Sor Lucia Caram, OP
El presente ciclo de conferencias está en plena sintonía con el Forum ecuménico de mujeres de Europa, que en el año 1988 se proponía descubrir y profundizar en la historia y aportación de las mujeres de nuestro pasado cristiano, con el objetivo de poner de manifiesto el papel decisivo que muchas de ellas han jugado en el desarrollo de la fe cristiana, tanto en el seno de la Iglesia como en la vida de la sociedad a lo largo de los siglos.
Una de estas mujeres relevantes, tanto de la historia de la espiritualidad y la mística cristiana, como en medio de una iglesia y sociedad convulsionada en pleno siglo XIV, es sin duda Catalina de Siena, a quien hoy vamos a acercarnos intentando profundizar en su vida y pensamiento. Su figura resulta particularmente significativa, en una sociedad en la que la mujer va ocupando el lugar que le corresponde y teniendo cierto protagonismo, y en una Iglesia, que dice hacer esfuerzos positivos por reconocer este papel, en el seno de la cual los laicos –Catalina lo fue- comienzan a jugar un papel decisivo, aunque hay que reconocer que aún queda un largo camino por recorrer.
Hablar de Catalina de Siena, la virgen de Fontebranda, es hablar de la Iglesia, y esto no es fácil, porque parece que ésta está en crisis, como lo está también nuestra sociedad, los gobiernos, las instituciones, la familia, el mundo. Y estar en crisis, no es malo, es posiblemente un síntoma de que un estilo y un sistema de vida y de valores, se va desintegrando o va desapareciendo para dar paso a algo nuevo y diferente; algo muy temido por los más conservadores, desconocido para los progresistas, pero para unos y otros desafiante. En una situación como la nuestra, con muchos puntos en común con la de Catalina de Siena, ella tiene mucho que decirnos.
Hablar de Catalina de Siena –decía-, es hablar de la Iglesia, pero no de cualquier manera: Es hablar de la Iglesia con pasión; Iglesia a la que amó, por la que vivió y murió: “Si muero, sabed que muero de pasión por ella”; Iglesia que es, el “Cuerpo místico de Cristo”, o “la Esposa”, que nos acoge como madre, pues nos engendra como al Hijo –Jesús-, pero que también nos duele, porque es parte de nuestra vida. Hablar de la Iglesia en clave cateriniana, es hablar de una Iglesia que no se desentiende de los conflictos temporales, porque le preocupa la persona y su plena realización, pero que está muy lejos de alianzas interesadas y de privilegios temporales; de contubernios políticos y de tráfico de influencias. A este respecto, Juan Pablo II, al declararla doctora de la Iglesia recordó que “la joven sienesa entró con paso seguro y palabras ardientes en el corazón de los problemas eclesiales y sociales de su época”[1]
Pablo VI, al declararla doctora de la Iglesia, dejará claro que “fue una mujer política, pero en el sentido espiritual de la palabra, que ella misma explicará rechazando la acusación de politizante: “Mis paisanos creen que gracias a mí y a las personas que me rodean se hacen tratados; dicen la verdad, pero no saben de qué se trata, y sin embargo, aciertan en sus juicios, porque no pretendo ni quiero que los que me rodean se ocupen si no es de vencer al demonio y arrebatarle el señorío que ha adquirido sobre el hombre por medio del pecado mortal, en extraer el odio del corazón del hombre y en pacificarlo con Cristo crucificado y con su prójimo”.[2]
Estamos ante la mujer que recibió tres reconocimientos solemnes por parte de la Iglesia: el Papa Pío II, compatriota suyo, la canonizó en el año el 29 de junio de 1461; Pablo VI la nombró, junto a Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, título y reconocimiento otorgado, hasta ese momento -el año 1970-, exclusivamente a varones; y finalmente, Juan Pablo II, al entrar en el tercer milenio la declaró Patrona de Europa junto a las santas Brígida de Suecia y Edith Stein-. Todo esto nos está remitiendo, sin duda, a una gigante de la fe, a una mujer con peso específico propio.
Catalina era una mujer analfabeta, pero a impulsos de su experiencia de Dios se convirtió en maestra de espiritualidad, en indiscutible guía almas, en consejera de todo tipo de personas, laicos, nobles, cardenales, obispos, religiosos, y en una eficaz promotora de la paz. Todo esto bajo el signo de su identificación con Jesucristo con quien se sabe desposada, y a impulsos de una pasión incandescente por la Iglesia a la que ama sin mitigaciones ni rebajas, y por la que arde en amores; ella misma se autodefinirá diciendo “mi naturaleza es fuego”, y en virtud de este fuego, habla, predica, ora, se consume, encarnado la perfección de la vida cristiana mixta de la que su hermano en la Orden de Predicadores, Santo Tomás había dicho “es más perfecta la (vida mixta: activa y contemplatiVA) porque es más perfecto arder e iluminar que solo arder o solo iluminar”.
Por qué estudiar a Catalina de Siena hoy
El Padre Timothy Radclife, Maestro de la Orden de Predicadores, con motivo de la proclamación de Catalina como doctora de la Iglesia, dirigió a toda la Orden una carta en la que pone de relieve la actualidad de su mensaje porque “La Europa de Catalina, como nuestro mundo de hoy, estuvo marcada por la violencia y por un futuro incierto... Había un declive de vitalidad en la Iglesia y una pérdida de identidad, así como una crisis en la vida religiosa”[3]. Ella no se resignó ante este sufrimiento y división, sino que se lanzó a la nada fácil tarea de la reforma y pacificación de la Iglesia y la sociedad, y lo hizo porque “la devoraba la urgencia de llevar a todos el amor y la misericordia de Dios”[4], y siendo éste el móvil, es también la clave para restaurar hoy, tal vez desde la refundación, quizás desde la implicación temporal, y seguramente desde las convicciones evangélicas, la misión de la Iglesia y de los cristianos en una sociedad post.moderna de continuos e incesantes cambios.
En un mundo que se debate continuamente entre la guerra y la paz, en el que triunfa, no la justicia, sino la ley del más fuerte, Catalina nos ofrece su pensamiento que es capaz de promover la auténtica paz. Ella luchó por conseguirla. Su consigna o lema en los momentos turbulentos en los que le tocó intervenir, fue expresado por ella así:
“Toma pues tus lágrima, tu sudor, y sácalos, tú y los otros siervos míos, de la fuente de la divina Caridad, y lavad con estas lágrimas la cara de mi esposa. Yo te prometo que por este medio le será restituida su belleza; no con espada, ni con guerras, ni con crueldad reconquistará su hermosura, sino con la paz, la humilde y continua oración, sudores y lágrimas, derramadas con angustioso deseo de mis siervos.
De este modo satisfaré tu deseo de sufrir mucho, extendiendo la luz de vuestra paciencia en la tiniebla de los hombres perversos del mundo. No temáis porque el mundo os persiga. Yo estoy con vosotros y en nada os faltará mi providencia”.[5]
Si la Iglesia no se despreocupa más de su imagen y de sus temores, difícilmente podrá empuñar con eficacia y confianza el arma de la paz y de la oración humilde que nacen de un corazón y una vida apasionada por la causa de Jesucristo, que nada tiene que ver con el poder temporal ni con los privilegios, solapados o descarados.
Catalina nunca sacrificó la verdad o la justicia por una paz fácil o a bajo precio. Recordó, por ejemplo, a los soberanos de Bolonia, que buscar la paz sin la justicia era “como poner bálsamo en una llaga que debía ser cauterizada y quemada con fuego”[6]. Catalina se empeña en la tarea de la paz siguiendo los pasos de Cristo, que hizo la paz entre Dios y los hombres, dando la propia vida, derramando generosamente su sangre. El pacificador, -Catalina lo sabe y lo repite- compartirá el mismo destino que Cristo, sufrirá el rechazo y la persecución, porque el pacificador es “otro Cristo crucificado”. Ante un mundo amenazado por la violencia y la intolerancia étnica, religiosa, tribal, etc., Catalina nos estimula a tener el coraje de asumir el papel de pacificadores, aunque esto traiga consigo la persecución y el rechazo.
Ella supo ponerse a la altura de las circunstancias, como laica y como mujer, desempeñando un papel significativo en la sociedad y en la Iglesia. Ganándose la confianza y el corazón de muchos, que no tardaron en acogerse a su maternidad, formó un ingente grupo de discípulos, que encontraban en ella, perfectamente armonizado la ternura de lo femenino, la intuición de las necesidades de las personas, propias del corazón materno, y la firmeza y radicalidad de la mujer de fe. La llamaban la “mamma”, porque ella lograba engendrar hijos para la VIDA, desde el manantial de la fe que brota generosa del costado de Cristo.
Mujer: Doctora de la Iglesia y co-patrona de Europa
Estamos sin duda en la hora de la mujer. Así quiso indicarlo Juan Pablo II al proclamar a Catalina de Siena junto a Brígida de Suecia y Edith Stein, patronas de Europa; indicando, al comienzo de la Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos y a las puertas del año 2000, que así como Europa gozaba de la protección de tres patronos –varones- que vivieron durante el primer milenio Cristiano – San Benito de Nursia, San Cirilo y San Metodio-, él quería, con esta proclamación solemne integrar al grupo de los santos patronos tres figuras emblemáticas de momentos cruciales del segundo milenio que concluía: “...Tres grandes santas, tres mujeres que, en diversas épocas se han destacado por el amor generoso a la Iglesia de Cristo y por el testimonio dado de su cruz.
Naturalmente, el panorama de la santidad es tan variado y rico que la elección de nuevos patrones celestes podría haberse orientado hacia otras dignísimas figuras que cada época y región pueden ofrecer. No obstante considero particularmente significativa la opción por esta santidad de rostro femenino en el cuadro de la tendencia providencial que, en la Iglesia y en la sociedad de nuestro tiempo, se ha venido afirmando con un reconocimiento cada vez más claro de la dignidad y de la riqueza propias de la mujer.”[7]
A renglón seguido Juan Pablo II explica que “...su santidad se expresó en circunstancias históricas y en el contexto de ámbitos «geográficos» que las hacen particularmente significativas para el Continente europeo”.
Pablo VI, en el año 1970, proclamó a Catalina, doctora de la Iglesia, haciendo justicia a su figura de gigante de la fe y a su irradiación misteriosa. Ella formó una familia espiritual a la que orientó y enriqueció con su doctrina y consejo; pero su influencia y valía fue, a su muerte, expandiéndose rápidamente. Sus obras corrieron de mano en mano por toda Europa, cruzando más tarde el océano. Su figura inspiró con el tiempo la fundación de monasterios, congregaciones y Conventos de la Orden de Predicadores, que la quisieron tener como patrona.
Llegó a ser en el seno de la Orden de Santo Domingo, la encarnación femenina de su proyecto evangélico, de modo que se ha convertido para sus hermanos y hermanas en un referente indiscutible a lo largo de los siglos. El mismo Papa, indicó que el valor de su doctrina residía, más que en su valor apologético, propio de la obra de las grandes lumbreras de la Iglesia antigua de Oriente y occidente, y que en las especulaciones propias de la teología sistemática que ha inmortalizado a los teólogos del medioevo eclesiástico, en su sabiduría infusa y en su asimilación vital de las verdades divinas que resplandecen en sus escritos, como una expresión carismática del don de consejo, de las palabras de sabiduría y de ciencia[8].
Su doctrina acerca de la Iglesia, es la que le ha merecido el título de doctora, porque, a través de un rico simbolismo y de un lenguaje audaz “y atrevido”, devuelve a la eclesiología la dimensión más entrañable y vital. Las imágenes son el vehículo por el que ella, de alguna manera, intenta explicar lo que se le ha dado a gustar y conocer; así, la Iglesia es para Catalina: “Un cuerpo cuya cabeza es Cristo”; “el fruto de la cruz”; “el Cuerpo místico de Cristo”; “La esposa de Cristo”; “una botica y una bodega”; “la viña”; “un jardín”; “la nave de Pedro”; “la madre de nuestra fe”, y un largo etc.
[1] JUAN PABLO II Carta Apostólica, en forma de Motu proprio, Spes aedificandi, 1 de octubre 1999, nº6.
[2] Cfr. PABLO VI, Homilía en la proclamación de Catalina de Siena como Doctora de la Iglesia.
[3] RADCLIFFE, Timothy, Santa Catalina de Siena, Patrona de Europa, Carta a la Orden de Predicadores, Roma, 2000.
[4] Ib.
[5] Ib.
[6] . CATALINA DE SIENA, - Epistolario de Santa Catalina. espíritu y doctrina , edición preparada por José Salvador y Conde, Ed. San Esteban, Salamanca 1982, carta 268.
[7] JUAN PABLO II, Carta Apostólica, en forma de Motu proprio, Spes aedificandi, 1 de octubre 1999, nº2-3.
[8] Cfr. PABLO VI, Homilía en la proclamación de Catalina de Siena como Doctora de la Iglesia.