Traslación y canonización

Doce años habían pasado desde la muerte de Santo Domingo. Dios había manifestado la santidad de su Siervo por multitud de milagros obrados en su sepulcro o debidos a la invocación de su nombre. Se veían sin cesar enfermos, alrededor de la losa que cubría sus restos, pasar allí el día y la noche, y volver glorificándolo por su curación.

De las paredes próximas colgaban exvotos en recuerdo de los beneficios que de él habían recibido, y no se desmentían con el tiempo los signos de veneración popular. Con todo, una nube cubría los ojos de los Hermanos, y mientras que el pueblo exaltaba a su Fundador, ellos, sus hijos, en vez de preocuparse por su memoria, parecían trabajar en oscurecer su brillo. No sólo dejaban su sepultura sin adorno, sino que, por temor a que se les acusara de buscar una ocasión de lucro en el culto que ya se le daba, arrancaban de los muros los exvotos.

Algunos deploraban esta conducta, pero sin atreverse a contradecirla de plano. Se dio el caso de que, creciendo el número de los Hermanos, se vieron obligados a demoler la vieja iglesia de San Nicolás para edificar una nueva, y quedó el sepulcro del santo Patriarca al aire libre, expuesto a la lluvia y a todas las intemperies. Este espectáculo conmovió a algunos de ellos, que deliberaban entre sí sobre la manera de trasladar aquellas preciosas reliquias a un sepulcro más conveniente.

Muerte de Santo Domingo. Fray Angelico

Prepararon un nuevo sepulcro, más digno de su Padre, y enviaron a varios de ellos a visitar al soberano Pontífice para consultarle. Ocupaba el solio pontificio el anciano Hugolino Conti con el nombre de Gregorio IX. Recibió muy duramente a los enviados, y les reprochó haber descuidado por tanto tiempo el honor debido a su Patriarca. Les dijo: «Yo conocí en él a un hombre seguidor de la norma de vida de los Apóstoles, y no hay duda de que está asociado a la gloria que ellos tienen en el cielo» (1). Hasta quiso asistir en persona al traslado; mas, impedido por los deberes de su cargo, escribió al arzobispo de Rávena que fuese a Bolonia con sus sufragáneos para asistir a la ceremonia.

Era Pentecostés de 1233. Se había reunido Capítulo General de la Orden en Bolonia bajo la presidencia de Jordán de Sajonia, sucesor inmediato de Santo Domingo en el generalato. Estaban en la ciudad el arzobispo de Rávena, obedeciendo a las órdenes del Papa, y los obispos de Bolonia, Brescia, Módena y Toumay. Habían acudido más de trescientos religiosos de todos los países. Los hostales rebosaban de señores y ciudadanos notables de las ciudades vecinas. Todo el pueblo estaba en expectación. «No obstante —dice el Beato Jordán—, los Hermanos estaban intranquilos: oran, palidecen, tiemblan, porque temen que el cuerpo de Domingo, expuesto largo tiempo a la lluvia y al calor en una vil sepultura, aparezca comido de gusanos, exhalando un olor que disminuyese la opinión de su santidad» (2).

Atormentados por este pensamiento, pensaron abrir secretamente la tumba del Santo; pero Dios no permitió que así fuese. O porque hubiese alguna sospecha, o para comprobar más la autenticidad de las reliquias, el Podestá de Bolonia mandó que día y noche guardaran el sepulcro caballeros armados. Sin embargo, a fin de tener más libertad para el reconocimiento del cuerpo, y evitar en el primer momento la confusión de la muchedumbre llegada en masa a Bolonia, se convino en abrir el sepulcro de noche.

El 24 de mayo, lunes de Pentecostés, antes de la aurora, el arzobispo de Rávena y los demás obispos, el Maestro General con los definidores del Capítulo, el Podestá de Bolonia, los principales señores y ciudadanos, tanto de Bolonia como de las ciudades vecinas, se reunieron, a la luz de las antorchas, en torno de la humilde piedra que cubría hacía doce años los restos de Santo Domingo.

En presencia de todos, fray Esteban, provincial de Lombardía, y fray Rodolfo, ayudados por otros varios hermanos, empezaron a quitar el cemento que sujetaba la losa. Por su dureza, difícilmente cedió a los golpes del hierro. Cuando le hubieron quitado, fray Rodolfo golpeó la mampostería con un martillo, y con ayuda de picos levantaron penosamente la piedra que cubría la tumba. Mientras la levantaban, un inefable perfume salió del sepulcro entreabierto: era un aroma que nadie pudo comparar a cosa conocida, que excedía a toda imaginación.

El arzobispo, los obispos y cuantos estaban presentes, llenos de estupor y alegría, cayeron de rodillas, llorando y alabando a Dios. Acabaron de quitar la piedra, que dejó ver en el fondo el ataúd de madera que contenía las reliquias. En la tabla de encima había una pequeña abertura, por donde salía en abundancia el aroma percibido por los asistentes, y que creció en intensidad cuando el ataúd estuvo fuera.

Todo el mundo se inclinó para venerar aquella preciosa madera; raudales de llanto cayeron sobre él, acompañados de besos. Por fin, le abrieron arrancando los clavos de la parte superior, y lo que quedaba de Domingo apareció a sus hermanos y amigos. No era más que osamenta, pero llena de gloria y de vida por el celestial perfume que exhalaba. Sólo Dios conoce la alegría que inundó todos los corazones, y no hay pincel capaz de representar aquella noche embalsamada, aquel silencio conmovedor, aquellos obispos, caballeros, religiosos, todos aquellos rostros brillantes de lágrimas e inclinados sobre un féretro, buscando a la luz de los cirios al grande y santo hombre que los miraba desde el cielo, y respondía a su piedad con esos abrazos invisibles que inundan el alma de intensa felicidad.

Los obispos no creyeron sus manos bastante filiales para tocar los huesos del Santo; dejaron ese consuelo y honor a sus hijos. Jordán de Sajonia se inclinó sobre aquellos sagrados restos con respetuosa devoción, y los trasladó a un nuevo féretro hecho de madera de cedro. Dice Plinio que esta madera resiste a la acción del tiempo. Se cerró el féretro con tres llaves, entregándose una al Podestá de Bolonia, otra a Jordán de Sajonia, y la tercera al Provincial de Lombardía. Luego lo llevaron a la capilla, donde estaba preparado el monumento: éste de mármol, sin ningún adorno escultórico.

Tumba de Santo Domingo

Cuando llegó el día, los obispos, el clero, los hermanos, los magistrados, los señores, se dirigieron de nuevo a la iglesia de San Nicolás, abarrotada ya de gente de todas las naciones. El arzobispo de Rávena cantó la misa del día, martes de Pentecostés, y por tierna coincidencia, las primeras palabras del coro fueron éstas: Accipite jucunditatem gloriae vestrae. «Recibid el gozo de vuestra gloria».

El féretro estaba abierto, y difundía por la iglesia sublimes aromas no contrarrestados por el suave humo del incienso; el sonido de las trompetas se mezclaba, a intervalos, con el canto del clero y de los religiosos; infinita multitud de luces brillaba en manos del pueblo; ningún corazón, por ingrato que fuese, era insensible a la casta embriaguez de aquel triunfo de la santidad.

Terminada la ceremonia, los obispos depositaron bajo el mármol el féretro cerrado, para que allí esperase en paz y gloria la señal de la resurrección. Pero ocho días después, a instancias de muchas personas respetables que no habían podido asistir al traslado, se abrió el monumento; Jordán tomó en sus manos la venerable cabeza del santo Patriarca, y la presentó a más de trescientos hermanos, que tuvieron el consuelo de acercar a ella sus labios, y conservaron por mucho tiempo el inefable perfume de aquel beso; porque todo lo que había tocado los huesos del Santo quedaba impregnado de la virtud que poseían.

Luego escribiría el beato Jordán: «También nosotros experimentamos la mencionada fragancia, y testificamos cuanto hemos visto y sentido. Aunque permanecimos de propósito por largo tiempo junto al cuerpo de Domingo, no lográbamos saciarnos de tanta dulzura. Aquella dulzura disipaba el malestar, aumentaba la devoción, suscitaba los milagros. Si se tocaba el cuerpo con la mano, la correa o con cualquier otra cosa, permanecía el olor por largo tiempo adherido a ellos» (3).

Los notorios milagros que habían acompañado el traslado del santo cuerpo de Domingo determinaron a Gregorio IX a no retrasar más el asunto de su canonización. Por una carta de 11 de julio de 1233, comisionó para proceder a la investigación de su vida a tres eclesiásticos eminentes: Tancredo, arcediano de Bolonia; Tomás, prior de Santa María del Rin, y Palmeri, canónigo de la Santísima Trinidad. La encuesta duró del 6 al 30 de agosto.

Los comisarios apostólicos oyeron, en este intervalo, y bajo la fe del juramento, la declaración de nueve religiosos de nuestra Orden, elegidos entre los que habían tenido más intimidad con Domingo. Eran ellos Ventura de Verona, Guillermo de Monferrato, Amizo de Milán, Bonviso de Piacenza, Juan de Navarra, Rodolfo de Faenza, Esteban de España, Pablo de Venecia y Frugerio de Penna. Como todos estos testigos, salvo Juan de Navarra, no conocieran al Santo durante los primeros años de su apostolado, los comisarios de la Santa Sede creyeron necesario establecer en el Languedoc un segundo centro de información, y delegaron para ello al abad de San Saturnino de Toulouse, al arcediano de la misma iglesia y al de San Esteban. Se oyeron veintiséis testigos, y más de trescientas personas respetables confirmaron con juramento y firma todo cuanto aquellos testigos habían dicho sobre las virtudes de Domingo y los milagros obtenidos por su intercesión.

Enviadas a Roma las declaraciones de Bolonia y Toulouse, Gregorio IX deliberó con el Santo Colegio. Un autor contemporáneo refiere que dijo en esta ocasión hablando de Santo Domingo: «No dudo más de su santidad que de la de los apóstoles Pedro y Pablo» (4).

Consecuencia de todos estos procesos fue la bula de canonización, expedida en Rieti, el 3 de julio de 1234 (5).

El culto de Santo Domingo no tardó en extenderse por Europa con la bula que lo canonizaba. Se le dedicaron muchos altares, pero Bolonia se distinguió siempre en su celo por el gran conciudadano que la muerte le había deparado. En 1267, trasladó su cuerpo del sepulcro sencillo en que descansaba a un sepulcro más rico y adornado. Esta segunda traslación se verificó por manos del arzobispo de Rávena, en presencia de otros varios obispos, del Capítulo General de la Orden, del Podestá y de los nobles de Bolonia.

Abrieron el féretro, y la cabeza del Santo, después de recibir sendos ósculos de los obispos y religiosos, fue presentada a todo el pueblo desde lo alto de un púlpito levantado fuera de la iglesia de San Nicolás. En 1383, se abrió por tercera vez el féretro, y la cabeza se colocó en una urna de plata para facilitar a los fieles-la dicha de venerar aquel precioso depósito. Por fin, el 16 de julio de 1473, se levantaron de nuevo los mármoles del monumento, y fueron sustituidos por esculturas más acabadas, del gusto del siglo XV. Eran obra de Nicolás de Bari, y representan diversos pasajes de la vida del Santo. No las describiré. Las vi dos veces. Y dos veces, mirándolas de rodillas, sentí, por la dulzura de aquel sepulcro, que una mano divina había guiado la del artista, y obligado a la piedra a expresar sensiblemente la incomparable bondad del corazón cuyo polvo cubre.

 Bibliografía: LACORDAIRE, Enrique; Santo Domingo y su Orden, Salamanca-Madrid, 1989, 191-197.


(1) JORDÁN DE SAJONIA, Ongenes de la Orden de Predicadores, 125. (BAC, p. 125).

(2) Ibid.

(3) JORDÁN DE SAJONIA, O.C., R. 128. (BAC, p. 127).
(4) ESTEBAN DE SALAGNAC, De las cuatro peculiaridades con que Dios distinguió a la Orden de Predicadores. (BAC, p. 699).
(5) El texto puede leerse en BAC, pp. 190-193.