Si miramos de cerca la vida de santo Domingo podemos apreciar que su biografía estuvo tejida de encuentros y amistades que fueron forjando su espíritu e hicieron posible la Fundación de la Orden de Predicadores. Santo Domingo no es un hombre solitario, aunque vivió momentos de soledad e incluso de abandono. Por eso podríamos contemplar toda su existencia bajo este ángulo de la virtud de la amistad.
Entre todas ellas la más fundamental, y la que constituyó el eje de su vida, fue su amistad con Dios. Los biógrafos primitivos nos hablan ya de su piedad infantil. Que duda cabe de que fue su familia más allegada la que le orientó en esta dirección. Piedad nutrida por las celebraciones litúrgicas y las peregrinaciones de la mano de sus padres a las pequeñas ermitas de san Jorge y san Lorenzo en su pueblo natal, a santa María del Castro, en las cercanas ruinas de la ciudad romana de Clunia, a santo Domingo de Silos,… Esos primeros siete años que vivió en el hogar familiar le sirvieron sin duda para cimentar una relación de amistad con Dios que iría desarrollándose poco a poco hasta alcanzar un gran relieve en su vida. Los siete años siguientes al lado de su tío don Gonzalo, el Arcipreste de Gumiel de Izán, no fueron menos importantes para este crecimiento. Pero fue en Palencia donde Domingo dejó una huella imborrable de su intimidad con Dios. Nos dicen los cronistas que allí trabajó con ahínco en el desarrollo de su inteligencia por medio del estudio. Sobre todo la Teología, el contacto directo y pausado con la Palabra de Dios, le abrió nuevos horizontes, le arrebató el corazón. A esta época los biógrafos le aplican las palabras del Salmo: «Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba». El joven Domingo pasa largas horas de vigilia absorbido en la meditación de la Palabra de Dios. Esa Palabra no le encierra en sí mismo. Al contrario, le hace muy sensible a los problemas más acuciantes de sus contemporáneos; le hace acudir en socorro de las gentes que morían de hambre vendiendo todo lo que poseía, incluso los libros en los que estudiaba y que él mismo había anotado.
El curso de su vida tomó otro rumbo cuando el obispo de Osma, Martín de Bazán, le llamó a su diócesis para formar parte de los canónigos regulares del Cabildo de la catedral. Este obispo contaba con Domingo para renovar la vida eclesial de su diócesis. Desde entonces Domingo no dejará nunca de ser canónigo, al contrario, fundará una Orden de canónigos que vivirán como en Osma, bajo la Regla de san Agustín. Allí ejerció los cargos, primero, de sacristán y, luego, de subprior. Allí se dedicó al estudio y a la oración. Comenzó a aficionarse por la obra del monje Juan Casiano titulada las Colaciones o Conferencias. Esta obra, según dice su autor en la introducción, trata de la formación del hombre interior y de la oración continua que recomienda san Pablo. Contiene los consejos de los Padres del desierto para conocer el modo de gobernarse en el estado de la contemplación. Casiano se dirige junto con su amigo el abad Germán a los Padres del desierto para conversar con ellos y aprender su sabiduría. Se dirigen en primer lugar al Abad Moisés, quien se destacaba tanto por su vida activa como contemplativa. Este abad les enseña que el objetivo de la vida religiosa consiste en alcanzar el reino de los cielos. Como el arquero, si quiere ganar el premio sabe que debe mantener la mirada fija en blanco, si la desvía errará el tiro. El medio para alcanzar el reino de los cielos –dice el abad Moisés– es la pureza de corazón o limpieza de conciencia sin la cual no puede poseerse dicho reino. Esta pureza de corazón se identifica con la caridad. Todos los deseos y acciones han de estar marcados por esta pureza de corazón. Esta obra contiene también un capítulo dedicado a la virtud de la amistad.
Un hecho determinante para la vida de Domingo y la futura fundación de su Orden fue el encuentro con Diego de Acebes, Prior del cabildo de Osma y luego obispo de esta diócesis. Hombre santo e impregnado de un gran celo apostólico, que heredará Domingo. Jordán de Sajonia –sucesor de Domingo en el gobierno de su Orden– nos dice de él que destacaba tanto por sus virtudes que conquistaba el afecto de cuantos le rodeaban. La amistad entre Domingo y el obispo Diego no cabe duda de que fue capital en la vida de aquel. Diego depositó una gran confianza en Domingo y lo llevó consigo a las Marcas como acompañante. Ese viaje les abrió a ambos nuevos horizontes. Domingo tomó contacto con la realidad del sur de Francia, dominada entonces por la herejía albigense y cátara, y se dejó interpelar por ella. Desde entonces nació en él una nueva preocupación, que como amigo de Dios no le abandonará hasta su muerte: la preocupación de llevar el evangelio a los que se extraviaban por sendas de muerte. Si, como nos dice santo Tomás de Aquino, los amigos hacen la voluntad de los amigos, desde este momento Domingo no podía dejar de hacer suya la voluntad misma de Dios que no quiere otra cosa sino que todos alcancen la salvación que él nos ofrece.
El segundo viaje a las Marcas fue todavía más importante para la historia de Domingo y para la historia de estas gentes que vivían bajo la influencia de la herejía. A su regreso de Roma, el obispo de Osma, acompañado de Domingo, se detuvo en el sur de Francia para predicar durante dos años. Luego regresó a su diócesis con el fin de conseguir refuerzos para continuar la tarea de la predicación, pero una vez en Osma le sorprendió la muerte. Mientras tanto, Domingo se quedó al frente del grupo de predicadores que había reunido don Diego, pero cuando éstos se enteraron de la muerte del obispo el grupo se disgregó y se quedó prácticamente sólo tratando de conducir a las gentes a Dios sin echarse atrás ante las amenazas de muerte y los insultos que recibía a diario. El beato Jordán nos dice que no le faltaba aquella caridad que tiene su máxima expresión en dar la vida por sus amigos. Con esta caridad Domingo se iba ganando la amistad de todos.
Se ganó, por ejemplo, la amistad de Simón de Montfort, presentado por las antiguas crónicas como príncipe cristiano, padre de huérfanos, defensor de viudas, benefactor de los pobres, protector de las Iglesias, que defendió constantemente la fe católica contra los herejes. Cuando Simón de Montfort vio a santo Domingo llevar una vida tan inocente y digna de alabanza ante Dios y ante los hombres, surgió en su espíritu un gran afecto hacia él. La crónica de Humberto de Romans dice que “se hicieron tan íntimos, que el conde eligió al bienaventurado Domingo para dar la bendición nupcial a su hijo Amaury y para bautizar a aquella de sus hijas que fue priora de san Antonio de París, mujer de muy santa vida…; también esta amistad -añade Humberto- ha perseverado, y aún hoy la familia de Simón de Montfort guarda a la Orden su afecto y su dedicación”.
En las actas del Capítulo General celebrado en París en 1246, bajo Humberto, se lee esta emotiva declaración: “En cada convento, al margen del martirologio, al día siguiente de la fiesta del bienaventurado Juan Bautista, que se escriba lo siguiente: Este mismo día, en el país de Tolosa, murió, digno de memoria, el noble conde Simón de Montfort, celoso de la fe y amigo del bienaventurado Domingo; se recitará un responso en el oficio después de la lectura a fin de que los frailes, en ese día, recen por su alma y por su raza, que está unida a la Orden por los vínculos de un gran afecto”.
Al lado de este capitán aparece otro personaje muy importante en su vida: Fulco, el obispo de Tolosa, quien había sido en un primer momento ligero y jovial trovador, cuyas canciones se murmuraban en los viejos castillos. Luego, repentinamente tocado por la gracia de Dios abandonó el mundo con sus dos hijos, haciéndose los tres monjes cistercienses, mientras su mujer entraba también en la misma Orden del Cister. Bernardo Gui lo describe como “un alma generosa, habituada al sacrificio, ardiente para el bien; supo conducir a la Iglesia a un gran número de herejes gracias a su energía y sobre todo a la protección eficaz que dio como obispo a las labores de santo Domingo”.
Fulco conoció a Domingo desde los comienzos de su apostolado, fue testigo de sus virtudes y de sus milagros. Mantuvo con él una tierna y fiel amistad. El beato Jordán de Sajonia dice de él que le amaba tiernamente. Fulco protegió a Domingo hasta el final, dándole muestras de una fidelidad sin límites. Tanto él como Simón de Montfort rodearon pronto de sus simpatías a Domingo y a sus frailes y estuvieron de corazón al lado de la cuna de la Orden, apoyándola cada uno a su manera.
Fulco le mostró a Domingo numerosas pruebas de su afecto, protegiendo a la nueva Orden fundada en su propia ciudad episcopal y bajo su patronato. Le concedió su aprobación para la diócesis de Tolosa junto con los recursos necesarios para el desarrollo de sus actividades. Estaba al corriente de las ideas de su amigo y del modo como quería llevarlas a cabo, es decir, poniendo en práctica la pobreza evangélica. En 1206, en el mismo año en que fue elevado al episcopado, firmó un acta célebre en los anales de la Orden de Predicadores, por la que, a petición del “señor Domingo de Osma”, le concedía la Iglesia de la bienaventurada María de Prulla y un terreno adyacente para la fundación de un monasterio de contemplativas. La fundación de esta casa de oración es un signo evidente de que para Fray Domingo –como se le designaba entonces– la oración era la verdadera fuente de donde la predicación saca su fuerza principal. Durante diez años Prulla fue su casa, su hogar religioso, el centro de su apostolado; de allí parte para evangelizar y regresa para reposar. Él es el Prior de Prulla y sus compañeros en la labor evangélica son conocidos como los frailes de Prulla. Las donaciones de los numerosos amigos que Domingo había conquistado con su amabilidad las ofreció todas al monasterio de Prulla.
Durante los diez años de apostolado en el Languedoc, Fray Domingo había reunido a su alrededor algunos compañeros que, encantados por su conversación y edificados por su virtud trabajaron con él en la predicación a los herejes. Pero, en un primer momento, no existía entre Domingo y sus compañeros ningún vínculo jurídico; así como se unían libremente a él, conservaban la misma libertad para retirarse.
Otro de los grandes amigos tanto de Domingo como de san Francisco de Asís, fue el cardenal Hugolino, el futuro papa Gregorio IX. Trabajaron juntos en algunos proyectos de evangelización. Nos cuenta el beato Jordán que “al enterarse de la muerte del Maestro Domingo, a quien había tratado familiarmente y amado con grandísimo afecto, conocedor de su virtud y santidad, se presentó y quiso celebrar él mismo el oficio de la sepultura”. Algunos años después, siendo ya papa, reprende a los frailes por no haber trasladado los restos de Domingo a una sepultura más digna de su santidad”. Gregorio IX veló en todo momento como un padre por su Orden. Siempre estuvo al lado de los frailes y de las monjas; su intervención siempre oportuna les sacó de muchos apuros. Él mismo ordenó comenzar el proceso de canonización y fue también él quien le canonizó en el año 1234. En la bula de canonización distingue a Domingo con el título de “patriarca”.
El testimonio de la beata Cecilia Romana pone de relieve el carácter afable de Domingo, que le hacía cercano y accesible a todos, haciendo brotar fácilmente la amistad a su alrededor: “De su frente y de las cejas salía cierto resplandor, que seducía a todos y los arrastraba a su amor y reverencia. Siempre estaba con el semblante alegre y risueño, a no ser cuando se encontraba afectado por la compasión de alguna pena del prójimo”. Ella nos cuenta también que a su regreso de España, en 1219, les trajo, como regalo, a cada una de las monjas del monasterio de Santa María in tempulo una cuchara de madera de ciprés.
Otra mujer con la que Domingo mantuvo una relación de amistad fue Diana de Andaló. Dice la crónica que cuando en 1219 Domingo llegó de París a Bolonia, “Diana comenzó a amarle con todo su corazón y a conversar con él sobre cosas referentes a la salvación”. Diana le pidió a Domingo que la recibiera entre sus hijas; hizo profesión entre sus manos, pero siguió viviendo en casa de sus padres. En el lecho de muerte Domingo recomienda a Diana y el futuro monasterio de monjas, al que no había renunciado a pesar de los numerosos obstáculos que había encontrado para su fundación.
De esta gran capacidad de Domingo para la amistad da testimonio el beato Jordán cuando, al describir su fisonomía espiritual, nos dice que con la alegría, que siempre brillaba en su rostro, fiel testimonio de su buena conciencia, “se atraía fácilmente el afecto de todos; cuantos le miraban quedaban de él prendados. Dondequiera se hallase, fuese de viaje con sus compañeros, en las casa con los hospederos y sus familiares, entre los magnates, los príncipes y los prelados, siempre tenía palabras de edificación y abundaba en ejemplos, con los cuales inclinaba los ánimos de los oyentes al amor de Cristo y al desprecio del mundo. En todas partes, sus palabras y sus obras revelaban al hombre evangélico”. Y añade: “Durante el día, nadie más accesible y afable que él en su trato con los frailes y acompañantes. Por la noche, nadie tan asiduo a las vigilias y a la oración…Dedicaba el día a los prójimos; la noche a Dios… Todos los hombres cabían en la inmensa caridad de su corazón, y, y amándolos a todos, de todos era amado. Consideraba ser un deber suyo alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran, y, llevado de su piedad, se dedicaba al cuidado de los pobres y desgraciados. Otra cosa le hacía también amabilísimo a todos: que, procediendo siempre por la vía de la sencillez, ni en sus palabras ni en sus obras se observaba el menor vestigio de ficción o de doblez”.
Su afabilidad, humildad y paciencia hizo brotar fácilmente la amistad a su alrededor. Su vida confirma la intuición de los filósofos greco-romanos, es decir, que sólo la virtud conduce a una amistad verdadera.
Manuel Ángel Martínez de Juan, op
Facultad de Teología de San Esteban - Salamanca