Varios testigos de la canonización recuerdan, repetidamente, estas palabras hechas vida en la vida de nuestro Padre Santo Domingo.
Y a nosotros, a los que queremos seguir su camino, esta expresión se nos ha hecho tan familiar que ha quedado como impresionada en nuestro interior, de modo que nos sentimos llamados a practicarla. Así nos lo recuerda nuestro Libro de las Constituciones y Ordenaciones, tomándolo de las Constituciones primitivas:
"... sigan las huellas de su Salvador, hablando con Dios o de Dios en su propio interior o al prójimo" (LCO 1§ II).
Al recorrer la vida de Sto. Domingo, nos damos cuenta de que, entre otras muchas cosas, también es nuestro maestro de oración. Los testigos de su proceso de canonización lo señalan como un hombre de profunda oración en todos los momentos. "A los primeros seguidores de Domingo, dotados de un exquisito sentido espiritual, no podía escapárseles el gran espíritu de oración de su Santo Padre. Los más atrevidos iban a espiarle durante la noche, escondidos en un ángulo de la Iglesia, y lo seguían en los continuos momentos de oración. Cuando se encontraba en el convento dedicaba la noche a la oración..." ("Los nueve modos de orar", Fr. Pedro Blanco, Ed. San Esteban). Gracias a todas estas observaciones de los frailes, han llegado hasta nosotros sus "modos de orar".
Santo Domingo era un gran orante, y no por casualidad, pues sabemos que dedicaba muchos momentos a la plegaria y, además, estudiaba acerca de la misma oración.
Sabemos que tenía como libro de cabecera las Colaciones de Casiano (360-431), monje en un monasterio de Belén y fundador de otros dos monasterios cerca de Marsella; las dos obras que de él nos han llegado, Instituciones y Collationes, han ejercido una gran influencia en la organización de la vida monástica y religiosa de occidente, y se habla mucho y bien de la oración.
Pero, además, sabe espigar en otros autores y buscar en ellos lo que siente que es exigencia de Dios para con él. Y esto sucede con la mismísima frase que encabeza nuestro trabajo, a saber, "hablar con Dios o de Dios", convertida en programa de vida. Se sabe que no se debió al propio Domingo, sino que este la tomó de San Esteban de Muret (1048-1124), fundador de la Orden de Grandmont.
Los grandmontanos fueron fundados en 1076 en la diócesis de Limoges (Francia); eran monjes que vivían su vida eremítica y contemplativa bajo la Regla de San Benito. Desaparecieron en el siglo XVIII con los avatares previos a la Revolución Francesa.
Santo Domingo hace tan suya esta expresión que, como ya hemos señalado, aparecerá recogida entre los testigos del proceso de canonización y también en las primitivas Constituciones de la Orden.