Antes de su entrada en la Orden Jordán escribió un comentario In Priscianum minoren y “Glosas sobre el Apocalipsis”. De su etapa dominicana se conservan sus cartas dirigidas a los frailes de la Orden, a las monjas del monasterio dominicano de Santa Inés de Bolonia, sobre todo a Diana de Andaló, y a otras religiosas de otras Órdenes. Participó también en la redacción de las Constituciones dominicanas, aunque no es posible determinar qué textos le corresponden. Su obra Orígenes de la Orden de Predicadores posee una importancia capital, pues constituye la fuente principal de la historiografía de santo Domingo. La lectura directa o indirecta de esta obra ha alimentado el fervor de todas las generaciones de dominicos. Según afirma A. Duval, es difícil acceder a santo Domingo si no es a través de la mirada de Jordán de tal forma están unidos estos dos personajes que ambas espiritualidades no pueden separarse[1]. A Jordán le debemos también una Oración a santo Domingo.
Una de las características de su espiritualidad es la alegría. Si esa es una nota de la espiritualidad franciscana, lo es también de la espiritualidad dominicana. Jordán quería que sus frailes se dedicaran en profundidad al estudio, pero quería también que fueran sencillos y alegres. Esa alegría se refleja en las numerosas anécdotas que nos han transmitido sus contemporáneos. Una de ellas cuenta que en 1229 llevaba consigo a Génova una tropa de novicios que acababa de reclutar en una ciudad en la que no había convento de dominicos (Vercelli), y al llegar la tarde se hospedaron en una posada; mientras recitaban las Completas uno de los novicios se puso a reír, y a los otros novicios se les contagió la risa. Uno de los frailes que acompañaban a Jordán se esforzó en reprimirles por medio de signos, pero esto provocó todavía más la risa de los novicios.
Cuando acabaron de rezar las Completas Jordán se dirigió primero al fraile acompañante y le dijo: “Hermano, ¿quién te ha constituido maestro de novicios? ¿Acaso es de vuestra incumbencia el reprenderlos?
Y, volviéndose a los novicios, les habló así:
-Reíd, carísimos; reíd fuertemente y no dejéis de hacerlo por este fraile; yo os doy permiso, pues verdaderamente tenéis motivo suficiente para alegraros y reíros, porque habéis salido de la cárcel del diablo y roto las fuertes cadenas con las que durante muchos años os tuvo atados. Reíd, pues, carísimos; reíd.
Y con estas palabras se les anegó el alma en tanta dulzura, que ya no volvieron a reír tan disolutamente” (Gerardo de Frachet, c. 45, p. 479).
Entre esos novicios había maestros de Universidad. Jordán quería que los frailes recobraran la infancia de corazón de la que habla Jesús en el evangelio. Dado que los Predicadores deben consagrarse al estudio, la sencillez, la alegría y el buen humor deben servirles de contrapeso a la austeridad de la ciencia.
La vida dominicana intenta conjugar la vida de penitencia y de oración propia del monje con la vida intelectual del estudiante. Esto constituye una invención muy audaz que tiene sus peligros, como el del orgullo de la inteligencia o las tentaciones de la fe o la ambición de favores divinos y de estados míticos elevados. Para conducir a sus frailes por el camino recto, Jordán insiste en la sencillez y en la humildad. Ante el riesgo de la monotonía, una vez que se enfría el entusiasmo de los primeros tiempos, Jordán aconseja fortaleza y saber esperar en Dios con un corazón generoso y con la certeza de que él no dejará de venir.
Jordán insistía sobre todo en la caridad mutua y en el celo de la vida fraterna. Previene del peligro que existe en la tendencia de las obras y prácticas personales o del gusto de vivir de espaldas a los demás y en contra de la obediencia conventual. En este sentido escribió lo siguiente a los frailes del convento de Saint-Jacques en la semana de Pascua de 1231: “Jesús no se habría aparecido a los que están separados de la acción común. Santo Tomás no mereció verle porque estaba fuera del Cenáculo: ¿seréis vosotros más santos que este apóstol?… Yo declaro a todo hombre que… prefiere caminar separado de los otros que mientras no tenga más celo por la caridad, no gozará de la presencia de Jesús. Ahora bien, la caridad no busca su propio interés, sino que lo subordina al interés general; la caridad ignora la división; pone su alegría en el gozo de los bienes comunes; ama por encima de todo la unidad. Sin duda, un hombre así podrá experimentar de vez en cuando cierta consolación tan ligera como rara: pero no será favorecido con la plena aparición del Señor si no está en la casa donde se encuentran los otros discípulos…” (carta[2] 56).
Esta separación de la comunidad no está justificada ni para entregarse a oraciones más ardientes, ni a mortificaciones más rudas, ni para elevarse a una vida más perfecta. A Diana de Andaló, que deseaba entregarse a penitencias heroicas, corriendo el riesgo de apartarse de la regla común, Jordán le recomienda permanecer humildemente en la unidad.
En sus cartas a Diana y a otras religiosas encontramos un claro testimonio de su personalidad; en ellas re refleja su intimidad; constituyen igualmente un documento valioso para conocer la doctrina mística alemana del siglo XIII y para conocer la mística de su autor. En ellas Jordán habla desde el corazón. Se expresa como padre y amigo, interesándose por los pequeños detalles de la vida de la comunidad de Santa Inés de Bolonia: por el estudio, la oración, la salud de las monjas y por sus familiares y amigos. Es una lástima que no conozcamos las cartas que le enviaban sus corresponsales.
En esta correspondencia Jordán se revela como un verdadero director espiritual. Según Marguerite Aron, Jordán es ante todo un director espiritual que busca con todas sus fuerzas la salvación de las almas. Como director espiritual utilizó un método propio. Practicó la dirección espiritual colectiva e individual. La dirección colectiva mediante en el gobierno interior de la Orden y la educación de los novicios. La dirección espiritual individual la practicó, entre otras personas, con santa Lutgarda de Aywières[3] (hacia 1185-1246), y sobre todo con Diana de Andaló[4].
La amistad que une a Jordán y a Diana se fundamenta en un ideal común: la búsqueda de la santidad. Este ideal se plasma en un amor a Dios y a Cristo que está dispuesto al sacrificio.
Las cartas a Diana son escritos de ocasión en los que no se pretende hacer una exposición sistemática de teorías espirituales; sin embargo nos proporcionan un cierto número de principios espirituales que permiten construir una doctrina espiritual completa. Jordán comunica a Diana en sus cartas lo más precioso de su propia vida espiritual. Le da consejos llenos de amor y de cordura. Esta doctrina se caracteriza por la espontaneidad y el vigor. Su raíz no puede ser otra que la fe meditada y vivida. Pero se inspiran en la Sagrada Escritura, principalmente en el libro de los Salmos, el evangelio de san Juan y las epístolas paulinas, interpretando sus textos no siempre en su sentido literal o histórico, sino con libertad, incluso a veces forzándolos para adaptarlos a las situaciones concretas por las que atraviesan sus interlocutores.
La recomendación fundamental de Jordán a Diana es la de “habitar en el cielo”, es decir, orientar toda la existencia hacia Dios, refugiarse en él, esperar en él y no buscar otra fuerza fuera de él: “Quienes deseamos llegar a la inmortalidad futura, hemos de conformarnos de algún modo, ya en el presente, con aquella vida venidera, poner nuestros corazones en el poder de Dios y trabajar según nuestras posibilidades para afianzar en el Señor toda nuestra esperanza. De este modo imitaremos en lo posible a Dios en su estabilidad y quietud. Él es un refugio seguro que nunca falla y siempre permanece (carta nº. 9).
Una nota original y plenamente dominicana de la espiritualidad de Jordán consiste en poner de relieve la importancia que tiene la razón. Ésta debe intervenir incluso en el ardor místico de la unión con Dios. Todas las virtudes de la vida religiosa: “la pobreza voluntaria, que es riqueza, la humildad, que es la única que abre los tesoros divinos, ocultos a los soberbios y desvelados a los pequeños, la caridad en fin, su fuente y su coronamiento, sólo adquieren toda su eficacia en el equilibrio de una recta razón. Únicamente «el amor divino no conoce límites»; todo lo humano tiene límites; y toda exageración, incluso en la ascesis, es un vicio”[5]. En sus exhortaciones a Diana, Jordán emplea con frecuencia las palabras: equilibrio, ponderación, prudencia, discreción.
Para Jordán la humilde aceptación del dolor enviado por la Providencia vale más que la falaz embriaguez en la búsqueda de la penitencia. La bienaventuranza se compra por el sufrimiento, y ya desde ahora puede alcanzarse la paz interior: “Cuando el alma ha bebido la cocción amarga de la tribulación, es purificada hasta el fondo, es probada contra todas las astucias del enemigo, es recompensada por la divina consolación de lo alto. ¡Qué buena y deseable es la amargura de la tribulación!; produce la paciencia, escudriña y sacude la conciencia, da entendimiento a los atribulados, se acrecienta en consuelo espiritual y atesora preciosos premios de gozo futuro” (carta nº. 16). Los males de este mundo son pasajeros, pues la vida misma es corta. Este pensamiento ayuda a poner las cosas en su sitio y le da al alma su peso.
Las cartas de Jordán son el reflejo de una mística esponsal, pues en casi todas ellas habla de Cristo como el esposo prometido del alma y del alma como esposa de Cristo. El mismo Jordán se concibe a sí mismo como el amigo del esposo que se alegra cuando escucha su voz, y que sabe que tiene que eclipsarse para que el esposo vaya creciendo. Jordán no trata en absoluto de sustituir al esposo o usurpar su puesto, al contrario, quiere ser fiel a la misión que éste le ha confiado, es decir, a la misión de conducir al alma al encuentro con Cristo.
Como observa M. Aron, “Jordán no es ni quiere ser más que un dócil instrumento de la gracia. Constante y fiel, firme y prudente, jamás es autoritario. Director de conciencia, Jordán ha tenido, en toda su amplitud y su delicadeza, el sentido católico de la omnipotencia e infinita libertad de Dios y de la libertad sobrenatural de las almas con respecto a Dios”[6] (p. 362). Su humildad le impedía atribuirse como director, una autoridad humana. A una joven desconocida le escribió así: Tú me amas totalmente, porque piensas que recibiste por medio de mí la palabra de salvación y el don de tu conversión. En cambio yo creo que el Espíritu Santo había fecundado tu alma antes de nuestro encuentro…” (carta nº. 55). A Diana viene a decirle que no tiene necesidad de él puesto que tiene a Dios quien le habla más dulcemente y más salvíficamente. “Querida hija: ¿Por qué te escribiré pobres cartitas para tratar de consolar tu corazón cuando muy cerca de ti pueden encontrar un consuelo mucho mejor leyendo ese libro que tienes siempre delante de los ojos de tu alma, ese libro de la Ley inmaculada? Inmaculada porque sólo ella quita las manchas, sólo ella es caridad, y la encontrarás escrita con una maravillosa belleza cuando contemples a Jesús, tu Salvador, extendido en la Cruz como un pergamino sobre el que ha escrito con sus heridas e ilustrado con su generosa sangre” (carta nº. 15).
En conclusión podemos decir con A. Walz, O.P. que el epistolario del beato Jordán de Sajonia constituye uno de los documentos literarios de la espiritualidad dominicana más antiguos donde podemos apreciar una espiritualidad mística encaminada a unión íntima con Dios[7].
Manuel Ángel Martínez, O.P.
[1] Art. “Jourdain de Saxe (bienheureux)”, Dictionnaire de Spiritualité, t. 8, Paris 1974, c.1419.
[2] Citamos las cartas según la numeración que se encuentra en la edición española de A. DEL CURA, Cartas a Diana y a otras religiosas, Editorial OPE, Caleruela 1984.
[3] Santa Lutgarda fue primero benedictina y luego cisterciense. Su biografía fue escrita por el dominico Tomás de Cantimpré.
[4] Cf. M. Aron, Un animateur de la jeunesse au XIII siècle, Paris-Bruges 1930, p. 344.
[5] ID., p. 359.
[6] ID., p. 362.
[7] Cf. “El epistolario espiritual del beato Jordán de Sajonia”, Teología espiritual 6 (1962) 272-273.