Domingo «sacerdote santísimo de Dios»
Con la expresión «sacerdote santísimo de Dios» comienza el beato Jordán de Sajonia la oración que compuso a Santo Domingo. Oración en la que manifiesta el amor y el conocimiento de la persona y santidad de su padre y maestro.
El sacerdocio es el eje y el centro en torno al cual gira toda la vida de Domingo; es la gran vocación de su vida. Confiere a Domingo el don más excelso y maravilloso, el don por excelencia, «la más divina de las obras divinas que es la salvación de las almas» (Dionisio). Es decir, la sed de la salvación de los hombres, el deseo y el celo por llevar a los hombres a Cristo. Éste fue el anhelo ferviente de su alma y de toda su vida.
Desde niño orientó su vida al sacerdocio de manera suave y como algo natural en él, sin ninguna violencia. Sus padres le enviaron con su tío arcipreste a Gumiel de Izán; después realizó sus estudios de arte y teología en Palencia; luego hizo su profesión religiosa en el cabildo de canónigos regulares de Osma y fue ordenado sacerdote de Jesucristo para toda su vida.
Por su ordenación fue constituido ministro de Dios y dispensador de los tesoros divinos (1Co 4, 1). Tesoros que Domingo va a dar con abundancia y que le fueron otorgados en la ordenación sacerdotal: La Palabra de Dios, que Domingo comunica con abundancia, como otro Verbo en su predicación, en todos los lugares, incansablemente. Y la donación del «Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía». Se hizo dispensador de los misterios de Dios a los hombres. Colaboró apasionadamente en la salvación de las almas, la más divina de las obras. Esta será su obra, su quehacer, su dedicación, su entrega, su vida. Y cuando funde su Orden de Predicadores, ésta será su finalidad. Así lo expresa el prólogo de las primeras constituciones: «nuestra orden desde el principio fue instituida especialmente para la salvación de las almas y que con todo esmero nuestro empeño debe dirigirse principalmente y con todo ardor a que podamos ser útiles a las almas de los prójimos»(Const. Primitivas, Prólogo).
El verdadero celo es un efecto del amor
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define el celo como el «impulso íntimo que promueve las buenas obras», y también como el «amor extremado y eficaz a la gloria de Dios y al bien de las almas». Por su parte, el Diccionario de Autoridades lo define como «el cuidado y vigilante empeño de la observancia de las leyes y cumplimiento de las obligaciones en común o en particular». Y añade lo siguiente: «Se toma también por el afectuoso y vigilante cuidado de la gloria de Dios o de las almas, y se extiende al del aumento y bien de otras cosas o personas». Así pues, todo ello nos lleva a concluir que el celo es «esencialmente la tristeza suscitada en el alma que ama por lo que se opone al amor».
El celo sigue al amor. El amor es la esencia del celo. Salta a la vista con poco que nos fijemos en las definiciones que hemos expuesto. Ahora bien, hay una doble clase de amor: el amor que llamamos de concupiscencia, por el que el alma siente tristeza porque se opone a la consecución, posesión o fruición o gozo de su propio bien. Este celo no es otro que el de la envidia; el otro amor es el de benevolencia. En éste el que ama se entristece no por lo que se opone al propio bien, sino por lo que se opone al bien del que se ama, al bien del amigo (S.T, II-II 28, 4).
El celo no es otra cosa que el efecto del amor. Y, por tanto, todo amor produce o engendra celo. Y puesto que el efecto es proporcionado a la causa que lo produce, se sigue que el celo tiene una exacta correspondencia con su causa. Y como nace del amor, enriquece al mismo amor, tanto si queda escondido en la vida interior, como si se proyecta en la vida del apostolado.
Ahora bien, la vida cristiana no es otra cosa que amor de benevolencia del hombre para con Dios y su prójimo. De ahí que la caridad nos conduce a amar a Dios sobre todas las cosas y, por tanto, a desear, buscar, y procurar su gloria y, al mismo tiempo, a buscar el bien de las almas, es decir, la eterna salvación de los hombres. Así, pues, el objeto del celo cristiano es todo lo que se opone al honor de Dios y la salvación eterna del prójimo.
Como hemos dicho, el celo es proporcionado al amor; pero no sólo en cuanto a su naturaleza, sino también en cuando a la intensidad. Vemos que en sí misma la palabra celo nos está indicando su misma intensidad en el amor, por lo que podemos concluir que si definimos el celo definido por su causa, no es más que amor ferviente, intenso, apasionado. El celo es al amor, lo que el calor es a la llama. Así, cuanto más amor hay, tanto más ardiente y vivo es el celo. El profeta Elías ardía en celo de Dios, por eso exclamaba: «He sentido vivo celo de Yavé, Dios Sebaot» (1R 19, 14). Y es que el amor pertenece tanto al bien que se desea y se quiere conseguir, como a impedir la consecución del odio y del mal.
Es claro que la caridad es una cualidad espiritual y sobrenatural. Al celo le basta y le sobra con la caridad y amor verdadero. De manera que podemos decir que donde está la caridad verdadera no le falta nada al celo. Igual que donde hay un gran fuego ardiendo nada necesita ya para que se produzca un gran calor. De donde se sigue que cuanto más encendido sea el celo, tanto más pura es la llama del amor. Con lo cual el celo es más valioso y meritorio si no se inspira y sostiene en realidades sensibles.
El celo surge cuando se dan estas dos realidades que le son totalmente necesarias: «El amor a Dios que es el Amor, y saber que el Amor no es amado». Ahora bien, estas dos premisas no se pueden separar, son complementarias, no se dan la una sin la otra. Y esto sencillamente porque los motivos por los que se enciende el amor, son los motivos del celo, y se convierte en tristeza cuando contempla que el Amor no es amado.
El amor de Domingo al Amor suscita su celo
Dios merece ser amado infinitamente sobre todas las cosas. Domingo se entrega totalmente a amar al Amor. Por ese amor abandona todo: padres, hermanos, familia, posición social. Escoge la vocación sacerdotal para poder servirle total y plenamente. Por ese mismo amor se entrega con toda su pasión a llevar a las almas a Cristo. Por la salvación de las almas se consume y desgasta su vida. Guillermo Peyronnet, decía que «el bienaventurado Domingo tenía una sed ardentísima de la salvación de las almas; era amante en grado sumo de las almas y ferviente en la predicación». Por la gloria de Dios y la salvación de los hombres se sacrificaba hasta el extremo, sufría humillaciones de su enemigos, castigaba su cuerpo, lloraba por los pecadores, buscaba a los que se han alejado de la Iglesia para llevarlos a su redil, oraba incansablemente para encontrarse con Dios y para darse al prójimo. De él se dice que dedicaba «la noche para Dios, el día para el prójimo». Domingo está abrasado de amor a Dios, de la caridad de Cristo. Todo lo había aprendido en el libro de la caridad. Cuando un estudiante, asombrado por su predicación, le preguntó en qué libros estudiaba, Domingo le respondió diciendo: «Hijo, estudio más que en ningún otro, en el libro de la caridad, porque éste lo enseña todo».
Domingo siente tristeza y compunción porque Dios, que es el Amor, no es amado. El Amor es ultrajado, ofendido y despreciado. Domingo ama al Amor. Por los que no aman al Amor, ora, sufre, se entrega a interminables vigilias y castiga su cuerpo, flagelándose cada día: «una por sí mismo, otra por los pecadores, otra por los condenados en el infierno». Del amor profundo al Amor brota el deseo, la sed, el celo por las almas. Quiere llevar a todos a Cristo. «Celoso de toda alma perdida y apasionado por todo lo divino, a menudo pasa las noches en oración» (Ferrando, Narración de Santo Domingo, nº 1). Quiere que nadie se condene. Así, desde lo más hondo de su corazón suplica a Dios constantemente para que le infunda la verdadera caridad que le lleve a darse y entregarse al bien y a la salvación de todos. «Hacía frecuentemente una súplica especial: que se dignara concederle la verdadera y eficaz caridad, para cuidar con interés y velar por la salvación de los hombres. Pensaba que sólo comenzaría a ser de verdad miembro de Cristo, cuando pusiera todo su empeño en desgastarse para ganar almas» (Beato Jordán, Orígenes de la Orden, nº 13).
La ordenación sacerdotal le había conferido la misión sagrada de llevar las almas a Cristo, de colaborar en la salvación de los hombres. Se sentía apóstol de Cristo, miembro de su Iglesia, y quería gastarse y desgastarse para cumplir la misión y la vocación a la que había sido llamado. Domingo ama al Amor y con ese mismo amor ama a los hombres que son amados de Dios y son hijos suyos.
Domingo arde en celo por la salvación de las almas
Domingo ama ardientemente a Dios y a su Hijo Jesucristo con todo su corazón, con toda su alma, con toda su fuerza. Ama lo que Dios ama y busca lo que Dios busca. Quiere lo que Dios quiere y la voluntad de Dios es su voluntad. El querer de Dios es «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Para eso envió a su Hijo amado. Y puesto que esa es la voluntad de Dios, esa es también la voluntad y el querer de Domingo.
Del amor total a Dios y de su querer brota en Domingo la sed, el ansia, el anhelo y el celo por la salvación de las almas. Su celo no es otro que el bien de las almas. «Tenía los celos de los demás, los celos de Cristo» (Beato Jordán); los celos del apóstol Pablo deshaciéndose y desviviéndose por sus comunidades y desgastándose para llevar a los gentiles la salvación de Jesucristo. Domingo lo hace sin ningún interés propio, sólo llevado por el deseo ardiente de servir a Dios y a su Hijo, llevando a los hombres a la salvación traída por Cristo. Domingo quiere ganar cuantas más almas mejor y hace todo cuanto puede para conseguirlo. Bellamente dice San Gregorio Magno: «El que en esta vida busca todavía las cosas propias, aún no ha llegado a la viña del Señor. Pues sólo trabajan para el Señor los que no buscan su propia utilidad sino la de su amor, que sirven con el celo de la caridad y el deseo de adelantar en la virtud, que procuran ganar almas para Dios y hacen cuanto está de su parte para llevar a otros consigo a la viña» (Hom. 19, sobre los Evangelios). Todo un programa de vida que Domingo puso en práctica.
Domingo no vive aislado de los hombres. No es un solitario. Vive y participa de su vida y de las realidades cotidianas. Sabe de sus angustias y necesidades como de sus bonanzas y alegrías. Conoce sus necesidades materiales y espirituales. Las dos son importantes y trata de remediarlas cuanto puede. Una en particular, sin embargo, es más urgente y necesaria: la que atañe a su salvación.
¡La salvación de los hombres! Ésta es la experiencia de Domingo en su propia patria donde abundan judíos y musulmanes; ésta es la que capta en sus viajes por tierras de Europa donde naciones enteras no conocen a Cristo. Lo comprueba en tantos corazones endurecidos. Y lo experimenta en su paso por las tierras del sur de Francia, el Langedoc. Todo ello le lleva a sentir la urgencia de su entrega y dedicación plena para servir a Cristo, a su Iglesia y a los hombres sus hermanos.
Domingo conoció la herejía cátara y albigense cuando entró en contacto por primera vez con los habitantes de este país, y se conmovió en lo más profundo de su ser, y se llenó de compasión por las almas que se pierden. El beato Jordán de Sajonia expresa este hecho con las siguientes palabras: «Cuando advirtió que los habitantes de aquel país habían caído en la herejía, se llenó de gran compasión su pecho misericordioso, considerando las innumerables almas que vivían miserablemente engañadas» (nº 26). Este impacto hizo nacer en Domingo el deseo ardiente de quedarse con ellos y entre ellos, y tratar de sacar a aquellas almas de la herejía y llevarlas al redil de Cristo y su Iglesia. Sintió arder su corazón en amor hacia ellas, y decidió consagrarse y entregarse totalmente a la tarea de su salvación. Éste fue el objeto principal de su vida y de su vocación: la salvación de las almas. No es extraño, pues, que todos los que le conocieron y fueron testigos de su apostolado resalten su sed y celo, su entrega total al bien de las almas. El beato Jordán lo expresa de esta manera: «Se consagraba con todas sus fuerzas y ardiente celo a conquistar para Cristo el mayor número de almas, todas las que podía y en su corazón tenía una ambición sorprendente, casi increíble de la salvación de los hombres» (nº 25). Nadie puede expresar mejor los sentimientos de Domingo. ¡Ambición sorprendente! ¡Casi increíble! ¡Cómo siente Domingo el bien de la salvación de las almas! No se quedó indiferente ante nada de lo que ocurría a su alrededor. Domingo tiene un corazón generoso y compasivo y quiere corresponder a la vocación recibida de Dios. Sólo para eso había abrazado la vocación sacerdotal: para ayudar a los hombres con la gracia de Dios a retornar al redil de Cristo y de su Iglesia.
¡Salvar las almas! Ésta será la obsesión de Domingo durante toda su vida. Nos lo repiten una y otra vez los que conocieron o compartieron su vida y su apostolado. No podía ser de otro modo. En el proceso de su canonización de Tolosa Guillermo Peyronnet, abad de San Pablo de Narbona, declaró que «Domingo tenía una sed ardentísima de la salvación de las almas; era amante en grado sumo de la salvación de las almas» (nº 18). ¡Qué bien conocía a Domingo y su vocación a la que se entregaba con ardor! Y Poncio, abad cisterciense de Boulbonne dice que «sabe que fue celoso de la salvación de las almas» (nº 3). Y lo corrobora Bernardo de Baulhanis, diciendo «que el bienaventurado Domingo era celoso de la salvación de las almas, ferviente en la plegaria y la predicación» (nº 13). Lo mismo declaran otros. Pero no podían faltar los testimonios de sus hijos en el proceso de Bolonia. Sin querer transcribir todos, sí queremos indicar alguno. Así, Fr. Ventura de Verona atestigua «que era tan grande el celo por la salvación de las almas, que hacía llegar su caridad y compasión no sólo a los frailes, sino también a los infieles y a los condenados en el infierno, llorando mucho por ellos». Y Fr. Frugerio Pennesse certifica «que era celoso de la salvación de las almas». Por su parte, Pablo de Venecia dice que «anhelaba mucho la salvación de las almas, tanto de los fieles como de los infieles». La salvación de las almas y su celo por ellas era su dedicación plena. Pero primero Domingo «habla con Dios» para después «hablar de Dios».
Domingo se entregó a Dios totalmente. No se pertenecía a sí mismo, era de Dios. San Juan de la Cruz dirá: «El corazón del que ama ya no es suyo, es del Amado» (Cántico Espiritual 9, 2). Y cuando habla de Dios, no puede dejar de hablar de lo que es el querer de Dios: la salvación de los hombres. Por eso, cuando va de camino con sus compañeros su conversación es la salvación de las almas. Así lo manifestó Fr. Rodolfo, diciendo «que en casa y de viaje quería siempre hablar de Dios o de la salvación de las almas. Dijo que sabía todo lo predicho porque trataba con él de día y de noche, y le veía y escuchaba hacer o decir lo predicho». ¡Cómo no hablar de lo que llevaba en su corazón! ¡Cómo no comunicar el tesoro que escondía en su alma! De la abundancia del corazón hablaba su boca. Y ese era su tesoro: Dios y los hombres.
Sus hijas, las mojas dominicas, sabían mucho de la entrega y pasión de su santo padre a la salvación de las almas. Lo sabían por su propia experiencia. Domingo instruye a sus hijas, las orienta y está atento a sus necesidades, materiales y espirituales. Ellas conocían su preocupación y desvelos por el prójimo. La beata Sor Cecilia dice de él que «era costumbre de este Padre venerable dedicar todo el día a ganar almas, sea por medio de la predicación, o entregándose al ejercicio de otras obras de caridad». Todo el día dedica Domingo a ganar almas. ¡Increíble!
Domingo vivió plenamente lo que siglos más tarde nos recordará el concilio Vaticano II cuando dice: «La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres. Por tanto el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje de Cristo y a comunicar su gracia». San Ignacio de Antioquía decía que: «Un cristiano no es dueño de sí mismo, sino que está entregado al servicio de Dios» (Epístola a San Policarpo). Y así Domingo se entregaba totalmente al servicio de Dios: entregaba toda su persona, su corazón, su voz, su palabra, sus manos y sus pies con los que recorre los caminos en busca de las almas. Y por ellas ofrece sus sacrificios, sus vigilias, sus disciplinas, sus desvelos y la oración intensa ante Cristo crucificado. Y todo porque es un loco apasionado de Cristo y de los hombres. San Gregorio Magno decía que «también puede ocurrir que no tengan pan que dar de limosna; pero el que tenga lengua, tiene algo más que dar, pues alimentar con el sustento de la palabra el alma, que ha de vivir para siempre, es más que saciar con pan terreno el estómago que ha de morir». Domingo preocupado de las necesidades del hombre, tanto de su cuerpo como de su alma, trató de remediarlas cuanto pudo: el cuerpo con pan material, el alma con pan espiritual. Domingo llamado a la misión de anunciar la Buena Nueva por la predicación dio con abundancia su palabra abrasadora. Y consciente de la necesidad de la predicación se entrega a ella en todo su apostolado. Su palabra fue para Domingo una herramienta poderosa iluminada con la gracia de Cristo. Esa «urgencia de la predicación» que sentía Domingo nos la transmite Fr. Ventura de Verona cuando dice que era tan grande el celo por la salvación de las almas que deseaba ir a predicar a tierras paganas. Domingo desgasta su vida en bien de las almas, como Cristo, como los apóstoles. Así lo veía Guillermo de Monferrato cuando atestigua que «era más celador del género humano que otro cualquiera que hubiese visto». ¡Celador!, ¡qué palabra! Lo dice todo.
El celo de Domingo por la salvación de los alejados y pecadores
Domingo tiene y siente un amor especial por todos aquellos que se han apartado de la vida de la gracia que un día recibieron, y que no viven ya como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, y pueden perderse, pueden quedar excluidos del bien más grande que el hombre puede tener: el encuentro con el Padre, la felicidad eterna. Porque Domingo ama al prójimo en Dios, y no quiere que se pierdan, brota en su corazón el celo que le lleva a amar y a hacer todo por ellos. ¡Qué no hará Domingo para devolverlos a la vida divina!
De ese celo de Domingo, de esa sed y anhelo de salvación de los pecadores nos han dejado sus testimonios tanto los testigos de Tolosa como los de Bolonia. Son verdaderamente esclarecedores para comprende lo que Domingo siente por ellos, hasta dónde puede llegar. Así Poncio, Abad de Boulbona, declara que «los pecados de los demás le atormentaban de tal manera que de él se podría decir lo que del Apóstol: ¿quién desfallece que no desfallezca?». Asimismo Guillermo Peyronnet nos habla del clamor de Domingo en la oración pidiendo y llorando por los pecados del pueblo. Testifica con este estremecedor relato: «que cuando estaba orando era tal su clamor, que se oía por todas partes. Decía a gritos: Señor, ten misericordia de tu pueblo; ¿qué será de los pecadores? Y así pasaba la noche insomne, llorando y gimiendo por los pecados de los demás».
De esta manera, por el celo que le devora las entrañas, pasa las noches enteras entregado a la oración, gimiendo y llorando por los pecados de los hombres. Y, seguro con esa confianza que le daba el trato con Dios en la oración, salía a su encuentro. Liberado como estaba por la pobreza totalmente asumida, y con la mortificación y el sacrificio que le llena de gozo y alegría, porque lo hace por Cristo, aborda con amor al prójimo. El beato Jordán de Sajonia nos habla del don que el Señor había otorgado a Domingo para interceder por los pecadores: «El Señor le había dado la gracia especial de llorar por los pecadores, por los necesitados, por los angustiados. Celoso de toda alma perdida y apasionado por todo lo divino, a menudo pasaba las noches en oración. Mientras oraba frecuentemente le hacia surgir la convulsión de su corazón, no pudiendo contener su llanto que podía oírse desde lejos».
Dios sale al encuentro del hombre en su Hijo Jesús, y en Jesús nos revela todo su amor y lo que es estar separado de Él por el pecado. Domingo es un enamorado apasionado de Cristo. Cuando va de camino con sus compañeros les dice que han de pensar en Jesús: «Caminad, pensemos en nuestro Salvador» (Fr. Pablo de Venecia). Por Cristo se enciende la llama de su celo. Domingo medita y contempla sus misterios, su vida, su pasión y muerte, su resurrección y gloria. Y en su alma amante, el dolor, la angustia que le consume, el desdén de los pecados, levantan llamas ardentísimas de celo y sed de salvar sus almas. Así puede escribir el beato Jordán a los Frailes de la Provincia de Lombardía: «Fue constante en la oración, el primero en la compasión, ferviente hasta las lágrimas, por causa de su Hijo, es decir, por el celo que le devoraba por procurar el bien de las almas… se estimaba en poco, era austero para consigo mismo: tenía los celos de los demás, los celos de Cristo». En estas palabras tenemos un verdadero retrato del alma de Domingo. La oración, la compasión, las lágrimas, el celo, el deseo, la sed y anhelos por la salvación de las almas, su humildad y austeridad. Todo ello por amor a Dios, a Cristo y a los hermanos. Llevaba Domingo en su corazón el celo de Cristo para el bien de las almas.
Cristo entregó su vida y derramó su sangre para la salvación de los hombres. Su vida y su sangre son el rescate de nuestra salvación, el precio de su amor. Ahora bien, «la gloria de Dios y la salvación de las almas son una misma cosa». La gloria de Dios y la salvación de las almas es la búsqueda continúa de Domingo. Es el único objetivo de su vida. Jordán de Sajonia en la oración a santo Domingo dice: «Fue inflamado por el celo de Dios y por el fuego que viene de lo alto, por tu gran amor e intenso fervor de espíritu, te entregaste a ti mismo enteramente… Tú que con tanto celo deseaste la salvación del género humano».
El celo de Domingo por los herejes
Por los que se han apartado de la fe de la Iglesia siente Domingo un amor y celo preferente. Siente Domingo vivamente la división de la Iglesia de Cristo. Es la Iglesia del sur de Francia que Domingo contempló y descubrió en su viaje a través de Europa hacia las Marcas: una Iglesia dividida, hombres y mujeres que se separan de ella, la herejía albigense y cátara incrustada, el desprecio hacia los católicos y sus ministros. Domingo lo siente en sus entrañas. Él es un hombre de iglesia. Es sacerdote de Cristo. Decide quedarse allí, desgastar su vida en esa Iglesia necesitada, volcarse para llevar a Cristo a los que se han apartado y separado de ella. Y para ello tiene que trabajar y entregar su vida como lo hizo Cristo. El beato Jordán decía que Domingo «pensaba que sólo comenzaría a ser de verdad miembro de Cristo, cuando pusiera todo su empeño en desgastarse para ganar almas».
Con ese deseo ardiente de su corazón salió en busca de los descarriados. Es el amor el que le impele acercarse a ellos. Es curioso que los testigos emplean el verbo «buscar». En su celo por su salvación Domingo los busca para atraerlos al redil de la Iglesia de Cristo. Ese es el único motivo y el único interés. Y lo hace con verdadero amor y respeto, convenciendo. Así los que declaran sobre todo en el proceso de Tolosa nos han dejado lo que ellos vieron y vivieron del apostolado de Domingo. Así testifica Poncio, abad de Boulbonne: «Buscó con empeño a los herejes». Y Arnaldo de Grampagna atestigua «que Don Domingo no daba descanso a los herejes y les refutaba tanto de palabra, como con su vida ejemplar». Bernardo de Baulhanis declara que Domingo era «celoso de la salvación de las almas, ferviente en la plegaria y en la predicación, buscador diligente de los herejes». Y Guillermo Peyronnet dice «que fue en busca de los herejes y se oponía a ellos cuanto podía predicándoles y manteniendo controversias con ellos».
Domingo busca anhelante las almas; como Cristo, como Pablo. Su celo por ellas le hace salir a su encuentro y buscar allá donde se hallen. A Domingo no le faltaba el fuego del amor a Dios y a su Hijo. No se le pueden aplicar las palabras de santa Teresa de Jesús que dirigía a ciertos predicadores: «tienen mucho seso los que predican. No están sin él, con el gran fuego de amor de Dios, como lo estaban los apóstoles, y así calienta poco esta llama» (Vida 16, 7). Domingo lleva el fuego de Cristo en su corazón y quiere que arda.
El celo de Domingo por las almas no tiene fronteras
Domingo siente que los hombres se apartan de Cristo, que desprecian su amor, ignoran el valor infinito de su sangre derramada. Y como alma que ama ardientemente, siente el deseo, la sed y el celo de recuperarlos. También a los que no conocen ni han oído hablar de Cristo hay que conquistarlos, hay que salvar sus almas. Todo hombre es hijo de Dios. Por todos Cristo ha dado su vida y derramado su preciosa sangre. Por eso, Domingo extiende su sed de salvación a todos sin fronteras ni condición.
Domingo lleva a todos en su corazón; todos tienen cabida en su inmensa caridad. Su deseo es que todos se salven, sea quien sea. Fr. Rodolfo afirma «que deseaba la salvación de las almas, tanto de los cristianos como de los sarracenos, y especialmente de los cumanos y otros; y era más celador de las almas que cualquier hombre que vio jamás. Y con frecuencia decía que anhelaba ir a tierras de cumanos y a otros lugares de gentes infieles». Su celo por las almas, pues, le lleva a desear ir a los países más apartados donde no conocen a Cristo. Ir detrás de las almas, buscarlas para llevarles el mensaje de la salvación, la Buena Noticia de Cristo. Hay que predicarles a Cristo y ganarlas y conquistarlas para su Iglesia. Así le habían oído y escuchado a Domingo. Y así lo manifiesta Fr. Pablo de Venecia: «Deseaba mucho la salvación de todas las almas, tanto de los fieles como de los infieles. Y muchas veces había dicho al testigo: después que establezcamos y surtamos de lo necesario a nuestra Orden iremos a tierras de cumanos y les predicaremos la fe de Cristo y les conquistaremos para el Señor». Si Cristo ha entregado su vida por amor a nosotros, para nuestra salvación, y las almas se pierden, será un fracaso, una derrota de su amor. Domingo hizo de su vida un programa, un ideal y una vocación a la que se entregó: salvar las almas de los hombres.
Domingo en su celo por las almas usa métodos exclusivamente evangélicos
La caridad que brota del alma de Domingo y le impulsa el ardiente celo de las almas, es la que describe por San Pablo cuando dice que «la caridad es paciente, la caridad es benigna… no presume ni se engríe; no es indecorosa, ni busca su interés; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia sino que se goza en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13, 4-7). Domingo aprende esta caridad de su Maestro, de Cristo, a quien imita con todo su empeño. Cristo que no impone su mensaje, y frena los ímpetus de los hijos del Zebedeo, los hijos del trueno, que quieren enviar fuego sobre los que no les han recibido (Lc 9, 54). Cristo, que es el príncipe de la paz, no vino a apagar la mecha humeante ni quebró la caña cascada (Is 42, 3; Mt 12, 20).
El celo impulsado por la caridad no es intolerante, ni nace de la ciega obstinación, ni puede conducir a alguna forma de fanatismo. El celo de Domingo tiene en la caridad su fuente y su origen. Para llevar las almas a Cristo Domingo jamás utiliza ningún método que no sea puramente evangélico. Usa en su acción apostólica todas las fuentes de luz con las que puede penetrar en el designio divino. Para Domingo el Evangelio, por ser una verdad espiritual, tiene que proponerse por métodos espirituales. Así lo hicieron los apóstoles, tanto entre los fieles como entre los infieles. Y Domingo lo introduce sin ruido en la sociedad medieval. Para Domingo el predicador, dedicado a llevar la Buena Nueva de la salvación a los hombres, ha de ser un hombre espiritual, con la autoridad que le confiere la Iglesia, con la ciencia del Evangelio, imitando a los apóstoles. Así Domingo lo manda a sus seguidores.
Conocemos los métodos que Domingo utilizaba en su apostolado evangélico. Nos lo han transmitido los espectadores de su vida y de su ministerio apostólico, de manera especial los muchos testigos que certifican en su proceso de canonización y nos narran su incansable actividad apostólica, su sed, su ansía, su anhelo y su celo por conquistar a los hombres para Cristo y su Iglesia. Así, los mismos testigos, sobre todo los de Tolosa, donde ejerció su apostolado más tiempo entre los herejes, nos dicen cómo Domingo buscaba a éstos y a los pecadores y a los alejados. Sus únicos métodos fueron exclusivamente estos: la predicación, las controversias y disputas con los herejes y el testimonio de su vida personal.
La palabra, la predicación y el encuentro con los herejes en las disputas y el buen ejemplo de la vida de Domingo constituyen las armas con que se enfrenta para ganarlos a la causa del Evangelio. Guillermo Peyronnet, testifica «que fue en busca de los herejes, y se oponía a ellos cuanto podía, predicándoles y manteniendo controversias con ellos. A los que contrariaba con su predicación, con sus disputas y con todos los medios a su alcance». Y el maestro Bernardo de Baulhanie, declara «que el bienaventurado Domingo era celoso de la salvación de las almas, ferviente en la plegaria y en la predicación, buscador diligente de los herejes». Domingo salía al encuentro de las almas para atraerlas a la fe con mucha oración, oración profunda y contemplativa, realizada en el encuentro íntimo con Dios delante del crucifijo; y con muchas vigilias, penitencias, sacrificios, con una vida personal cargada de virtudes, imitando a Cristo. Nadie podía echarle en cara no ser fiel cumplidor y seguidor de Cristo. Domingo predicaba desde su propia experiencia y llega al corazón de sus oyentes. Juan de España destaca igualmente los métodos de Domingo señalando «que atacaba y refutaba sus errores en sus disputas y predicación»; pero siempre con verdadera caridad. El mismo Juan de España nos habla del amor y caridad con que se enfrenta a los que desea ardientemente atraer a la causa de Cristo y de su Iglesia. Merece la pena que oigamos todo su testimonio: «Dijo también que se mostraba amable con todos, ricos y pobres, judíos y gentiles, de los que hay muchos en España; advirtió que era amado de todos, a excepción de los herejes y de los enemigos de la Iglesia a los que atacaba y refutaba sus errores en sus disputas y predicación; sin embargo, les exhortaba y advertía caritativamente para que se arrepintieran y volvieran a la fe». Ante todo y sobre todo la caridad. Domingo tenía mucho amor. Y de lo que tenía daba. Por eso, a los herejes que desea atraerlos a la fe «les exhortaba y advertía caritativamente». Y no de otra manera. Y esto porque es el amor y la caridad divina el que envolvía todo su apostolado. Su celo se lo dictaba la luz que ilumina su vida, que no era otra que el seguimiento de Cristo y su amor por el. Era su fe, la prudencia y la iluminación del Espíritu Santo, con sus dones de sabiduría y consejo.
Esta fue la forma de actuar de Domingo a lo largo de toda su vida, desde el principio de su apostolado hasta su último suspiro. Así nos consta por los testimonios de sus biógrafos y de los testigos de su canonización. El beato Jordán cuenta cómo Domingo se enfrentó dialécticamente con el hospedero de la posada, pasado a la herejía, la misma noche que puso su pie en tierras albigenses: «En la misma noche en que fueron alojados en la mencionada ciudad (Toulouse) el subprior mantuvo con calor y firmeza una larga disputa con el hospedero de la casa que era hereje: No pudiendo aquel hombre resistir la sabiduría y el espíritu con que hablaba (Hch 6, 10) le recuperó para la fe, con la ayuda del Espíritu divino». Aquel hombre no pudo resistir la fuerza de gracia que salía del corazón de Domingo, como tampoco pudieron hacerlo tantos otros que se cruzaron en su camino. Era la fuerza de su palabra abrasada por el fuego de su caridad.
Domingo transmitió a sus frailes la tónica y su proceder evangélico en su apostolado. No podía ser de otro modo. En la Vida de los Hermanos, de Gerardo de Frachet, se nos transmite cómo pensaba Domingo, y cómo se había de obrar para atraer a los herejes: «Los herejes se han de convencer más con la humildad y otros ejemplos de virtudes que con las apariencias exteriores y argumentos de palabras. Armémonos, pues, con fervorosas devociones, y dando muestras de verdadera humildad, salgamos con los pies descalzos a luchar contra Goliat». Es lo que Domingo había aprendido y llevado a cabo desde el principio en compañía de su obispo Diego, que había aconsejado a los abades desprenderse de todo boato e ir a los herejes con humildad y dando ejemplo de obras evangélicas. También Domingo les dice a sus seguidores: «abrazad la verdadera pobreza evangélica, predicando no sólo con la lengua, sino con la vida, para que toda alma, engañada por el falso sentido de la vida de los herejes, vuelva a la verdad de la fe por el ejemplo de una vida auténtica y santa». Domingo, con su vida ejemplar, con la humildad y pobreza evangélica, se acerca a los hombres que han caído en la herejía, a los que hay que levantar con el ejemplo de la propia vida de virtud.
El celo de Domingo por las almas le impulsa a entregar la vida
Quien quiera seguir en pos de Cristo de verdad no se verá libre de dificultades, contradicciones, persecuciones y el mismo martirio. Cristo nuestro Señor lo dijo bien claro para quien quiera entenderlo. «Bienaventurados seréis cuando os insulten y persigan y con mentiras digan contra vosotros todo género de mal por mí» (Mt 5, 11). Y san Pedro en su primera epístola nos dice que «agrada a Dios quien por consideración a Él soporta las ofensas, padeciendo injustamente» (1P 2, 19). Es más, Cristo nos ha advertido que «el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí» (10, 35). Y san Pablo, en la segunda carta a Timoteo, nos advierte de esta manera: «y todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (3, 12). Y así ha sido y seguirá siendo. Quien de verdad toma el camino de Cristo no le faltaran persecuciones. Si al maestro le persiguieron, le calumniaron y le mataron no espere el verdadero seguidor y discípulo que le va a suceder de distinta manera.
Domingo se propuso seguir a Cristo totalmente y con todas sus consecuencias. Y no le faltó lo que Cristo había anunciado: sufrimientos, contradicciones, pruebas, trabajos, dificultades, ofensas, persecuciones, etc. Domingo los lleva con entereza, como verdadero discípulo y seguidor de Cristo.
San Agustín decía que «nuestra vida en este viaje de aquí abajo no puede estar sin pruebas, nuestro progreso no se realiza más que entre pruebas y nadie se conoce a sí mismo si no ha sido tentado. Sólo hay recompensa para el que ha vencido, sólo hay victoria para el que ha combatido, sólo hay combate frente al enemigo o la tentación» (Coment. sobre el Salmo 60). A Domingo no le faltaron contrariedades y persecuciones que supo afrontar. Ejerció su ministerio sacerdotal y apostólico en un campo sembrado y rodeado de enemigos. También había gente que le apreciaba y le reverenciaba. Su apostolado era para todos, pero principalmente para los herejes y entre los herejes. Escogió estar en la región donde pululaba la secta albigense y cátara. Domingo recorrió los caminos para encontrarse con ellos. Fue un apostolado duro y difícil, lleno de riesgos y peligros en el que estuvo con frecuencia solo. Pero Domingo, como valiente soldado, no se amilanó ni acobardó. Sabía que Cristo estaba a su lado.
Dice san Cirilo: «De la misma manera que la victoria atestigua el valor del soldado en la batalla, de la misma manera se pone de manifiesto la santidad de quien sufre los trabajos y las tentaciones con paciencia inquebrantable» (Catena Aurea, vol. II, p. 148). Domingo sufre con paciencia las ofensas y las injurias que sus enemigos lanzan contra él. En todo ello muestra su santidad. El beato Jordán dice que «esto provocaba la envidia de los herejes, cuanto mejor era él, tanto peor podían soportar sus ojos enfermos los rayos de luz con que resplandecía su vida. Se reían de él y se mofaban de sus seguidores (Jr 20, 7) descubriendo la maldad que guardaban en el perverso tesoro de su corazón». Muchas pruebas, muchos combates y muchas persecuciones tuvo que afrontar Domingo. Y las afrontó porque el discípulo de Cristo tiene que pasar por ellas para parecerse al maestro y lograr la corona de la victoria. «Es preciso pasar por muchas tribulaciones, muchas pruebas; por tanto muchas serán las coronas, ya que muchos son los combates. Te es beneficioso el que haya muchos perseguidores, ya que entre esa gran variedad de persecuciones hallarás más fácilmente el modo de ser coronado» (San Ambrosio, Com. sobre el Salmo 118).
Las burlas y las afrentas, los desprecios y pruebas que Domingo padeció como Cristo por sus perseguidores manifiestan hasta dónde estaba dispuesto a llegar para salvar a las almas. Constantino de Orvieto nos narra las injurias y burlas sufridas por Domingo: «Sufrió todo tipo de injurias y amenazas. Se reían de él, burlándose de mil formas; escupiéndole, tirándole barro, o colgándole pajas en la espalda. Todo lo superaba como el Apóstol (Hch 5, 41), sintiéndose dichoso por haber sido digno de padecer por el nombre de Jesús. Todo por Cristo, padecer por Cristo, ser humillado y escarnecido por Cristo. Pero alegre como buen soldado, porque Domingo sabe a quien sirve. También el beato Humberto de Romans abunda en las afrentas y humillaciones a que estaba sometido Domingo en su apostolado en la conquista de las almas: «Se burlaban de él, le escupían y le tiraban todo tipo de cosas, desde barro a basura. Uno de estos herejes arrepentido, confesó haberse reído de Domingo tirándole piedras y atándole a la espalda manojos de pajas. Además le amenazaban de muerte. Como saldado íntegro no se achicaba ante el peligro...».
Domingo todo lo sufre por Cristo. Todo es para él un regalo, dádivas que Dios le da para bien suyo, para su salvación y la de sus hermanos e hijos de Dios. Por eso, Domingo agradece a Dios y a Cristo, por quien padece, este inmenso beneficio. Y lo lleva con inmensa alegría. Guillermso Peyronnet en el proceso de Tolosa declaró de esta manera: «Aceptaba las injurias y ofensas con mucha paciencia y alegría como si se tratara de un regalo y recompensa grande».
Su celo de salvación le lleva a exponerse «a múltiples peligros», como reconoce Arnaldo de Grampagna. Es más, en ese empeño y celo por la salvación de las almas está dispuesto, quiere, anhela y suspira –como el mejor regalo que puede darle el Señor– por dar su vida, derramar su sangre, ser sacrificado y martirizado. Éste es el gran deseo de su vida para parecerse en todo a quien entregó su vida por él. Juan de España, compañero y conocedor de su vida y apostolado, había escuchado de sus labios el deseo ardiente de padecer por Cristo, de ser martirizado; dijo «que le había oído en alguna ocasión decir, que deseaba ser flagelado, despedazado a trozos y morir por la fe de Cristo». Domingo estaba dispuesto a todo: a entregar la vida por todos, por los fieles y por los pecadores, los alejados y los herejes, y por sus enemigos. Quería completar en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo. Bellamente dice San Agustín: «Si eres miembro de Cristo, tú, quien quiera que seas, debes saber que todo lo que sufres por parte de aquellos que no son miembros de Cristo es lo que faltaba a la pasión de Cristo. Por esto la completas, porque faltaba; vas llenando la medida, sufres en la medida en que tus tribulaciones han de añadir en parte a la totalidad de la pasión de Cristo, y aquel, que sufrió como cabeza nuestra, continúa ahora sufriendo en sus miembros, es decir, en nosotros» (Com. sobre el salmo 61).
Con esa ansía y sed de martirio Domingo entrega su vida de apóstol. Es consciente del peligro. Se sabe expiado y acechado. No rehúye el peligro. ¿Qué le puede importar? Y ¿qué le puede perturbar? ¿La muerte? ¡Pero si es lo que desea ardientemente! San Juan Crisóstomo comenta: «¿Qué puede perturbar al santo? ¿La muerte? No, porque la desea como premio. ¿Las injurias? No, porque Cristo enseñó a sufrirlas: dichosos seréis cuando por mi causa, os maldigan, y os persigan y digan toda clase de calumnias contra vosotros (Mt 5, 11). ¿La enfermedad? Tampoco. ¿Qué queda entonces capaz de turbar al santo? Nada. En la tierra hasta la alegría suele parar en tristeza; pero para el que vive según Jesucristo, incluso las penas, se convierten en gozos» (Hom. sobre san Mateo, 18). Domingo sabe que Cristo está con él. Se sabe ayudado y protegido. ¡Qué puede temer! Como los apóstoles en medio de las persecuciones se mantenían en paz y alegres por sufrir y padecer por Cristo, así Domingo mantiene la paz, la serenidad y la alegría en los peligros que acechaban su vida. ¡Qué podía turbar y perturbar a Domingo! Nada. San Agustín comenta: «Pero los apóstoles, en medio de las dificultades, mantuvieron en Cristo la paz, sin abandonarle; por el contrario, buscaron refugio en él… En ellos se cumplió lo que les había dicho: tened confianza, yo he vencido al mundo. Confiaron y vencieron» (Trat. Evang. san Juan, 103).
El beato Jordán nos relata una escena de la vida de santo Domingo que habla por sí misma. En una de esas trampas y emboscadas que le tendían sus enemigos pasó inmutable y alegre. Nada le detiene. Va a la conquista de las almas. Así nos lo narra: «Cuando le preguntan si no teme por su vida, les contesta: no soy digno de la gloria del martirio; no he merecido todavía este género de muerte. Cuando pasaba por algún lugar en que sospechaba que le habían tendido alguna emboscada, lo recorría alegre y cantando. Cuando se lo contaron a los herejes, éstos, admirados de una tal firmeza de ánimo, le dijeron: ¿no te horroriza la muerte?; ¿qué harías si te apresáramos? El replicó: Os rogaría que no me matareis inmediatamente, infligiéndome golpes mortales, sino que prolongarais el martirio con una sucesiva amputación de mis miembros. Después, poniendo ante mi vista los trozos de los miembros cortados, os pediría que me arrancarais los ojos, y dejarais así el tronco bañado en sangre, o, por el contrario, lo destruyerais por completo; así con una muerte más prolongada recibiría una más alta corona de martirio». Esta es la muerte que quería Domingo para sí. Ser flagelado, torturado, despedazado para prolongar su agonía, ser bañado en su propia sangre. Así era como los señores del Mediodía francés acostumbraban a martirizar a los sacerdotes católicos. Pero ni los señores medievales ni lo herejes hicieron desistir y retroceder a Domingo hasta llegar al final. «Quien sufre contrariedades por los herejes por no abandonar la verdad, es también bienaventurado puesto que padece por la justicia» (San Juan Crisóstomo). Las contrariedades no desanimaron a Domingo ni le hicieron retroceder, antes al contrario, le espolearon para llevar adelante su vocación de salvar almas. Siempre siente el auxilio, la fuerza y la ayuda de Dios. «¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hace las contradicciones»!, decía santa Teresa de Jesús (Fundaciones, 3, 4).
Domingo siente el celo y la necesidad de ir en busca de las almas que no conocen a Cristo. Y allí, si es necesario, entregar su vida, ser martirizado; lo haría de todo corazón. Los testigos de su canonización nos lo dicen claramente. Fr. Frugerio Pennesse declara «que era muy celoso de la salvación de las almas; había dispuesto que una vez organizada la orden, iría a evangelizar a los paganos, dispuesto a morir si fuera necesario». Allí donde hay almas que conquistar para Cristo, allí está dispuesto a ir en su busca. Toda su vida deseó ir a los pueblos no evangelizados. Domingo no llegó a alcanzar la gracia del martirio derramando su sangre como era su deseo, pero sacrificó su vida entera, minuto a minuto, para hacer realidad su entrega al servicio de Cristo y realizar su vocación sacerdotal. Dice san Ambrosio: «Celo necesita el sacerdote que procura conservar inmaculada la pureza de la Iglesia» (Com. al Salmo 18). Celo el de Domingo, que trabaja incansablemente por la Iglesia de Cristo, a la que ama y en la que desea reintegrar a todos los que se han alejado de ella, y con su vida quiere conservarla pura e inmaculada. «Trabajemos por la salvación de nuestros hermanos. Un hombre honrado, abrasado de celo por una fe viva, es capaz de corregir a un pueblo entero», decía san Juan Crisóstomo (Hom. 2).
Domingo, como los Apóstoles, hizo suya la vida de Jesucristo, una vida apostólica. Como dice bellamente T. Barbier: «¿Quién ignora el celo de los apóstoles? ¿Cómo doce hombres, sin armas, sin dinero y sin ningún recurso humano, logran destruir la idolatría, y que abracen la religión? Con el celo tan ardiente, el que no les permitía un instante permanecer ociosos, y así se veía recorrer aldeas, pueblos, ciudades, provincias, reinos, hechos innegables pero asombrosos, que prueban un poder sobrehumano. ¿Quién hizo tantos millones de mártires? El celo. Bien se vio en el Grande Patriarca Santo Domingo de Guzmán que, cual otro ángel llamaba a todos los hombres al cielo con sus palabras, su vida y ejemplos; y abrasado del sagrado fuego del amor divino se esforzaba en infundirlo en los corazones».
¡La salvación de las almas! ¡El gran anhelo de Domingo! Sed, anhelo y celo que transmitió a sus hijos y a su Orden. Cuando Santiago de Vitry visitó la comunidad de Bolonia la describió de esta manera: «Estos fuertes atletas de Jesucristo, considerando que ningún sacrificio es más agradable a Dios que el celo por la salvación de las almas y que el alma que enriquece será enriquecida y quien embriaga será asimismo embriagado, llenando sus vasos de los mejores frutos de la tierra y ofreciéndolos en regalo a los hombres, distribuyen sus aguas en las plazas y sus fuentes se difunden por los campos del Señor para producir el ciento por uno; y trabajando de consuno por arrancar de las garras del Lebiatán las almas de los pecadores, después de haber enseñado a muchos la verdadera ciencia, resplandecerán como estrellas por eternidades sin fin» (Descripción del convento de Bolonia). ¡Qué bien resumió este gran personaje la realidad y el espíritu que Domingo vivió y dejó como legado a su Orden. ¡Qué más y mejor se puede decir! Mejor imposible. Creo que con esto está dicho todo.
Fray Fortunato Bodero, O.P.
Burgos