia, desarrollando pasiones semejantes A una espada de fuego que flameara en sus manos, e ideas semejantes a verbos de redención que cayeran como henchidas del espíritu divino sobre las tristes llagas de la miseria. Lo cierto es que en aquella sociedad recién sujeta a la coyunda del absolutismo, donde predominaba la conquista, vio Las Casas en los vencidos hermanos de los vencedores; en aquella intolerancia universal, cuando los Reyes Católicos expulsaban a los judíos, cuando Torquemada traía el fuego de la Inquisición, cuando Cisneros derramaba el agua bendita sobre las carnes de los moriscos que gritaban cual si recibieran gotas de plomo fundido, quiso Las Casas llamar los idolatras al seno de la Iglesia por la caridad y no compelerles por la violencia; en aquella perversión del sentido, que lanzaba desde el púlpito apotegmas aristotélicos sobre el destino natural de unos hombres al vasallaje y el destino natural de otros hombres a la dominación y al imperio, sentía Las Casas como la adivinación del derecho moderno basado sobre los fundamentos de la igualdad humana; frente a frente de los poderosos, cada día más ensoberbecidos con su autoridad y mas tentados de confundirse con Dios, sostuvo Las Casas que no puede disponerse de los hombres contra su albedrío, ni gobernarse a los pueblos contra su soberana voluntad. No desconozcamos, porque seríamos ciegos, que en esta obra le inflamaron, le sostuvieron, le arrastraron exaltadísimos afectos. Las Casas, antes que todo, es desde el principio al fin de su vida un hombre de pasión, y por apasionado, sujeto a violencias en su proceder y a brusquedades en su lenguaje. Sin esa pasión, que todo lo creía posible, no luchara como lucio, ni padeciera como padeció; pero tampoco se agrandara como se agrando en el concepto de la humanidad y en el agradecimiento de la historia. Yendo toda sobresaliente cualidad acompañada de extraordinarios defectos, cuanto tenía su natural de apasionado, otro tanto tenía también de irreflexivo y poco cauto. Pero ¿como querer que brille el genio sin el desequilibrio de las facultades y de las aptitudes? No podéis poner en el apóstol esa fría razón del estadista; ni en el profeta ese calculo seguro del matemático; ni en el mártir los instintos de conservación que hacen vivir y envejecerse al egoísta. La generosidad de Las Casas podrá resultar nativa o adquirida, originaria de los impulsos de su corazón o de los hábitos de su existencia, pero tenía caracteres verdaderamente maravillosos y una fecundidad increíble en acciones heroicas. Así, al deseo vivísimo del bien se juntaba la esperanza segura de realizarlo y de cumplirlo. El acicate de esta esperanza le empujo a la acción y le liberó de las irresoluciones, porque ni su entendimiento admitía dudas, ni su voluntad debilidades o desmayos.
Dotado de verdadero valor acometía empresas arriesgadas, aunque cayese muchas veces en la temeridad que quiere tocar en lo imposible. Sano de cuerpo y alma, no le tentaba la ironía que suele tentar a los contrahechos y a los enfermos; robusto de voluntad y de fuerzas, no le aquejaba el desaliento que suele aquejar a los débiles y a los cobardes; piadoso de complexión, padecía con todos los que padecían y lloraba con todos los que lloraban; capaz de grandes indignaciones, aborrecía a los opresores al igual que amaba a los oprimidos; sujeto a la fiebre de una exaltación continua, tocaba como en el fanatismo, en la cólera, pero cólera de aquellas que el filosofo denominaba encendidas como el entusiasmo y no pálidas o verdosas como la envidia. Así tuvo en sus amarguras el mayor de los consuelos internos, la seguridad de haber obrado bien, y contra los denuestos y maldiciones el más seguro de todos los refugios, la satisfacción y hasta el contento de si mismo, reuniendo en verdad, como pocos hombres, el pensamiento ala acción.
Durante cierto tiempo de su vida, dejóse llevar por las ideas vulgares, como el cuerpo inerte por la corriente; y calculó, y comerció y luchó con la apropiación de sus semejantes; horror que tan amarga pena debía inspirar más tarde a su corazón arrepentido. La fuerza de sus remordimientos dominó la conciencia, de suerte que rescatara todas sus culpas, y la vista de una matanza de indios conmovió sus entrañas hasta el punto de concentrar todas sus facultades en aquel propósito avasallador de consagrarse exclusivamente A la redención y cura tanta y tan terrible miseria.
Para cumplir mejor esa vocación abrazó el sacerdocio. En efecto, la renuncia a toda familia que no fueran los desheredados y los oprimidos; el amor exclusivo y el matrimonio eterno con su idea de justicia; el templo por hogar; los altares del sacrificio por ara donde ardiera la vida; la comunicación diaria con él por los sacramentos; el socorro a toda aflicción y el consuelo a toda pena ofrecidos como observancia de los más rudimentarios deberes ; el auxilio al moribundo y la oración al muerto; todos estos ejercicios, al par que le acercaban a Dios, le movían también a servir y a honrar a la humanidad. Rodeado de indios recién convertidos a la religión y de conquistadores que se proponía convertir a la caridad; en presencia de aquellos mares apenas desflorados por nuestras quillas; a la sombra de aquellas selvas gigantescas por cuyas ramas corría aún el soplo vivificador de la creación, dijo la primera misa, en la cual ni siquiera tuvo vino, como si los empeños del acaso hubieran querido que del Nuevo Mundo fueran todas las ofrendas cual debían al Nuevo Mundo dirigirse todos los pensamientos del exaltado Sacerdote. Y desde este punto empieza su empresa tan rica en varios incidentes: emancipación de los propios esclavos, malogrando cuantiosísima fortuna; predicaciones al aire libre con celo evangélico por la libertad de los reducidos a servidumbre; viajes peligrosos de Santo Domingo a Cuba y de Cuba a España en pos del cumplimiento y realización de su ideal; oraciones continuas, de rodillas sobre las tablas de su nave, en presencia de lo infinito, para que el espíritu divino le asistiese y le consolase en su empresa; conferencias con el astuto Rey Católico, y con el ardentísimo Cardenal Cisneros, y con el piadoso Adriano de Utrech, y con los ministros de Carlos V; porfías empeñadas y aun batallas reñidas con el avariento prelado de Burgos y los codiciosos frailes de San Jerónimo; amarguras devoradas con resignación, pero sin desaliento, por las ingratitudes y traiciones de los mismos a quienes confiara su empresa y en su representación y su nombre; residencias intentadas a los jueces prevaricadores que recibían leyes benéficas y excusaban su debido cumplimiento; debates ruidosísimos en la Cámara real y a presencia de los altos consejos de la monarquía; navegaciones procelosas; propósitos benéficos completamente frustrados por las intrigas cortesanas; intercesión arriesgadísima entre los españoles y los indios; soledad en los desiertos del Nuevo Mundo bajo las dobles asechanzas de los elementos y de los salvajes; contratiempos increíbles con colonos llevados para ayudar en sus trabajos a los naturales de América; intensísimas angustias, así por las matanzas de indios como por las matanza de los españoles; negativa de absolución a los que poseyeran y se apropiaran sus hermanos en Dios, a sus iguales en naturaleza y en derechos; misiones, semejantes a los viajes apostólicos, desde las Antillas a Méjico, a Guatemala, al Perú, a España, desafiando todos los embates de la naturaleza y todas las iras de los hombres como un guerrero, con los fieles de su propio Obispado movidos a rebelión por su entereza en sostener sus excomuniones contra los crueles y los tiranos; renuncia a su ministerio en los conventos de España y por término de todo, influjo poderosísimo en las máximas y en las disposiciones mas humanas de las leyes de Indias como recompensa debida ciertamente al fervor de su creencia y a la exaltación de su celo.
Dos acusaciones graves se han dirigido al Padre Las Casas: la primera, que en su entusiasmo por la emancipación de los indios contribuyó a la esclavitud de los negros; y la segunda, que en su celo por las razas nativas del Nuevo Mundo, llegó, si no a negar los títulos de nuestra dominación necesaria en el momento de su apostolado, a tacharla de más cruel que ninguna otra entre las conseguidas por los procedimientos de conquista. La primera acusación paréceme victoriosamente refutada y aun desvanecida, con atender tan solo a que las expediciones de negros resultan muy anteriores a la predicación de Las Casas, e intentadas y promovidas más bien por la tendencia general del tiempo que por el consejo particular de nuestro apóstol. En cuanto a la segunda acusación, paréceme mucho mas difícil de excusar, aunque fácil de comprender y de explicar por el ardentísimo fuego de los combates, y el vehemente amor al bien, y la indignación contra la violencia, y la fuerza dada al argumento, y la ceguera natural entre el humo espesísimo de una guerra que, no por espiritual deja de ser olorosísima siempre, y a veces hasta cruel y sangrienta. Y no cabe dudarlo; el sentido histórico ha cønsiderado por mucho tiempo la con quista de América como la más cruel de las conquistas. Y este sentido ha pasado de tal suerte opinión general, que lo han adoptado unánimes los mismos descendientes de los descubridores, sin comprender cómo, insultando a sus padres se insultaban a sí mismos y desconocían a la faz del mundo ¡suicidas! los timbres más gloriosos de su raza. No excuso los crímenes cometidos en América por cariño a mi patria, como no lo excuso los crímenes cometidos en el terror, no por cariño a mi libertad. Mas declaro que América ha obtenido la civilización moderna, seguramente a mucho menos precio que Europa. Todos los pueblos guardan el recuerdo de una olorosísima salda del Paraíso, en apariencia tradición religiosa, en realidad poética enseñanza del cambio de la .inocencia y de la vida en el seno de la naturaleza por los horrores del combate y las penas del trabajo, que acongojan, que afligen, mas que también preparan al hombre para los grandes progresos y para el dominio sobre el planeta y la fundación de una sociedad basada en leyes justicia. No ha roto ninguna raza este cendal de la Naturaleza sin desgarrar latiera que la contiene, como no ha salido ningún feto a la luz y al aire sin desgarrar las entrañas que lo llevan. La culpa de saber, la fatiga de andar, el esfuerzo de inquirir, el trabajo en todas sus fases y todos sus aspectos no se inicia en las sociedades humanas sino mediante dolorosísimos y continuos sacrificios. La civilización que nosotros llevamos al Nuevo Mundo no la adquirimos a poco precio. La tierra patria está empapada de sangre, cubierta de huesos, convertida en vasto cementerio de conquistadores y conquistados, de vencedores y vencidos. Las irrupciones célticas, fenicias, griegas, cartaginesas, latinas, bárbaras, árabes, africanas, fueron mucho más crueles que la irrupción española en el Nuevo Mundo. Sobre aquella tierra que estaba fuertemente apegada a la Naturaleza, vertimos la religión del espíritu. Enseñárosle una de las maravillas del mundo, la más rica y más armoniosa de las lenguas que han hablado los hombres en los tiempos modernos. Dímosles unas artes que resplandecían al igual casi de las artes italianas. Fundámosle ciudades superiores a las ciudades de la Península. En vez de exterminar a los indios o lanzarlos a las selvas como hiciera nuestros orgullosos rivales sajones, les admitimos en nuestra sociedad. Las leyes, tanto civiles como eclesiásticas, sobre pujaron a las leyes mismas por que nos regíamos nosotros. Y al separarnos de América para dejar tantas Repúblicas independientes destinadas a brillar en la tierra como las estrellas en el cielo, si les dejamos pocos hábitos del gobierno de sí mismas porque los imposibilitaba el absolutismo en que unos y otros habían caído, en cambio, les pudimos legar un estado social tan progresivo que les permitía abolir la esclavitud sin pasar por la tremenda guerra en que estaba a punto de hundirse la maravillosa República del Norte. Para maldecimos, necesitan nuestros hijos maldecir al sublime descubridor que les adivinó cuando estaban ocultos en su inocencia; y a los exploradores que vencieron los misterios de sus selvas y escalaron las cimas de sus Andes y recorrieron sus costas y sus ríos: y a los misioneros que les mostraron la religión del espíritu y la religión de la libertad; y a los legisladores que les dieron leyes e instituciones bajo las cuales todavía viven y progresan. Mas justos los Estados-Unidos del Norte, han puesto en el Capitolio de Washington, al lado de los nombres y de las efigies de los apóstoles de su República los nombres de los españoles que han descubierto los bosques más bellos y han recorrido por vez primera los ríos más caudalosos de su inmenso territorio. No debemos dirigir la misma inculpación al erudito autor de este libro, en quien el apego al continente, donde ha nacido, no excluye el apego a la sagrada y vieja tierra donde nacieron sus padres. Historiando una vida tan procelosa como la vida de Las Casas, nunca maldice a la nación que engendró un alma tan grande como el alma de nuestro apóstol. Su relato desde el principio al fin está escrito con la mayor severidad de juicio, unida estrechamente a la mayor severidad de estilo. Claro, correcto, concienzudo, este trabajo se inspira al par en el espíritu de nuestra patria y en el espíritu de nuestra América. La sobriedad en el decir se hermana admirablemente con la elevación en el pensar y en ciertos sentimientos que, no por concisos en sus manifestaciones, dejan de ser íntimos y verdaderos en su fondo. Guiado por tales afectos e ideas, el Sr. Gutiérrez ha escrito la vida de su héroe bajo el influjo de dos sentimientos muy parecidos a los que animaban a Las Casas; el sentimiento religioso y el sentimiento liberal. Así es que, leyéndole, asistís a los tiempos del apostolado y conocéis la vida del apóstol. Hay algunos puntos tratados con profundidad verdadera, como la conversión de una vida donde predominaba grande desasosiego por el lucro, a una vida donde predominan la caridad y el sacrificio. Luego el análisis de las obras se funda en la doble apreciación de si el mérito intrínseco y del mérito que le prestan las circunstancias propias de su publicación.
Y en este análisis hecho a maravilla, resalta que las Casas tuvo con cierto presentimiento de los derechos naturales cierta convicción profunda de la soberanía social. Nada más propio en quien, de un lado, reconocía la igualdad humana, y de otro lado, el derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos y a intervenir en el voto y en la percepción de los impuestos. Sería digno de estudio el ver cómo la corriente democrática que las órdenes monásticas trajeron consigo y que produjo a Francisco de Asís en Umbría, a Jerónimo Savonarola en Toscana, a Bartolomé Las Casas en América, no se detuvo hasta que vino a interrumpirla en mal hora el predominio de la reacción jesuística.
Concluyamos: quien leyere con detenimiento esta historia encontrará una serie de ideas sistematizadas con rigor, otra serie de noticias dispuesta con lógica, consideraciones profundas en estilo terso; y se felicitará de que su autor haya enriquecido con una obra de este mérito los anales de la literatura, tanto en España como en América. (Castelar Emilio, Prólogo a Gutiérrez Carlos LAS CASAS. Sus tiempos y su apostolado. Madrid, Imprenta de Fortanet, 1878, pp. XVII- XXXIX). Transcribió y corrigió la ortografía Herminio de Paz Castaño, O.P.