La Iglesia del Imperio Romano / siglo IV

El Imperio Romano, ya en decadencia no podía someter a la Iglesia y decidió unir sus fuerzas a ella convirtiéndola en la religión oficial.


Hemos visto cómo la Iglesia nació y se desarrolló en la clandestinidad durante casi tres siglos. Llegado el siglo IV, el Imperio Romano, en franca decadencia, viendo que no podía vencer a la Iglesia, decidió unir sus fuerzas a ella, iniciándose así un proceso que va a llevar al cristianismo a ser, a finales de este siglo, la religión oficial del Imperio.

La Iglesia ha visto en este cambio el sabio impulso del Espíritu Santo. Pero, como todo acontecimiento humano, veremos que este proceso tuvo sus pros y sus contras. Bueno, pues el poder político, social y económico que la Iglesia alcanzó a finales de este siglo lo mantuvo, en buena medida, hasta la Revolución Francesa (1789).

Por otra parte, en el siglo IV se produjo un importante desarrollo en la vida religiosa, cuyo incipiente nacimiento tuvo lugar el siglo anterior.

¿Cómo se convirtió el cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano?

La llamada Paz de Constantino llegó en el año 313 con la promulgación del Edicto de Milán, con el que se despenalizó la práctica del cristianismo y se devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Ello supuso el inicio de un cambio radical a nivel espiritual, pues los cristianos dejaron de ser perseguidos y el Imperio Romano se fue cristianizando.

Otro año importante es el 380, cuando el emperador Teodosio I el Grande (347-395) convirtió al cristianismo en la religión oficial del Imperio. A raíz de ello, en el año 392 prohibió definitivamente las religiones paganas, por lo que la Iglesia se vio abocada a catequizar y a bautizar a gran número de personas. Como es lógico, esta cristianización forzada produjo un notable descenso en la calidad espiritual de las comunidades eclesiales.

En este siglo, además, Constantinopla se transformó en un centro político muy importante, pues Constantino la convirtió en la nueva capital del Imperio Romano, poniendo así las bases del que será a partir del año 395 el Imperio de Bizancio, tras separarse definitivamente del Imperio Romano de Occidente. De este modo, Roma y Constantinopla pasaron a ser los dos principales centros cristianos.

Vimos cómo durante los tres primeros siglos el cristianismo optó mayoritariamente por una coexistencia pragmática con la cultura grecorromana. Pero, llegada la Paz de Constantino, la relación entre la Iglesia y el Imperio cambió enormemente: desde entonces se fue extendiendo entre los cristianos la idea de que el emperador actúa según los dictados de la Providencia divina. El máximo representante de esta postura es el historiador y teólogo san Eusebio de Cesarea (275-339), quien considera que Dios se sirvió del Imperio Romano para preparar la implantación del cristianismo.

¿Qué diferencia hay entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente?

Pronto, en el seno de la Iglesia, sobre todo en Oriente, se estableció una estrecha relación entre Dios y el emperador, siendo Cristo su mediador. En efecto, en esta época se consideraba que había una unidad sustancial entre el Imperio Romano, convertido en imagen del Reino de Cristo en la tierra, y la Iglesia, transformada en Iglesia universal. Esto produjo en el Imperio de Oriente el llamado cesaropapismo, según el cual, si bien se intentó mantener una distinción entre la esfera religiosa –a cargo de los obispos– y la esfera civil –en manos de los gobernantes y magistrados–, el emperador pasó a ser considerado, de hecho, el mediador entre sus súbditos y Dios, llegando a inmiscuirse mucho en cuestiones internas de la Iglesia. Veremos en el próximo capítulo que esto se acentuó en los siglos venideros.

Pero en el Imperio de Occidente no pudo ser así debido a que hubo un tiempo en el que el poder político cayó en manos de la herejía arriana –que niega la divinidad de Jesús–, lo que provocó un considerable distanciamiento con la Iglesia. Por ello, casi al contrario de lo que ocurría en Oriente, la Iglesia de Occidente se mantuvo bastante libre e independiente del poder político, situándose por encima de él en cuestiones religiosas y morales. San Ambrosio de Milán (ca. 333-397) fue uno de los principales defensores de esta postura.