Manuel Ángel Martínez, op
Facultad de Teología de San Esteban - Salamanca
En este artículo vamos a hacer un resumen de uno de los cuatro[1] comentarios sobre el Padrenuestro escritos por santo Tomás de Aquino, poniendo de relieve principalmente las ideas que resultan más sugerentes para nosotros hoy.
Es un comentario que pone las palabras del Padrenuestro en relación con diversos textos breves de la Escritura, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento; se inspira además en toda la tradición patrística y, sin duda, también en la propia experiencia personal. En la exposición vamos a conservar prácticamente los mismos apartados de la edición utilizada.
Prólogo
El prólogo de este escrito comienza diciendo que entre todas las oraciones, la principal es la que el mismo Cristo enseñó. En ella se contienen las cinco cualidades que deben estar presentes en toda verdadera oración: la confianza, la rectitud, el orden, la devoción y la humildad.
La confianza nos permite acercarnos a Dios. Pero supone por nuestra parte una fe inquebrantable, ajena a toda duda o vacilación, por mínima que sea. La confianza que se expresa en la oración dominical tiene su fundamento más firme en su autor, en Cristo, el orante más sabio; como dice la carta a los Colosense, en él se encuentran todos los tesoros de la sabiduría. Él es un Abogado justo, y el que juntamente con el Padre escucha nuestra oración. Recogiendo unas palabras de san Agustín, Tomás nos dice que de esta oración jamás se sale sin provecho, pues, entre otras cosas, por ella se perdonan los pecados veniales.
La rectitud de la oración consiste en pedirle a Dios lo que verdaderamente nos conviene. Con frecuencia nuestra oración no es escuchada porque -como dice Santiago en su carta- pedimos mal. Tomás reconoce con san Pablo que es muy difícil saber lo que tenemos que pedir: “No sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). Pero Cristo, nuestro maestro, nos enseña en el Padrenuestro lo que tenemos que pedir a Dios. Por eso, ya san Agustín en su célebre carta a Proba le decía que “si nuestra oración es recta y atinada, cualesquiera que sean las palabras que empleemos, no haremos otra cosa que repetir lo que se encuentra en la oración dominical”.
El orden en la oración consiste en anteponer, en los deseos y las súplicas, lo espiritual a lo material, las cosas del cielo a las de la tierra. Así lo enseña el mismo Jesús cuando dice que debemos buscar primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se nos dará por añadidura (Cf. Mt 6, 33). El Padrenuestro se estructura siguiendo este orden.
La verdadera devoción de la oración tiene que brotar de una caridad ejercitada según el doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Llamar a Dios “Padre” es una forma de expresarle nuestro afecto. Al decir “nuestro” y “perdona nuestras deudas” estamos rogando por todos en general, pues es el amor al prójimo el que nos mueve a expresarnos así.
Con la parábola del fariseo y del publicano Jesús nos enseña la humildad en la oración. En la oración dominical la humildad se muestra en que no esperamos alcanzar lo que pedimos con nuestras solas fuerzas sino con el poder de Dios.
En el prólogo Tomás nos habla también de los tres beneficios que produce la oración:
La oración es, en primer lugar, un remedio eficaz y útil contra los males: nos libra de los pecados cometidos y nos obtiene el perdón, como al ladrón en la Cruz. Nos justifica. Nos libra del temor a volver a pecar. Nos libra de las persecuciones y de los enemigos.
En segundo lugar, la oración es eficaz y útil para conseguir todos nuestros deseos. Pero para ello -como dice Jesús- es necesario orar con fe, creyendo que lo que pedimos en la oración lo recibiremos; hay que pedir con insistencia, sin desfallecer, y hay que pedir lo que más nos conviene para alcanzar la salvación. San Agustín decía a este respecto: “Bueno es el Señor, que a veces no nos da lo que queremos, para darnos lo que preferimos”.
La oración es útil finalmente porque nos familiariza con Dios.
Padre
Respecto a esta primera palabra del Padrenuestro, Tomás se pregunta por qué razón Dios es Padre, y qué implica su paternidad en nuestra vida de creyentes. Responde diciendo que Dios es Padre porque nos creó a su imagen y semejanza; también porque es providente con nosotros y porque nos adoptó como hijos. Por nuestra parte debemos honrarle por medio de una alabanza que brote no sólo de los labios sino sobre todo del corazón; debemos honrarle también por la pureza de nuestro cuerpo y el ejercicio de la justicia con el prójimo. Por ser nuestro Padre debemos igualmente imitarle por la perfección del amor y de una misericordia que vaya siempre acompañada por las obras. A Dios Padre también hay que obedecerle imitando a Cristo que se hizo obediente hasta la muerte. Debemos del mismo modo aceptar con paciencia sus correcciones, sabiendo que -como dice el libro de los Proverbios 3, 11-12- el Señor corrige a quien ama.
Nuestro
Esta segunda palabra nos sitúa ante nuestro prójimo, a quien debemos amar por ser nuestro hermano. A este propósito Tomás nos recuerda las fuertes palabras de san Juan: “Quien no ama a su hermano, al que ve, ¿cómo va a amar a Dios, a quien no ve?” (1 Jn 4, 20). Por ser hijo de Dios debemos respetarle.
Que estás en los cielos
Tomás relaciona estas palabras con los motivos de nuestra confianza: la bondad y omnipotencia del Padre. Estas palabras nos ayudan a prepararnos para orar imitando, contemplando y deseando los bienes de allá arriba donde está Cristo.
Si interpretamos la palabra “cielos” como los santos, la expresión “que estás en los cielos” nos hace pensar en la prontitud de Dios para escuchar, pues habita en los santos, es decir, en quienes creen en él, le aman y observan sus mandamientos.
La expresión “que estás en los cielos” puede referirse también a la eficiencia de Dios en su escucha, pues por estar en los cielos observa con clarividencia o contempla desde arriba; es excelso en el poder e inalterable en su eternidad.
Porque Dios está en el cielo es Señor del universo y gobierna la historia; por eso, la expresión “que estás en los cielos” permite oponerse al error de quienes piensan que todos los acontecimientos son fruto de la fatalidad conducida por el designio de los cuerpos celestes. Si esto fuera cierto sería inútil pedir nada a Dios. La misma expresión es contraria a quienes se representan o fraguan imágenes corpóreas de Dios, porque pone de manifiesto que Dios sobrepasa todo pensamiento humano.
Si por “cielos” entendemos los santos, se subraya la familiaridad de Dios. Con ello se exorciza el error de pensar que a causa de su trascendencia Dios no se preocupa de nuestras cosas. En cambio, Dios es muy cercano e íntimo, o como decía el profeta Jeremías: “Tú, Señor, estás en nosotros” (Jr 14, 9), o como se dice en el Salmo 144, 18: “Tú, Señor, estás cerca de los que te invocan”. Por eso Jesús nos invita a que, cuando vayamos a orar, entremos en nuestro propio aposento, es decir, en nuestro propio corazón.
Si por “cielos” entendemos los bienes espirituales y eternos, esta expresión indica la oportunidad y el acierto de la oración dominical, porque orienta nuestros deseos hacia las cosas de arriba, y nos configura para que nuestra vida sea semejante a la de nuestro Padre del cielo.
Santificado sea tu nombre
En esta primera petición pedimos que el nombre de Dios se nos revele y se nos haga manifiesto. Para Tomás este nombre se refiere indistintamente al nombre de Dios Padre o al de Jesucristo. Es un nombre admirable, porque obra maravillas en todas las criaturas. Como dice Jesús en el evangelio: “En mi nombre echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, beberán un veneno mortal y no les hará daño” (Mc 16, 17). Es un nombre digno de amor, pues según dice el apóstol san Pedro: “No se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que pueda salvarnos” (Hch 4, 12), y la salvación es algo que todo el mundo ama. Es un nombre digno de veneración, pues al nombre de Jesús debe doblarse toda rodilla “en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Flp 2, 10). Es un nombre inefable ante el que toda explicación resulta insuficiente. Se le llama roca en razón de su firmeza; se le llama fuego, porque purifica nuestro corazón de todo pecado; se le llama luz, porque la luz disipa las tinieblas, así el nombre de Dios ilumina nuestra mente.
Con esta petición no pedimos únicamente que el nombre de Dios sea conocido, sino también que sea tenido por santo. La palabra santo tiene para santo Tomás tres significados. Significa firme; en este sentido sólo los santos que están en el cielo pueden ser llamados santos; en cambio, en la tierra no puede haber santos porque todos estamos sujetos al cambio continuo. La palabra santo puede significar también lo contrario a lo terreno. Y también puede entenderse como teñido en sangre, según las palabras del Apocalipsis en las que se habla de los santos como aquellos que han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero.
Tomás relaciona cada una de las peticiones del Padrenuestro con un don del Espíritu Santo y con una o varias bienaventuranzas. Esta primera petición la relaciona con el don de temor y con la primera bienaventuranza que proclama dichosos a los pobres de espíritu, “porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).
Venga a nosotros tu reino
Esta petición está asociada al don de piedad, que consiste en un afecto cariñoso y respetuoso hacia el propio padre y hacia cualquier persona sumida en la desgracia. Como Dios es nuestro Padre, debemos mostrarle este afecto cariñoso que nos mueve a suplicar que venga a nosotros su reino.
El reino de Dios ha existido siempre, pues Dios ha sido siempre el Señor de todas las cosas, pero todavía no le está sometido todo, por eso tenemos que seguir pidiendo que venga su reino. Esta venida supone que los justos se conviertan, que los pecadores sean castigados y que la muerte sea aniquilada.
Si entendemos por reino la gloria del paraíso, el reino es lo mismo que el gobierno de Dios. Este gobierno será perfecto cuando ya nada se oponga a la voluntad salvífica de Dios, cosa que sólo ocurrirá en el paraíso.
El reino de Dios es deseable porque en él se da una gran justicia; en cambio en el mundo presente conviven el mal y el bien. Es deseable asimismo porque en él existe una libertad perfecta y absoluta frente a cualquier esclavitud; en cambio, en este mundo no existe libertad, aunque por ley natural todo el mundo la desea. En el reino de Dios no sólo seremos libres sino incluso reyes. Esta justicia y libertad se deberá a la identificación de la voluntad de todos con la de Dios: “Dios querrá lo que los santos quieran, y los santos lo que quiera Dios”. Por eso, al cumplirse la voluntad de Dios se cumplirá también la de los santos. Este reino es igualmente deseable por la maravillosa abundancia que se da en él, pues sólo Dios puede colmar nuestros deseos.
Por otra parte, cuando pedimos la venida del reino de Dios, estamos suplicando que no sea el pecado quien reine en nuestro mundo, sino Dios.
Esta petición se relaciona con la bienaventuranza que proclama dichosos a los mansos, porque si deseamos que sea Dios realmente el Señor de todos, renunciamos a todo deseo de venganza; si esperamos la gloria del paraíso, no nos preocupamos por las cosas del mundo; y si pedimos que Dios y Cristo reinen en nosotros, debemos ser mansos porque el mismo Cristo fue mansísimo.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo
Esta petición está asociada al don de ciencia que hace sabio a quien lo posee. La ciencia que enseña el Espíritu Santo es la de vivir bien. Por medio de este don nos enseña a no hacer nuestra voluntad sino la de Dios. Esto supone una gran humildad. Pero cuando vivimos de acuerdo con la voluntad de Dios nuestro corazón camina derecho.
Dios no nos creó en vano, sino para que alcancemos la vida eterna. La salvación consiste precisamente en alcanzar el fin para el que fuimos creados. La voluntad salvífica de Dios ya se ha cumplido en los ángeles y en los santos, porque ven a Dios, lo conocen y gozan de él. Por eso, con esta petición pedimos que se cumpla también esta voluntad salvífica en quienes todavía peregrinamos por este mundo como ya se ha realizado en los santos que están en el cielo.
Esa finalidad se alcanza guardando sus mandamientos. Por eso la voluntad de Dios abarca también este aspecto, y cuando decimos “hágase tu voluntad”, estamos pidiendo que cumplamos sus mandamientos. Tomás observa que esta petición no dice “haz” tu voluntad, ni “hagamos” tu voluntad, sino “hágase tu voluntad”, para indicar que es necesaria la gracia de Dios y la cooperación humana. Por tanto, la voluntad de Dios consiste también en que nosotros cooperemos en la obra de nuestra salvación.
Dios quiere también que volvamos al estado y dignidad en el que fue creado el primer hombre, estado en el que no existía hostilidad entre la carne y el espíritu. Pero el cumplimiento de esta voluntad sólo será posible en la resurrección.
Esta tercera petición se asocia a la bienaventuranza que proclama dichosos a los que lloran (Mt 5, 5), porque si deseamos la vida eterna, al ver que se prolonga nuestro destierro se produce el llanto; también el esfuerzo por cumplir los mandamientos provoca el llanto, porque aunque los preceptos de Dios son dulces para el alma, resultan amargos para la carne; igualmente, la guerra continua entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu es causa de llanto.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy
Esta petición se relaciona con el don de fortaleza de corazón, don necesario para no desfallecer ante las dificultades. Este don hace que nuestro corazón no flaquee por miedo a no alcanzar lo necesario, y nos ayuda a creer firmemente que Dios nos proporciona todo lo que necesitamos.
En las tres peticiones anteriores se piden bienes espirituales que ya comienzan a hacerse realidad en este mundo, aunque de forma incompleta. Con esta petición el Espíritu Santo nos enseña a pedir algunas cosas necesarias para conseguir el perfeccionamiento de la vida presente, y nos muestra al mismo tiempo que Dios se preocupa también de nuestras necesidades temporales.
Con esta petición se nos enseña a evitar cinco pecados nacidos del deseo de las cosas terrenas. El primero de ellos consiste en desear desmesuradamente más de lo que necesitamos. Este deseo demasiado apegado a lo temporal nos aparta de las inquietudes espirituales. En cambio, Cristo, con esta petición nos anima a pedir lo necesario para nuestra vida. El pan de cada día resume todas estas necesidades. El segundo pecado consiste en adueñarse de los bienes de otro. En cambio, Cristo nos enseña a pedir el pan “nuestro” y no el ajeno. El tercer pecado es la ambición desmesurada. En cambio, es la necesidad la que debe regular nuestro deseos. La expresión “de cada día”, entendida como el de un día o el de un cierto tiempo, se opone a este pecado. El cuarto pecado es la voracidad desmesurada, consistente en consumir en un solo día lo que sería suficiente para muchos días. Y el quinto pecado es el de la ingratitud que brota de la soberbia. En cambio, esta cuarta petición es una forma de reconocer que todos nuestros bienes proceden en última instancia de Dios. Esta petición es también una forma de suplicar que nuestras riquezas nos sean útiles, pues si las amontonamos no serán útiles para nosotros. Otro pecado al que se opone esta petición es el de la preocupación excesiva por el mañana, de modo que uno no encuentra jamás sosiego.
Este pan puede entenderse también como el pan del sacramento de la Eucaristía y como el pan de la palabra de Dios. Desde esta interpretación podemos asociar la petición a la bienaventuranza que proclama dichosos a los que tienen hambre y sed de justicia (Mt 5, 6).
Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
Esta petición se asocia al don de consejo, pues tenemos que pedir consejo para salir de la situación de pecado. El Espíritu Santo nos aconseja que pidamos perdón a Dios de nuestros pecados.
Aquí se nos enseña a todos a vivir en la humildad reconociéndonos pecadores; pero también en la esperanza, pues por muy pecadores que seamos, nunca debemos desesperar, porque la desesperación puede arrastrarnos a pecados todavía mayores y nuevos. Por muy pecador que uno sea debe confiar siempre en Dios si se arrepiente seriamente y se convierte. Quien se arrepiente y confiesa sus pecados consigue la misericordia de Dios.
La segunda parte de esta petición pone como requisito para ser perdonados el que también nosotros perdonemos las ofensas que nos ha infligido nuestro prójimo. Si no perdonamos a nuestro prójimo, Dios no nos perdonará a nosotros. Quien no tiene intención de perdonar a su prójimo parece, a primera vista, que miente al rezar esta petición. Pero si tenemos en cuenta que no reza en su propio nombre sino en el de la Iglesia, entonces no miente.
Santo Tomás distingue dos modos de perdonar: uno perfecto, que consiste en que el ofendido va al encuentro del agresor; y otro, que es más común y al que todo el mundo está obligado, que consiste en perdonar a los que nos piden perdón.
Esta petición está relacionada con la bienaventuranza que proclama dichosos a los misericordiosos (Mt 5, 7), pues la misericordia nos lleva a compadecernos de nuestro prójimo.
No nos dejes caer en la tentación
Con esta petición le pedimos a Dios que podamos evitar el pecado, que no nos sobrevenga una tentación que nos haga pecar.
Tentar es poner a prueba nuestra virtud. La tentación puede ser una manera de comprobar hasta qué punto estamos disponibles para hacer el bien. A veces Dios nos tienta para inclinarnos al bien, no para conocer nuestra virtud, sino para que todos la conozcan y la tomen como ejemplo. Pero la tentación puede presentarse a veces como una invitación al mal. En este caso nunca viene de Dios. Quien nos tienta de este modo es nuestra propia carne, el diablo y el mundo.
La carne tienta a veces instigando al mal: haciendo buscar placeres carnales en los que muchas veces hay pecado, porque hacen descuidar la vida del espíritu; tienta igualmente apartándonos del bien, entorpeciendo los bienes del espíritu. Estas enseñanzas se apoyan en las palabras de san Pablo que dicen: “…me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 22-23). Las tentaciones de la carne son muy poderosas porque no hay nada peor que tener al enemigo dentro de casa.
Además de luchar contra la carne, hay que entablar un duro combate contra el diablo o el tentador por antonomasia. En sus tentaciones procede con mucha astucia, estudiando primero los puntos flacos de una persona para tentarle por ahí. Estos puntos débiles son con frecuencia la ira, la soberbia y los otros pecados del espíritu. En su tentación procede en dos etapas: primero engañando; con el fin de desviarnos de los propósitos fundamentales no nos propone de entrada algo evidentemente malo, sino algo aparentemente bueno. Una vez alcanzado este objetivo es más fácil arrastrarnos al pecado. Después de habernos engañado, en una segunda etapa, nos retiene en el pecado, nos amarra de tal forma que no deja que nos levantemos de nuestra postración.
Por su parte, el mundo nos tienta de dos maneras. En primer lugar trata de introducir en nosotros el ansia o el afán desmesurado y excesivo de los bienes temporales; y, en segundo lugar, infundiéndonos el terror por medio de los perseguidores y tiranos.
La oración dominical nos enseña a pedir que no caigamos en la tentación por el consentimiento. Ser tentados es humano, pero caer en la tentación es diabólico.
El texto evangélico dice: “no nos metas en la tentación”. ¿Es que Dios puede meternos en la tentación? En realidad -responde santo Tomás- se dice que Dios nos mete en la tentación en cuanto que la permite, es decir, en cuanto que por los muchos pecados de una persona le retira su gracia, y sin ella cae en el pecado. En cambio, le ayuda a que no caiga en la tentación por medio de la caridad, pues la caridad, por pequeña que sea en una persona, le hace resistir a cualquier pecado, pues como dice el Cantar de los Cantares: “las aguas torrenciales no podrán apagar el amor” (8, 7). Dios nos mantiene también firmes ante la tentación por medio de la iluminación del entendimiento; con esta iluminación nos instruye sobre lo que debemos hacer.
Esta petición se relaciona con el don de entendimiento y con la bienaventuranza que proclama dichosos a los limpios de corazón, porque cuando no consentimos a la tentación conservamos el corazón limpio.
Mas líbranos del mal. Amén
Esta petición se refiere a todos los males, tanto al pecado como a la enfermedad, la aflicción o cualquier contrariedad.
Dios puede librarnos de la aflicción impidiendo que sobrevenga; este modo de proceder ocurre pocas veces, pues con frecuencia los santos son afligidos en este mundo. El mismo Cristo enseñó que el discípulo no es más que su maestro y que si él fue perseguido, por la misma razón lo serían también sus discípulos. De ahí que esta petición se relacione con la bienaventuranza que proclama dichosos a los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5, 10). Sin embargo, a veces Dios concede a algunas personas librarse del dolor porque sabe que son débiles e incapaces de soportarlo.
Dios nos libra también de nuestras aflicciones consolándonos, pues si él mismo no nos consolara, no resistiríamos. Nos libra asimismo concediéndonos tantos bienes que nos hagan olvidar los males. Y, además, convirtiendo las pruebas y tribulaciones en bien.
Santo Tomás relaciona esta petición con la virtud de la paciencia y el don de la sabiduría, así como con la bienaventuranza que proclama dichosos a los que trabajan por la paz. Por medio de la paciencia alcanzamos la paz, tanto en la prosperidad como en las adversidades.
El Amén es la confirmación general de todas las peticiones.
Síntesis final
Esta oración incluye todo lo que hay que desear y todo aquello de lo que debemos huir.
Lo primero que hay que desear es Dios mismo. Por eso comenzamos pidiendo su gloria: “Santificado sea tu nombre”. Luego pedimos tres cosas que nos afectan a nosotros directamente. En primer lugar, cuando decimos “venga a nosotros tu reino”, estamos pidiendo que se nos conceda alcanzar la vida eterna. En segundo lugar, al decir “hágase tu voluntad…”, deseamos cumplir la voluntad de Dios y practicar la justicia. En tercer lugar, al pedir “el pan nuestro de cada día”, estamos pidiendo lo necesario para la vida.
A la consecución de la vida eterna se opone el pecado, por eso suplicamos a Dios diciendo: “perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestro deudores”. A la justicia y a las buenas obras se oponen las tentaciones que intentan apartarnos de ella. Para alejarnos rogamos diciendo: “no nos dejes caer en la tentación”. A las cosas necesarias para la vida se oponen las desgracias y las tribulaciones, por eso, para ahuyentarlas decimos: “mas líbranos del mal”.
[1] Nos referimos al opúsculo conocido como Exposición de la oración dominical o Padrenuestro. Hemos tomado como base la siguiente edición: TOMÁS DE AQUINO, Obras catequéticas. Sobre el credo, Padrenuestro, Avemaría, decálogo y los siete sacramentos (Biblioteca de escritos medievales 2), Ediciones Eunate, Pamplona 1995, pp. 98-128.